– Los médicos inmunes son pésimos médicos -le dijo como si elogiando su tristeza le dijera todo lo que él imaginaba de promisorio y bello en los abismos de su corazón.
No fue necesario pedirle que aceptara al niño en su casa. Él mismo lo propuso, cuando logró volver en sí del abrazo con el que Emilia premió sus palabras y su consuelo. Lo había abrazado largo rato, como quien descubre un tesoro. No recordaba una paz como ésa y no quería en la vida más que tenerla cerca.
– ¿Te quedarías conmigo? -le preguntó a Zavalza.
– ¿Crees que tengo otro remedio? -contestó él.
Un mes más tarde, el obispo envió a casa de los Sauri una carta en sobre lacrado anunciando su visita y pidiendo se le respondiera si tal visita sería propicia. Diego le respondió en el acto que sería un placer recibirlo, siempre y cuando quisiera visitarlos en su calidad de tío del doctor Antonio Zavalza y de ningún modo en su calidad de obispo. No se ahorró la-explicación de que en su familia a los jerarcas de la iglesia no se les respetaba sólo por el hecho de serlo.
El obispo recibió tal respuesta como un agravio más de los muchos que ya le hacía aquel boticario, con sólo haber procreado a esa muchacha cuya voz tenía de cabeza a su de por sí descabezado sobrino. De ese modo las pláticas oficiales destinadas a hacer llegar la solicitud matrimonial de Antonio Zavalza terminaron antes de iniciarse. Las no oficiales iban en cambio por muy buen camino. Tras el consentimiento de Emilia, Zavalza habló del tema con Josefa, visitó a Milagros que fue tan amable como se lo permitió su ánimo partidario de Daniel, le ganó a Diego un juego de ajedrez y empezó a pasar los domingos en compañía de la familia. Para la sorpresa de los Sauri y el pánico de Milagros Veytia, Emilia había aceptado casarse con el doctor Zavalza con la misma facilidad y firmeza de carácter con que había escogido ropa nueva cuando estuvo en la capital. Sin mostrar ni un momento de vacilación, sin cambios en la voz ni una gota de llanto, borró a Daniel de sus conversaciones y en apariencia de sus esperanzas.
No era como si lo hubiesen matado, porque de los muertos se habla con más pasión y repetida dulzura que de los vivos. Era como si nunca hubiese vivido. Mil veces intentaron preguntarle por él y las mismas mil veces evadió las preguntas como si no las escuchara. Todo lo que siempre siguió a la luz de su nombre, Emilia se hizo cargo de oscurecerlo con silencios y evasiones.
Decidió casarse con Zavalza aunque a su familia le pareciera apresurado, aunque Milagros hubiera llorado por primera vez en su vida toda una tarde con su noche rogándole prudencia, aunque Josefa la ahogara en tés y abrazos, aunque su padre jugara con el asunto fingiendo que no lo inquietaba. Se casaría con Zavalza porque sentía sosiego bajo sus ojos y confianza con sus manos, porque la que ría por encima de cualquier otra causa y le había sacado de encima la pena continua de querer a Daniel.
Todas estas cosas, cuya pura enumeración cansaba hasta la clarividente cabeza de Josefa, que al rato de intentarla sentía su corredor lleno de pájaros habitarle completo entre las sienes, habían pasado en sólo cinco meses. Era el fin de septiembre cuando Josefa encontró en el buzón una carta de Daniel. Al mirarla le brincó el estómago como le brincaba de joven con las emociones impredecibles, y su sobresalto fue doble porque hacía tiempo que había perdido la memoria de aquel brinco en el centro del cuerpo, como un conejo intentando salirse de su agujero.
– Vamos a ver si esto la deja tan firme como presume que anda -le dijo a Diego enseñándole la carta igual que si le mostrara una daga.
Diego alzó los hombros y fue a esconderse entre las botellas de agua destilada, fingiendo buscar algo que le urgía. Ni a Josefa quiso dejarla ver de qué modo estaba trastocado con los amores y desamores de su niña. Ya ocultos los ojos tras el ámbar de las botellas, le apostó a su mujer que nada cambiaría y la vio alejarse escaleras arriba llamando a gritos a su hija.
