En realidad, Antonio no esperaba conseguir tanto. Se conformaba con que le enseñara a dar besos con lengua, a desabrochar sujetadores y tal vez, con suerte, que le dejara verla desnuda en tierra firme, para irse familiarizando (según se proponía justificarlo).
– ¡Pero qué dices!
– Es que no tengo ni la más remota, Mari, y no me gustaría hacer un mal papel el día que me toque.
– Tío, ¿tú estás bien de la cabeza?
– ¿De la cabeza? Sí, seguro. De la cabeza, sí. Maribel le explicó que esas cosas se aprendían haciéndolas y que a todo el mundo le pasaba lo mismo. -No te angusties, Toni.
– Es que, si tú me enseñas, entonces ya voy sobre aviso, como si dijéramos, ¿tú me comprendes?
– ¿Pero qué es lo que quieres saber?
– Saber, de la teórica, lo sé casi todo. He procurado informarme, no te creas. Lo que yo decía era de practicar un par de veces, para ir soltándome. Sólo hasta que le coja el tranquillo.
– ¿Me estás proponiendo que nos acostemos? Al ver cómo le cambiaba la cara a Maribel, intentó dar marcha atrás.
– ¡Qué va! ¡Si no es eso! ¿Creías que era eso? ¡Ja, ja, ja…! No, para nada. Me refería a unos besos. Que me enseñes a morder. Y podíamos hacer un par de posturas fáciles, con la ropa puesta o con el chándal, sólo para ir haciéndonos una idea…
– Antonio, tú lo que quieres es acostarte conmigo. ¿Cómo se te ocurre?
– Que no quiero… Bueno, sí… pero sólo como entrenamiento, igual que lo del baile, ¿tú me comprendes?
Maribel bebió coñac, se enderezó en el sillón y permaneció en silencio. Algo iba mal.
Al parecer ella no le comprendía. Se terminó la copa y entonces lo dijo: -Tú eres un tarado. Pero de verdad: un auténtico tarado, Antonio.
– Vale, tía, no hace falta ponerse así… ¡Muchas gracias! Ya aprenderé yo por mi cuenta… -respondió, como quitándole hierro al asunto.
Te vas a acordar de ésta, se decía: vas a ver tú quien soy yo. Su fuero interno debía de estar vacío, porque las palabras rebotaban contra las paredes y el eco le devolvía las tres últimas entre interrogaciones: ¿quién soy yo?, ¿quién soy yo?, ¿quién soy yoooooooo?
Maribel se puso a ver Los cuatrocientos golpes mientras las esperanzas de Antonio se derrumbaban como un castillo de naipes.
Había puesto en el Blitzkrieg esas ilusiones de los veinte años y quedaron derribadas de un manotazo cruel, se disiparon cual pompas de jabón, volaron de un soplido, como la catedral de mondadientes levantada por algún testarudo idiot-savant. Aquel aprender juntos, de la mano; aquella camaradería fraterna, aquellos polvos-croquis, en borrador, que se prometía tan felices y frecuentes con su hermana…, ¡todo había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra!
Desde entonces sabía que ella sabía.
Comprendió que los dos tendrían que renunciar al espejismo de una vida normal y corriente, como la que podían llevar si les daba la gana Pirri y Sonia Bruno, Zoco y María Ostiz o incluso Fabiola y Balduino, a pesar de las coronadas cabezas.
Ahora Antonio ya sólo se podía identificar con individuos fallecidos, a ser posible en trágicas circunstancias, separados de un golpe del resto de su vida.
En su inaccesible fuero interno se identificaba sin parar, se identificaba a fondo (hasta que le escocían los ojos) con Niño Bravo, el malogrado artista valenciano víctima de la carretera. Tenía visiones de unas sombrías nupcias post-mortem de Niño con Cecilia, unos espectrales esponsales al otro lado del agua, con las caras lívidas pegadas al cristal.
