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Una semana después, durante la boda religiosa de Sol, Milagros Veytia, que asistía siempre a esas ceremonias para darse el gusto de conversar sin tregua mientras duraban, le prometió al poeta Rivadeneira que tras las elecciones lo acompañaría en un viaje dedicada sólo a quererlo.

– Y entonces me vas a explicar cómo hiciste para que me dejaran libre -le sentenció al oído hincada junto a él a la hora del Sanctus.

– Entonces… -le contestó Rivadeneira como si rezara.

El poeta sonrió apretando su secreto mientras un coro de niños decía el Aleluya de Haendel y Sol tomaba el brazo de su marido para caminar con él hacia la puerta de la iglesia.

Emilia, de pie entre su tía Milagros y su madre, miró a su amiga hecha una muñeca nerviosa y trató de concentrarse en la música.

– ¡Qué desastre estamos permitiendo! -le dijo Milagros al oído.

– ¿Qué podíamos hacer? ¿Rescatarla de la dicha? -preguntó Emilia- ¿Cómo se convence al cielo de que no es azul sino transparente?

– Hija, te estás volviendo sabia demasiado pronto -le dijo Milagros besándola a media iglesia.

– ¿Sabes que el tapete rojo sale desde su casa, cruza el parque, llega a la iglesia y continúa por las banquetas hasta el jardín donde será la comida? -preguntó Emilia informando. Luego, como si una cosa se desprendiera de la otra, cuando Sol pasaba frente a ellas anhelante y blanca, dijo casi en voz alta-: Yo creo que Daniel está perdiendo su tiempo en esto de la lucha por la igualdad y la democracia.

– Puede que tengas razón -le contestó Milagros tras sonreírles a los novios condescendiente como un vaso con leche.

– Claro que tengo razón. ¿No estás viendo? Si todo esto sale de perjudicar pobres, ¿por qué alguien puede querer beneficiarlos?

– Porque no les va a quedar más remedio.

– ¿Por qué no va a quedarles más remedio? Tía Milagros, son dueños de todo.

– Ya lo sé, mi vida. Hasta que dejen de serlo.

– Mi papá no se cansa de repetir que para eso tendría que haber una guerra.

– Ojalá y no -dijo Milagros-. En todo caso hoy no vamos a resolver eso. ¿Te parece si caminamos por el tapete rojo hasta los novios y la fiesta?

– No me trates como a una tonta. No me distraigas la pena. Tú eres la única que no se ha empeñado en distraerme -dijo Emilia cuando cesó la música y en un tono de voz destinado a superarla.

Como toda la gente, Diego y Josefa habían salido tras los novios. En la iglesia quedaban sólo ellas, Rivadeneira, el olor estorboso de los nardos y, justo de espaldas a Emilia, un hombre que al oírla volteó su cuerpo de animal fino metido en una levita impecable, y dijo con la voz redonda de un hallazgo:

– Soy Antonio Zavalza y me encantaría seguir escuchando su conversación.

XIII

Quién era Antonio Zavalza además de un escuchador oficioso de las conversaciones ajenas, fue algo que la familia supo por completo en menos de una hora, porque el hombre no tenía remordimientos en la lengua y estaba solo. Apenas llevaba cuatro tardes bajo los techos de la ciudad, dijo, pero hacía varios años que fantaseaba con ella. Quería vivir ahí, caminarla de noche, aprenderse los escondites de sus calles. Quería que lo quisieran y ser todo sobre aquel suelo, menos un extraño.

Salió de la iglesia empeñado en convencer a Emilia de que no era un espía sino un cautivo de su voz. Y cuando llegaron a la fiesta que siguió al matrimonio religioso de Sol, cualquiera juraría que eran amigos desde la infancia. Antonio Zavalza era sobrino del arzobispo, aunque no compartiera con él nada más que el apellido paterno y una herencia. Había pasado cinco años estudiando medicina en París, y llegó a Puebla con el ánimo de establecer ahí su primer consultorio.