XVII
Emilia Sauri abrió la carta sin premura. Por primera vez no rompió el sobre ni le temblaron las manos mientras sostenía los seis pliegos en que Daniel le contaba sus hazañas de los últimos meses. Era un texto largo, escrito como diario, sonando a veces a que sería entregado en propia mano, sólo para servir como guía de la voz con que el mismo Daniel pensaba ampliar cada historia. Tenía al principio el tono juguetón de sus mejores tiempos, pero después la prosa se volvía una voz enfebrecida y triste que Emilia desconocía.
Empezaba con una disculpa, contando las razones por las cuales no había podido buscarla en la ciudad de México. Todas razones políticas y revolucionarias que a Emilia le tocaron justo el amor propio que había prometido mantener a buen resguardo, para no dejarse lastimar otra vez por la banal pero inevitable sensación de ser tratada como algo siempre menos importante que la patria. Leyó de prisa, como se leen de compromiso las lecciones que no cautivan el ánimo. Daniel le contaba con detalle cada una de las pesquisas y los líos por los que había transcurrido su guerrera existencia en los últimos meses. Había un párrafo dedicado a describir con una morosidad fraterna, el gesto y los hábitos de un obrero textil llamado Fortino Ayaquica. Otro sobre las costumbres sexuales de Francisco Mendoza, un ranchero de los alrededores de Chietla, y uno aún más dilatado en torno a la sensibilidad de poeta que había descubierto en el corazón de Chui Morales, cantinero de Ayutla. Morales, Mendoza y Ayaquica eran los jefes de las fuerzas zapatistas en Puebla. Cada uno de ellos había jalado con unos trescientos rebeldes que divididos en bandas luchaban con furia pero como en un juego inexplicable, por el control de pueblos y rancherías. Daniel llegó a vivir entre ellos con la representación de Madero. En poco tiempo había aprendido a beber y conversar como uno de ahí, a sentir el mundo y descifrarlo con los ojos de aquellos hombres que no tardó en considerar guerreros ejemplares y que describía como seres humanos de excepción. Daniel explicaba que con ellos había ido a la capital el día que entró Madero, y que por lo necesario que era entre esos grupos, no había podido aún desprenderse de su lado.
Decía Daniel que su padre no estaba muy de acuerdo en que él hubiera ido a dar a los lugares donde la guerra era más a pelo y necesitaba menos de abogados y gente preparada, pero el muchacho pensaba, y así se lo explicó a Emilia, que todo el tiempo de vivir con esa gente le había enseñado cosas que jamás hubiera entendido desde la distancia.
Luego teorizaba sobre los peligros que tal distancia había generado en los liberales cultos y en el propio Madero. Una distancia que los condujo a pretender cosas como que esa gente aceptara licenciarse y dejar de pelear sin haber conseguido más que el puro cambio de nombres en el gobierno. Terminaba la carta lamentando que los muertos del día doce de julio no le hubieran permitido llegar a Puebla cuando la visitó Madero. Como estaban las cosas, él debía quedarse del lado de quienes lo necesitaban y no del de quienes estaban burlándose de los pobres que les habían dado un privilegio de opinión y mando que no se merecían.
Entre cada una de aquellas disertaciones políticas que Emilia leía con la misma distancia con que escuchaba la plática en el comedor de su casa, había párrafos en los que Daniel se quejaba de lo arduo que era estar lejos de sus pechos o le amontonaba en desorden las mismas palabras como un torrente que vertía en su oído a la hora en que perdido de sí, derramaba en ella la bendición que obtiene todos los perdones y borra todas las desdichas.
Sólo al pasar por una de esas frases, puesta entre signos de interrogación tras la pregunta ¿quieres oír?, Emilia Sauri dejó ver un segundo la turbación de su entraña. Luego terminó de enterarse con detalle de quiénes eran los muertos del día doce, de cómo había crecido la ira por los rumbos del sur la tarde en que no sólo los hombres, sino los niños y las mujeres, regresaron a sus pueblos atravesados en el lomo de la mula que los había llevado a Puebla vivos, entusiastas y crédulos como no volverían a estar.