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Milagros tenía el don de olvidar las cartas de Daniel en el mismo cajón del tocador, que seguía siendo trajinero de Emilia en su recámara de la Casa de la Estrella. De ahí las tomaba Emilia cada dos o tres meses, y ahí las devolvía bien leídas una tarde después de encontrarlas, a la hora de la siesta. Habían vuelto a ser cartas muy largas, que empezaban con un breve querida tía y que de ahí para adelante usaban siempre el plural ustedes: ¿Cómo están? Les gustaría, les mando, les extraño, les recordé. No hablaban nunca de volver, poco de política, mucho de otros países, nada de otras mujeres. A veces, lograba que Emilia se sintiera culpable sin siquiera mencionarla, y a veces le hacían correr hasta la mecedora a invocar el sortilegio de otros tiempos. Después, las horas, la curiosidad y el amor de cerca, volvían a imponérsele como un filtro entre la vida real y la fantasía de recordar al hombre de sus muchas guerras.

Refugio entró al hospital con el cargo de conversador oficial. Al principio, sólo Emilia confiaba en los poderes curativos de su lengua, pero la experiencia hizo que casi todos ahí lo consideraran de una utilidad práctica sin igual. Refugio lo mismo servía para hablar con recién paridas que con moribundos, con niños lastimados que con hombres reacios a decir de sí mismos nada más allá que su nombre, y como tenía más tiempo que nadie para escuchar, resultaba un espléndido compendiador de las fases por las que iba pasando cada enfermo.

En el transcurso de los últimos años, Emilia había desarrollado una particular predilección por los casos relacionados con el cerebro y la médula espinal, esos dos misántropos, que encerrados en sus cajas de hueso lo controlan todo sin rendir más cuentas que las sugeridas por uno que otro destello, con el que muchas veces no se sabe qué hacer. Iban a parar a sus manos todos los casos relacionados con cambios abruptos en el estado de ánimo, trastornos en la memoria o el lenguaje, parálisis, convulsiones, visión rara, falta de arreglo en los movimientos o cualquier otra cosa inusitada. Ella se daba a la tarea de clasificar los síntomas y los signos que podían venir de eso que ya daba en llamarse el sistema nervioso central y que no era entonces mucho menos desconocido y arcano de lo que sería ochenta años después. Refugio la ayudaba escuchando, recuperando con paciencia cada una de las sensaciones, imágenes, impulsos y despropósitos que aparecían en un paciente cuando ella no estaba cerca.

El azaroso año de 1920 vio levantarse contra el gobierno a una mayoría de generales inconformes con la calma restauradora del carrancismo, lidereados por Álvaro Obregón y la buena estrella militar que Josefa reconoció siempre en su agricultor predilecto. Emilia vivió ese año intrigada como nadie por los desolados paisajes interiores de una mujer que entristeció sin más, los insólitos sueños de un hombre enfebrecido porque sí, los atisbos de música angelical que oía una muchacha antes de caer en convulsiones que su cura confesor consideraba la toma de su cuerpo por el demonio, las dificultades en el habla de un niño inteligentísimo para escribir, la contundencia con que un hombre maduro se empeñaba en afirmar que su mujer era un paraguas, el nítido recuerdo del ayer y el preciso olvido del presente que confundía la vida de algunos viejos, la luz tibia y morada con que veía las cosas un adolescente en los minutos previos a un desmayo del que volvía cinco minutos más tarde extenuado como si regresara de escalar un monte. Nada le llenaba más la vida profesional que su trato con el desconsuelo, los placeres y encantos guardados en el misterioso parentesco entre lo que cada quien siente, piensa, imagina, y lo que su cuerpo alberga bajo el nombre de cerebro. Movida por semejante pasión, decidió emprender un viaje a los Estados Unidos para tomar un curso al que Hogan la convocó de un día para otro, en el tono suave pero conminatorio con que los maestros no dejan nunca de llamar a sus mejores alumnos. Zavalza no podía acompañarla porque el viaje era demasiado largo y el hospital no se adaptaba a la falta de ambos por tanto tiempo. Así que Emilia buscó la compañía de Milagros, siempre dispuesta al viaje, dado que a su edad, según decía, era ya la única manera sensata de correr riesgos y sentirse como recién enamorada.

