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Esa noche la luna brillaba en cuarto menguante. Desde entonces, siempre, durante doscientos quince meses, la sangre llegó con la luna en cuarto menguante. De ahí que Josefa hubiera dicho "tengo miedo", al ver llegar la luna llena sin que una gota de sangre le hubiera negado el paso a su ambición procreadora.

Levantando la vista Diego Sauri perdió los ojos en la contemplación de su mujer, mientras se dejaba regañar por ella que saltó sin más de la luna a reprocharle su apego al mentidero de los periódicos. Porque sólo era culpa de los periódicos, la iba oyendo decirle, a los que dedicaba una buena parte de su vida, que él llevara tres días sin escucharla y con la cabeza mareada por la marcha contra la nueva reelección del presidente de la república. El dictador tenía siete años de mandar cuando Diego empezó a repetir que no podía quedarse ahí mucho tiempo más, y desde entonces otros nueve se habían amontonado sin que Josefa tuviera más aviso de su caída que la ilusión con que su marido se dedicaba a preverla.

Temiendo que los reproches no terminaran nunca si él no se hacía cargo del asunto relacionado con la luna, Diego aceptó levantarse y salir del comedor a la tibia noche de junio. Una luna inmensa lo regía todo.

– Con razón la adoraban los antiguos -dijo mientras sentía el cuerpo de su esposa ceñírsele cálido y apacible.

– ¿Quieres que te lo haga? -preguntó.

– Creo que ya me lo hiciste -dijo la señora Sauri. Y lo dijo con tal melancolía que su marido le soltó la cintura para escudriñar su cara y preguntarle qué demonios le había hecho.

– Un hijo -soltó Josefa con el aire que le quedaba entre los labios.

Guiado por la redondez absoluta del vientre que fue haciendo su mujer, Diego Sauri afirmó siempre que dentro guardaba los ambiciosos sueños de una niña. Josefa le pidió que no predijera lo que no podía saberse y él respondió que sabía todo desde el quinto mes y que ella perdía el tiempo tejiendo con estambre azul, porque la criatura sería niña y la llamarían Emilia para honrar a Rousseau y hacerla una mujer inteligente.

– ¿Por qué tendría que ser tonta llamándose Deifilia? -preguntó Josefa acariciando el nombre de su bisabuela.

– Porque partiría del error de creerse hija de Dios y no hija nuestra. Y esta niña es hija nuestra.

– Hasta que saque la cabeza -argumentó Josefa, que había pasado buena parte de su preñez temiendo que se le escapara el prodigio.

Como buen hombre del Caribe, Diego Sauri estaba acostumbrado a no discutir con los milagros y reía siempre que su mujer expresaba sus temores, dudando de su habilidad para no equivocarse a la hora de hacer los vericuetos de una oreja o igualar el color de los ojos. Porque ¿cómo podía saber lo que estaba haciendo, si su intervención era igual a la que podría tener un ánfora?

– Un ánfora chiflada -dijo Diego Sauri levantándose a darle un beso.

Tenía los hombros fuertes y los ojos claros iluminando la oscuridad de unas ojeras precoces, la altura mediana del padre que Josefa guardaba en su memoria, las palmas de sus manos marcando un acertijo, las yemas de los dedos hábiles y atinadas. Se movía aún como el nadador que había sido, acechaba los guiños de su mujer con el deseo entre los labios.

– No empieces -se preocupó Josefa-. Has estado entrando y saliendo por el camino de la criatura sin ningún respeto durante todo este tiempo. La podemos lastimar.

– No afirmes cosas de ignorante, Josefa. Pareces poblana -dijo él volviendo a besarla.

– Soy poblana. Que tú vengas de una tierra de salvajes no es mi culpa.

– ¿Salvajes los mayas? -dijo Diego-. Por estas tierras no había pasado un pie humano cuando Tulúm era un imperio de dioses terrenales.

– Los mayas desaparecieron hace siglos. Ahora todo eso es selva y ruinas -dijo ella jugando con la vanidad de su marido.

– Todo eso es un paraíso. Tú lo vas a ver -contestó Diego levantándola del sillón de bejuco en que tejía y empujándola hacia su cama mientras le desabrochaba el camisón.

Una hora más tarde Josefa abrió los ojos y aceptó:

– Tienes razón, es un paraíso.

– ¿Verdad? -dijo su marido mientras le acariciaba la redonda y palpitante barriga. Luego, volvió como vuelven los hombres a la tierra y preguntó: -¿Tendrás algo de comer?

Esperaba, recordando las palabras de su amigo el doctor Octavio Cuenca acerca de la relación exacta entre el momento en que una embarazada entra en febril actividad y la cercanía de su parto, cuando sintió a Josefa volver de la cocina como un relámpago.

