XII
La tarde del martes siguiente, llegó Madero. Una multitud lo esperó en la estación del tren gritando vivas y contagiándose de fervor democrático, en lo que fue la más grande manifestación de fuerza antirreleccionista que hubo jamás en la ciudad.
En el remolino de tal marea, Emilia perdió la mano de Daniel. No intentó retenerla. Lo besó a media calle, largo y tendido, hasta quedarse con el sabor de su lengua entre los dientes. Luego, sin una palabra de reproche, lo dejó irse tras Madero. Vio cómo la muchedumbre se cerraba tras su espalda y volteó a buscar un consuelo en la mirada y los brazos de Diego Sauri.
– ¿Quieres un café? -le preguntó Diego tomándola de la cintura, sintiéndose más inútil que nunca.
– Vamos al mitin -dijo Emilia esgrimiendo una sonrisa.
Como se creyó desde el principio, las autoridades no dieron permiso para manifestar en público. Así que la persecución de unos días antes, a causa de los trabajos en el barrio de Santiago, valió la pena, porque pudo hacerse ahí el mitin clandestino en el que se reunió tal gentío que, al rato de iniciado, cualquiera hubiera podido decir que en nuestro castellano clandestinidad significaba jolgorio.
Hubo discursos varios, euforias múltiples, quejas y maldiciones a granel. En cuanto Madero dijo la última palabra, Emilia y su padre volvieron a su casa caminando despacio y hablando poco. Diego no quiso enturbiar la tristeza de su hija con sus lamentos políticos, y Emilia pensó que su padre no merecía el espectáculo de su pesadumbre puesta en palabras. Sólo después que cruzaron el umbral del salón y Diego se encontró con los ojos de Josefa como la interrogante que le urgía responder, dejó salir un parte de sus pesares.
– ¡Qué horror! -dijo tirándose sobre un sillón-. Este hombre nos va a meter en un lío del que ni él va a salir bien librado. No sabe lo que quiere. Todo se le va en buenas intenciones, vaguedades y sanos propósitos. Mientras encierran a la gente por sólo pronunciar su nombre con euforia, el señor anda queriendo quedar bien con la iglesia, con los pobres, con los ricos, con las putas y las damas de San Vicente. ¡Qué discurso infame! Me quería yo meter debajo de una piedra.
– Estás exagerando -aseguró Josefa, que había preferido quedarse en la casa para no rasguñar a Daniel cuando se fuera-. ¿Tú que dices hija?
– Lo mismo -contestó Emilia lánguida y somnolienta.
– Pero ella lo dice porque está celosa -dijo Diego Sauri-. Yo lo digo con toda objetividad.
– Qué celosa ni qué nada. Por mí Daniel puede quedarse acompañando al chaparrito a escuchar cuanta comisión, club o secta quiera escuchar -dijo Emilia dejándose caer cerca de su padre.
– Te vino a ver Sol -le avisó Josefa empeñada en distraerla-. Está radiante como un caramelo.
– Se va a librar de su madre -explicó Diego.
– Y de su padre -aumentó Emilia jugando a morder la mejilla del suyo.
– ¿No la vas a buscar? -preguntó Josefa-. Se casa la próxima semana y no la has acompañado.
– Yo me casé la semana pasada y ella tampoco me acompañó. Casarse es cosa de dos, mamá.
– No siempre, hija -contestó Josefa.
– ¿Te hubiera gustado que me casara como Sol? -preguntó Emilia levantándose de junto a su padre y caminando hasta Josefa.
– No sé -contestó Josefa mordiendo la hebra del hilo con que bordaba.
– Sí te hubiera gustado. ¿Por qué no usas las tijeras? -le preguntó Emilia extendiéndole unas pequeñitas que Josefa tenía sobre su regazo y en las que parecía no haber reparado.
– Por idiota -le contestó Josefa.
– Idiota este señor Madero que anda entre los espíritus mientras tiende la cama de un incendio -dijo Diego.
– ¿Tú no vas a moverte del tema? Porque yo no quiero iniciar otra vez la defensa de la moderación maderista. Me voy a dormir -amenazó Josefa empezando a guardar los hilos.