Tropezando con las patas de los muebles, se fue a su camarote, donde quedó a la deriva en la alta mar de la mayoría de edad.
Capítulo 26 La bolsa ola vida
El comisario Torrecilla y la inspectora Menéndez estaban como dos pasmarotes, sentados frente a frente con el teléfono en medio. La voz de mujer que informó del secuestro había anunciado una segunda llamada:
■■Hola, policía. No pienso dar mi nombre ni mi número porque esto es un secuestro de verdad. Silvia Martín, la ci-devant Princesa María Virtudes de las Angustias Martell, está en nuestro poder. Repito, sí, ¡está capturada! Corre muchísimo peligro como no sigan nuestras instrucciones al pie de la letra. Me pondré de nuevo en contacto mañana a las doce cuarenta y dos pe eme. Preguntaré por la señora.»
– Cojo yo -recordó el comisario cuando sonó el teléfono.
En el otro extremo de la sala se encendieron los pilotos intermitentes en la consola de los técnicos de intervención telefónica y Fernando Armero mostró el puño con el pulgar extendido hacia arriba.
– Listos, jefe. Allá vamos.
Torrecilla asintió y descolgó.
– ¿Está la señora? -preguntó una voz de hombre.
– ¿De parte de quién, por favor? -retrucó el comisario, con el objetivo de ganar tiempo.
– ¿Usted es idiota?
– No, soy Torrecilla. Comisario Pedro Torrecilla. Hablo en nombre de la policía española. Es decir, soy la persona en quien el señor ministro ha depositado su confianza en tan dramáticas…
– Calle y escuche, Torrecilla -interrumpió la voz -.Sólo soltaremos a la Princesa si le conceden a Bobby Fischer la nacionalidad española en el Consejo de Ministros del viernes.
– ¿El tío del ajedrez?
– Exacto, para que pueda seguir jugando.
– No comprendo bien…, ¿él no es de suyo norteamericano?
– Por eso mismo, Torrecilla. España no mantiene ningún bloqueo contra la ex Venezolandia. Primera condición: Bobby ciudadano español. Segunda condición: si quieren volver a ver viva a la Princesa, preparen ocho millones en metálico, en billetes de cinco mil con números de serie no correlativos, ¿comprendido?
– ¿Millones de pesetas?
– Meta el dinero en una bolsa de deportes y espere instrucciones.
– ¿Una bolsa Adidas servirá?
Tras una breve pausa, la voz adquirió un tono diferente, en apariencia irónico.
– De ningún modo. Tiene que ser una bolsa de Montreal 76. Téngalo el viernes a las 5 p. m. Recuerde: o es Montreal 76 o no hay trato.
Torrecilla seguía concentrado en su objetivo de prolongar la conversación para que Armero pudiera localizar la llamada.
– ¡Han pasado casi veinte años! No sé si quedarán ya esas bolsas…, compréndalo…, necesitamos más tiempo.
– Arrégleselas. Recuerde. Primera condición: nacionalidad para Bobby por decreto. Segunda: la pasta en la bolsa correspondiente. SÍ no, el viernes a las cinco y un minuto en punto la Princesa será ejecutada.
– Necesitaría alguna prueba de que ahora está viva y en su poder.
– Descuide, comisario. ¿Qué prefiere? ¿Le envío una oreja o mejor un dedo, que tiene huellas dactilares?
Colgó.
Fernando Armero se arrancó los cascos de las orejas y golpeó la consola con el puño cerrado. Saltaron chispas.
– ¡Maldición! Han desviado el rastro por satélite, a través de la órbita geoestacionaria… Según el ordenador, se supone que llama desde una cabina pública en la Perspectiva Nevsky de Leningrado…, ¡jal
– ¡Qué malditos! – reconoció Torrecilla-. Esa cinta la quiero en el laboratorio -le ordenó a Armero-. Y tú, consigue la dichosa bolsa de Montreal. Ya sabes dónde las hay todavía -le tocó a la inspectora Menéndez.