– Me está saliendo agua -dijo.

Diego saltó de la cama como si estuviera viéndola caerse, pero Josefa adquirió de golpe una calma propia de quien ha parido diez criaturas, y sin más tomó las riendas del asunto, negándose a que Diego llamara a un doctor en su ayuda.

– Tú me juraste que te harías cargo solo -recordó Josefa.

– ¿Cuándo? -preguntó Diego.

– La noche del día en que nos casamos -le contestó Josefa para terminar la discusión y dedicarse de lleno al escándalo que recorría su cuerpo.

Por mucho tiempo había creído que aquel dolor sería como un lujo. Durante las horas que siguieron no lo dudó ni un minuto, pero hasta el último rincón de su cuerpo aprendió entonces que algunos lujos cuestan lo que valen y que la íntima orgía de parir es, más que un dolor, una batalla que por fortuna se olvida con la tregua.

Nueve horas después, Diego le puso entre los brazos el cuerpo lustroso y cálido de su criatura.

– Ya ves cómo adiviné -dijo él soltando unas lágrimas gordas que le corrieron por la cara hasta que se las chupó con la lengua antes de sonreír.

– Y está completa -contestó Josefa, revisándola como si en ella cupiera el firmamento.

– Eres más valiente que Ixchel -afirmó Diego extendiéndole un algodón con alcohol y solución de marihuana. Después le besó la punta de la nariz y se llevó a la niña todavía desnuda. Empezaba a salir el sol terco de los inviernos mexicanos. Eran las siete de la mañana del doce de febrero. Josefa cerró los ojos y se durmió con la paz de espíritu que había perdido nueve meses antes.

Cerca del mediodía despertó del primer sueño incompleto de su vida.

– Diego, ¿quién es Ixchel? -preguntó aún prendida a las imágenes de su quimera.

Radiante como una abuela precoz, su hermana Milagros se acercó a contestarle que Diego dormía y que Ixchel era la diosa maya de la luna, las aguas y los curanderos, encargada por eso de proteger el parto y los embarazos.

– ¿Ya la viste? -le preguntó Josefa.

– Como bordada por los ángeles -contestó Milagros con la contundencia que Josefa disfrutaba en su voz desde que eran niñas. Cuatro años mayor que ella, Milagros le regaló el aplomo que no tuvo su madre y la quiso por todos los hermanos que le faltaron a su familia. Era un poco más alta y bastante más terca, tenía como ella los pómulos prominentes y la melena oscura, podía sonreír como un ángel y enceguecer de furia como todos los diablos. Josefa estaba orgullosa de pertenecer a su estirpe. Por más que la gente las encontrara tan distintas que parecía difícil imaginarlas congeniando, había entre ellas un pacto remoto que las hacía comprenderse con los ojos. Milagros tenía también los ojos hundidos y curiosos, sólo que ella no estaba en paz sin las respuestas, le urgía saberlas todas, conocer hasta el último lugar del mundo, hendir sus dudas siempre que le apretaban la garganta cruzándose por ella. Era por eso que no se había casado con ninguno de los tantos que la desearon. No sabían las respuestas, para qué destinarles el destino. Tenía su libertad como pasión primera y su arrojo como vicio mejor. Solía desbaratar un argumento con la luz ominosa de su mirada despreciándolo, y era lectora como pocas y erudita como ninguno. Le gustaba desafiar a los hombres con el acervo de sus conocimientos científicos y se divertía memorizando poemas y buscándose retos. Odiaba el bordado pero era una bruja para diseñar sus vestidos o cambiar el ambiente de un cuarto con sólo mover algunos cuadros. Era drástica en sus juicios y exigente con los ajenos, disimulada en sus afectos, desprendida en sus pertenencias, cautivadora con sus historias. Tenía por su hermana Josefa una predilección que nunca intentó disimular y era capaz frente a ella de deponer cualquiera de sus armas. Por el sólo haberse enamorado de Josefa con mirarla, Milagros quería a Diego Sauri como a un hermano y hubiera dado por él la misma vida que daría por su hermana. Además compartía con su cuñado creencias y fantasías políticas y lo ayudaba a sobrellevar las críticas y llamados a la cordura que de tanto en tanto hacía Josefa esgrimiendo para el caso su afilada y pertinente lengua. Al contrario de Josefa, cuyo espíritu conciliador la ayudaba a pasar sin apuro entre los preceptos y prejuicios que regían el mundo en que vivían, Milagros se llenaba de furia cada vez que un juicio ajeno le parecía irrespetuoso y poco universal. Jamás pasaba de largo frente a la posibilidad de una batalla ideológica acerca de Dios, las religiones, la fe, el absoluto y otros riesgos.

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