Era octubre y el día anterior la Cámara de Diputados había declarado presidente constitucional de la República al general Álvaro Obregón, cuando Zavalza las dejó en un barco que salía de Veracruz rumbo a Galveston y Nueva York. Emilia notó la cara de animal abandonado que Antonio pretendía ocultar mirando al frente como si algo se le hubiera perdido en el infinito. Era un hombre generoso y sensato, se hubiera lastimado con cualquier cosa antes que disputarle a Emilia su derecho al viaje, pero a pesar del esfuerzo que hacía para no demostrarle su desazón, todo en él había perdido el sosiego con que solía ayudarse. La lógica se negaba a estar con él para explicarle que no la estaba perdiendo para siempre, que las separaciones fortalecen, que antes había podido vivir solo, que no se moriría por más que se sintiera agonizando.

– Si quieres no voy -le dijo Emilia conmovida, pero tramposa.

Zavalza sonrió, agradeciéndole el guiño mientras se desprendía de su abrazo. Luego le pidió que no lo sacara de su cerebro y bajó del barco que avisaba de su partida lanzando al aire un grito ronco.

– Suena a promesas -dijo Milagros tras escuchar la sirena varias veces. Agitó entonces su brazo envejecido para acompañar la fiebre con que su sobrina movía el suyo en homenaje y bendición del Antonio Zavalza que palpitaba en la orilla.

XXVIII

Josefa Veytia decía siempre que no era necesario perseguir al destino, porque nada era menos previsible y nada sorprendía tanto con su innata previsión, como el azar. Sabiendo el modo en que sus padres habían dado uno con otro, a Emilia los decires de Josefa sobre el acaso y sus eventualidades le resultaban un mero recuento de su privadísima experiencia, misma que como todo el mundo sabe, nunca es la de los demás. Sin embargo, cuando al entrar al hotel en Nueva York dio con la euforia de Daniel como si fuera un espejismo, todos los discursos de Josefa se resumieron entre sus costillas igual que un remolino de sinrazones, al que sin remedio había que darle la razón.

Daniel estaba sentado en el vestíbulo del hotel, platicando con un rubio que tendía a albino y un negro que tendía a morado. Lo primero que se le ocurrió a Emilia fue enfrentarse a Milagros que caminaba a sus espaldas conversando con el maletero. Pensó que nadie sino ella podía tener la culpa de semejante encuentro. Pero fue tal el gesto de sorpresa en su rostro incapaz de fingir un sentimiento, que bastó para exculparla.

Emilia sabía de qué manera se concentraba Daniel en una plática, y cómo su único fin era conseguir un suspiro para poner en orden sus emociones. Caminó hasta quedar frente al conserje, un hombre ojeroso acostumbrado a entenderse con gente cuyos hábitos de prisa y nula cordialidad, no lo sorprendían. Sin preguntarse las causas de que aquella mujer estuviera tan pálida y actuara como si la persiguiera un elefante, le dio una bienvenida de cinco palabras y la llave de un cuarto en el séptimo piso de aquel palacio iluminado. Emilia se deslizó hasta el elevador donde la esperaba Milagros, cuya conversación con el maletero parecía no tener fin, y desapareció del horizonte.

En cuanto cerraron la puerta del cuarto, se tiró de bruces sobre una de las camas, maldiciendo la curiosidad que la había sacado del hueco de mundo en que tan bien estaba, y el mal momento en que aceptó que el poeta Rivadeneira pagara su estancia en un hotel que él mismo se encargó de reservar. Mientras, le iba creciendo un dolor de cabeza que no sabía si atribuir a los desmanes de su cerebro o a los de su corazón. Compadeció de un golpe a todos los acorralados del mundo.

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