– ¿De qué quieres que hablemos? -le preguntó Diego Sauri-. ¿El otro tema son las bodas? ¿Quieres que te diga que tienes razón, que no debimos permitirle a Emilia que quisiera a Daniel sin más trámite, porque el muchacho iba a irse de un día para otro? No te lo voy a decir, Josefa de mi alma. Este país va a arder en una guerra y la virginidad de las niñas no le preocupará ni a Nuestra Señora de Guadalupe.
– Me voy a mi cama antes de que llegues a tu discurso sobre la democracia como un asunto civilizatorio -contestó Josefa levantándose.
Abandonó su poltrona y caminó por el centro del cuarto, pensativa y disgustada. Diego la miró caminar, sin querer evitarse el viejo encanto que su mujer le provocaba en los momentos más inesperados.
– No se enoje usted -le pidió-. ¿De qué quiere platicar? ¿Qué sueño ambiciona? ¿Qué estrella le bajo?
– No molestes, Diego -dijo la señora Sauri alejándose de los brazos que su marido le extendía.
Emilia sonrió al verlos juguetear, y una especie de consuelo le pacificó la pena rara que era su amor adolescente, abandonado de buenas a primeras, con la misma contundencia con que osó llegar.
– Mañana voy a ver a Sol y la ayudo en todo lo que necesite. Te lo prometo -dijo abrazando a su madre como si fuera su hija.
Detenidas en mitad de la sala, una apoyada en la otra, le parecieron a Diego el centro del mundo.
– Están exhaustas como dos guerreras -opinó Diego contemplándolas con los ojos perdidos en su abrazo. Le pareció que eran hermosas y firmes. Idénticas y opuestas. ¿Qué importaría una guerra cerca de ellas?
Al día siguiente, hija y madre salieron temprano rumbo a la casa de Sol. Desde el portón de la entrada se oía el revuelo del segundo piso. Emilia y Josefa entraron en la recámara donde se amontonaban todas las prendas de ropa interior que una mujer pueda usar en su vida, junto con todas las toallas, sábanas y colchas que pueda necesitar una casa en veinte años, cuando la niña casadera estaba subida en una silla probándose el vestido que apenas había llegado a tiempo de París, con el inconveniente de ser dos tallas más grande que su dueña.
Josefa pensó que hubiera sido mejor encargárselo a la modista más elegante de la ciudad, en vez de lidiar con un disgusto de última hora, pero se ahorró el comentario movida por su odio a la impertinencia. No conforme con eso, se ofreció a conseguir que el traje le quedara pintado a Sol. Pidió alfileres y empezó a prenderlos en el vestido, con una habilidad de modista. En media hora había terminado de ajustar el traje al cuerpo de la muchacha. Hasta entonces, Sol bajó de la silla y Emilia le ayudó a desabrochar la hilera de pequeños botones forrados de organza que le corría por la espalda como un escalofrío.
– Vas a estar preciosa -dijo y la besó para disculpar su ausencia de tantos días.
Sol se había quedado a medio vestir con su corpiño de varillas y sus fondos de olanes.
– ¿Qué te pasó? -le preguntó a Emilia en voz baja y casi sobre el oído.
– Me caí a un río -dijo Emilia jugueteando con sus recuerdos.
Se hicieron hueco entre la corsetería que salpicaba la cama, para acomodarse a cuchichear mientras Josefa y la madre de Sol iban a entretenerse en la sala de los regalos.
Habían montado repisas a todo lo largo y ancho de la gran habitación y no quedaba ni un lugar vacío.
– ¿Dónde pusiste el mío? -preguntó Milagros Veytia a manera de saludo al entrar al salón dispuesta a examinarlo todo con gesto de juez. Paseaba entre la plata, las porcelanas y el cristal cortado, con un desparpajo que ponía en riesgo la estantería completa-. Hay vajillas para un ejército -dijo.
– Van a tener dos haciendas, una casa en la capital, un atelier en París y otros lugarcitos. Les harán falta, no creas -dijo la madre de Sol, fingiendo bañarse de sencillez cuando no cabía en su piel. Luego volvió a caminar entre regalos. Como iluminada, se detuvo frente a un reloj metido en madera con incrustaciones. Una joya de marquetería, a la que estaba prendida la tarjeta de Milagros Veytia. Cuando la leyó, la mujer se deshizo en elogios y agradecimientos.