En cuanto la madre de Sol lo vio bailando con Emilia como si hubieran ensayado el vals con dos meses de anticipación, se precipitó a la mesa que ocupaban los Sauri y se hizo cargo de completar la información sobre el recién llegado. Antonio Zavalza era además de guapo, uno de los más importantes bisnietos de la Marquesa de Selva Nevada.

Su padre había muerto un año atrás, le había dejado una pequeña fortuna, con la que el muchacho tuvo a bien crear una fundación de auxilio a los viejos. Su amor propio lo tenía empeñado en vivir de su trabajo. Era médico, se había graduado con honores en París, no estaba de acuerdo con don Porfirio, le decía a quien quisiera oírle que la iglesia era una institución caduca, y rompió el compromiso de matrimonio que el arzobispo había hecho en su nombre con una hija de los De Hita.

– Te ha de parecer una ficha. ¿Por qué lo invitaste? -le preguntó Diego Sauri a la madre de Sol.

– Porque me lo pidió su tío, que está empeñado en relacionarlo con gente bien.

– Pues ya picó en mal sitio -dijo Milagros. -Te encanta desprestigiar a tu familia. Mira que el muchacho se ve encantado con Emilia.

– Se acaban de conocer -argumentó Josefa-. No empieces con tus fantasías.

– Ya ves que prenden mis fantasías. Sol está feliz -dijo su madre.

– Está ignorante -opinó Milagros-. ¿Hiciste el favor de explicarle cómo son las cosas o se va a pegar la sorpresa de su vida?

– Por supuesto que le expliqué cómo debe portarse con su familia política. Sabe disponer como una reina, es elegante y discreta, no habla de más ni pregunta lo que no debe.

– Ni te importa que sea infeliz en la cama -dijo Milagros haciendo palidecer a su hermana.

– Ése no es asunto suyo sino de Dios, querida -dijo la madre de Sol Ella entre menos tiempo piense en eso, mejor.

– Pobre criatura -opinó Milagros sacando el abanico como si con él pudiera cortar la pesadez que había en el aire.

Emilia y Antonio Zavalza se acercaron al grupo en ese momento.

– Sol quiere hablar contigo antes de irse -dijo la madre de Sol-. En lugar de tirar el ramo al aire quiere entregártelo.

Emilia dejó a su padre conversando con el médico recién llegado y fue en busca de Sol, que otra vez se perdía entre fondos y vestidos, detenida en medio de su recámara, lidiando con las agujetas de un corpiño que le apretaba la cintura y le daba a su cuerpo la forma de un maniquí erguido y tieso.

– Tiene razón tu tía Milagros, estas prendas son infames -afirmó sonriendo al verla entrar-. Dice mi madre que el matrimonio no es ingrato, pero que hay momentos en que lo mejor es cerrar los ojos y rezar un Ave María. ¿Tú entiendes eso? -preguntó con la mirada llorosa.

– Chula, chula -murmuró Emilia abrazándola. Luego, sin alejarla de su cuerpo, le habló quedo durante un rato largo mientras acariciaba su espalda.

Abajo, la música de una orquesta tocaba un vals de Juventino Rosas y el aire, trastornado por el aroma de unos nardos, anunciaba el anochecer.

Emilia sacó un pañuelo diminuto del centro de sus pechos y se lo ofreció a su amiga. Fue a su bolsa por un poco de betabel para recomponer la palidez que sus explicaciones habían dejado en Sol. Luego, como si se tratara de su muñeca, le ayudó a vestirse con el complicadísimo atuendo de viaje que le había confeccionado la famosa Madame Giron de la calle Pensador Mexicano. Cuando terminó de prenderle el sombrero, la revisó de la cabeza a los pies como si fuera una obra de arte.

– No te has cambiado los zapatos -le dijo y fue al ropero por los botines de ante que se habían quedado, atestiguando la desolación de aquel mueble completamente vacío.

– Me siento tan hostil como se ve el ropero -dijo Sol.

– En el peor de los casos puedes ayudarte con la imaginación -le dijo Emilia desde el suelo en que se había hincado para abrocharle los botines.

– No hagas eso -le pidió Sol jalándole un rizo hacia arriba.

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