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Una tarde, dos días después de la magnífica y alegre cena de Navidad, Daniel le participó la urgencia de salir cuanto antes rumbo a un lugar en donde se entrevistaría con otros mexicanos y un agente del gobierno de Obregón. Estaba eufórico, haciendo planes y recontando amigos, dispuesto una vez más a entregarse sin recato al teje y maneje de líos y disputas. Mientras bebían ron con azúcar y limones, Emilia lo escuchó en silencio, cierta de que sería inútil contradecir su devoción, concentrada en su voz como quien arma un rompecabezas, sabiendo que su paisaje es una trama infinita de tiempo y paciencia. Así estuvieron un vaso de ron sobre otro, hasta que ya muy entrada la noche, él se cansó de oírse sin oírla y empezó a interrumpir sus imaginerías para besarla entre palabras, dándole a trozos la euforia que lo tenía tomado.

Al día siguiente, el arrastre de un impulso relegado irrumpió en el abandono con que Emilia dormía junto a Daniel y trastocó el encanto. Despertó presa de un temor que reconoció viejo: se sabía incapaz de perdonarle otro abandono. Evocó la fiebre que pulía los ojos de Daniel cuando habló de volver a la política. Era el momento de regresar a México. De Daniel había que huir cuando la lumbre estaba en alto, de otro modo, más temprano de lo previsto, él se perdería en la luz de una aventura menos doméstica que la guerra de sus cuerpos.

Adivinó sus facciones en la penumbra, mirándolo con la tristeza de quien abandona un reino. No lo besó para no despertarlo, para llevarse el conjuro de quien no se despide para no irse del todo. "El que se va es mi cuerpo, mi cabeza está siempre contigo", escribió con letras grandes sobre el programa de un concierto. Luego lo dejó en el lugar que habían ocupado sus quimeras junto a él, sobre la almohada.

Un rato después, todavía aletargado, Daniel extendió un brazo buscándola. Al no encontrarla cerca, la llamó con la voz modorra que a ella le gustaba oír mientras bebía café y revisaba el periódico junto a la ventana. Como no hubo respuesta abrió los ojos, vio la nota, maldijo, y con su ausencia como un abismo, corrió a buscarla al cuarto de hotel de una Milagros aún medio dormida.

– ¿Qué es lo que quiere esta mujer? -le preguntó a su tía bufando como un toro lastimado y perplejo.

– Todo -le contestó Milagros, falta por primera vez de algo que pudiera consolarlo.

Emilia volvió a México llena de brío. No explicó el por qué de su tardanza. Nadie quiso saberlo. Zavalza menos que nadie.

– ¿Quieres tener un hijo? -le preguntó la noche de amores en que se recuperaron.

– Estuve con Daniel -contestó ella.

– Ya lo sé -dijo Zavalza. Y no se habló más.

XXIX

XXIX

Antonio Zavalza lo supo siempre. Con ese conocimiento estuvo hilado desde el principio el fino enlace de su complicidad con Emilia Sauri. Era un hombre extraño entre los hombres, querible como ningún otro, porque como ningún otro fue capaz de comprender la riqueza de alguien que sin remedio y sin pausa tiene fuerzas para dos amores al mismo tiempo.

Terminó la guerra. Diego Sauri lo celebraba con el recelo de quien ya no espera que el mundo cambie para hacer el intento de vivir en paz. Josefa lo convenció de que ése era el camino, sin más argumento que el de transitarlo un día tras otro como cantan los pájaros después de la tormenta.

– Vamos a ver tu mar -le pidió una tarde.

Dos días después emprendieron el viaje. Desde entonces no hubo para Josefa una idea de paraíso que no estuviera teñida por el azul del Caribe.

– Aquí tendríamos que quedamos a bien morir -dijo tocada por su incorregible romanticismo.

– Yo extrañaría el aire de los volcanes -contestó Diego.

Tuvieron tres nietos, vivieron para verlos crecer bajo las alas incansables de su hija.

Terca como la lluvia, Milagros los llevó a las pirámides, al mar, a los panteones, al reino de los astros y al de lo imprevisto. Los domingos comían frente al agua plateada de una presa, en la cabaña que Rivadeneira construyó para jugar ajedrez y tener un velero.

Nadie supo nunca cuántas veces volvió Daniel. La casa que Milagros dejó para sus andanzas frente a la Plazuela de La Pajarita fue el albergue anónimo en que él y Emilia encontraron treguas para su interminable guerra. Ahí se veían a veces una tarde y a veces a media mañana, ahí aclaraban su tormenta, sus imposibles, su acuerdo, sus recuerdos.

Una vez, presos del azar se encontraron en el panteón de San Fernando. Otra, Emilia fue a buscarlo embarazada y risueña, con su eterno gesto de pájaro en alerta.

– Pareces una matrioska -dijo Daniel. -¿Será que si uno te abre, adentro encuentra otra y otra y otra?

¿Cuántas Emilias iban por la vida viviéndola como si les urgiera devorarla? Daniel estaba seguro de que nunca las conocería a todas. Algunas, incluso, prefería no imaginarlas.

– ¿Este hijo es mío? -preguntó.

– Aquí todos los hijos son del doctor Zavalza.

– ¿Cuántas Emilias? La Emilia que todos los días despertaba en la misma cama junto a un hombre más entendido que él, la que se hundía en los terrores de un hospital como quien bebe un vaso de leche, la que desde temprano se perdía en elucubraciones sobre el cerebro y sus enigmáticas respuestas, la Emilia que iluminaba la rutina de otros.

– ¿Octavio es hijo mío?

– Ya te dije. Los hijos son de Zavalza.

– Pero a Octavio le gusta la música.

– A los tres les gusta la música.

Todas eran Emilias que le robaban a la suya. A la Emilia encendida sólo para él, a la que nunca se cansó de aventurarse en el universo inasible de su corazón.

– Cásate conmigo.

– Ya me casé contigo.

– Pero me engañas con el médico.

– No entiendes nada.

– Entiendo que me engañas con el médico.

¿Cuántas Emilias? La de Zavalza, la de sus hijos, la de la piedra bajo la almohada, la del árbol, la del tren, la médica, la boticaria, la viajera, la suya.

¿Cuántas Emilias? Mil y ninguna, mil y la suya.

En 1963 la llave de la casa de Milagros seguía siendo la misma. Daniel había vuelto a usarla colgando de su cuello. Se ponía el sol contra los volcanes hospitalarios e impredecibles, cuando Emilia entró a la sala con sus deseos intactos, pese al montón de años que llevaba cargándolos. Daniel había abierto el balcón y miraba hacia la calle.

– ¿Es mi nieta la niña que te trajo hasta la puerta?

– Ya sabes -contestó Emilia-. Aquí todos los hijos y todos los nietos son del doctor Zavalza.

– Pero ésta se quita el pelo de la cara con un gesto mío -dijo Daniel.

– ¿A qué horas llegaste? -le preguntó Emilia besándolo como cuando todo era terso en sus bocas. Un hueco invariable latió bajo su pecho.

– Nunca me voy -dijo Daniel acariciando su cabeza con olor a misterios.

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