– ¿Dónde andas? Ya me voy.
– Junto al estanque -le contestó Emilia sosegada como el mar cuando por fin acaban de atormentarlo los ciclones-. Ven.
– Al estanque no, porque tú empujas -le dijo Daniel caminando hasta ellos.
Llevaba puesto el abrigo y Diego lo notó ansioso.
– ¿Tienes que irte ahora mismo? -le preguntó.
– Para mañana ya alguien habrá dicho que aquí estamos y de dónde dije que veníamos. Hablé de más.
– Ten cuidado -le dijo Diego.
Antes de irse tras su marido, Josefa le pidió un beso.
Daniel se había puesto un abrigo grueso, como el que usaban los soldados del ejército porfirista.
– Me lo consiguió la tía Milagros -le dijo a Emilia cuando sintió contra él su melena oscura.
– No salves a nadie que no se lo merezca -pidió Emilia hundiendo su cabeza bajo la solapa.
– ¿Perdiste mi piedra? -preguntó Daniel.
– Está bajo mi almohada -contestó Emilia peinándole con los dedos el mechón que siempre le caía sobre la frente.
VIII
Acuérdate de mí una vez al día, las demás espántame -le pidió Daniel mientras le recorría el perfil con el dedo, como si quisiera llevárselo dibujado. Luego la soltó y se echó a correr.
Entrando a la casa encontró en su camino los ojos de Milagros Veytia. Le dio un abrazo.
– Me partes en dos, yo no tengo quince años -protestó Milagros.
– Convence a Emilia -dijo él guiñándole un ojo. Luego salió a encontrarse con su hermano.
Salvador Cuenca era cuatro años mayor que Daniel. Llevaba tres estudiando leyes en la Universidad de Chicago cuando su hermano llegó a inscribirse. Ambos compartieron desde entonces el arrebato por esa quimera que unos imaginaban como una gran revolución y otros como el mágico acceso a un nuevo régimen que les daría el derecho a elegir autoridades como en cualquier país que se dijera moderno.
Se parecían. Salvador también era desasido pero febril, de pocas palabras pero enfático, escurridizo y sonriente, de ímpetu fantasioso y educación estricta.
Aquella noche, mientras Daniel daba con Emilia y sus recuerdos buscando la certeza de que tenía un asidero que al mismo tiempo lo hacía vulnerable, Salvador descubrió a Sol García. Vio su figura entre las sombras cuando ella se levantó a gritarle vivas tras su concierto. Luego, al prenderse la luz del escenario, la miró unos segundos a medio alumbrar y sintió que nadie le había parecido más luminoso en toda su vida.
Tras el discurso de Daniel, el candil de la sala se la mostró completa y quiso ir hacia ella como algo natural.
– Me llamo Salvador Cuenca -le dijo extendiendo la mano-. ¿Y usted?
– Soledad García y García -dijo Sol abriendo una sonrisa perfecta-. ¿Tú eres hermano de Daniel?
– Él es hermano mío -dijo Salvador.
– Yo soy como hermana de Emilia -explicó.
– ¿Y de dónde les sale la hermandad? -preguntó Salvador.
– De las ganas -dijo Sol.
– No creo que haya un lugar más legítimo -contestó Salvador-. ¿Tú dónde vives? ¿En el cielo?
– Aquí en Puebla -dijo Sol.
– ¿Por qué nunca te había visto?
– Vivo en otra Puebla -explicó.
– ¿En cuál? -preguntó Salvador extendiendo un brazo. para invitarla a sentarse en un sillón cercano.
Atraída, por el imán que la hacía colocarse siempre en medio de las situaciones difíciles, Milagros Veytia se acercó a sugerirle a Sol que ella hiciera las preguntas.
– ¿Dónde vives tú? -preguntó Sol contenta de no haber tenido que explicar el mundo en que vivía.
– En Chicago. Ya lo informó Daniel, que no se puede quedar con los secretos -dijo Salvador y se soltó a contar las dificultades por las que habían atravesado para volver, por cuán poco tiempo podrían quedarse, cómo veía él las cosas en el país, cuánta falta hacía una organización que agrupara el trabajo de los inconformes con la dictadura y todo lo que tenía entre ceja y ceja de una mañana a la siguiente.
Sol lo escuchó con tal avidez que Salvador quiso contarle todas las cosas que hacía además de estudiar. Terminó hablando hasta de lo que se le atoraba en la lengua frente a la mayoría de la gente, hasta de sí mismo y sus ambiciones para después, para cuando la dictadura hubiera desaparecido y las personas como él pudieran vivir con la conciencia en paz y el futuro como algo menos incierto.
Cuando el doctor Cuenca le avisó que debían irse a la junta en casa de los Serdán, Salvador no quería desprenderse de aquella escucha. Extendió con tristeza una mano firme y recibió a cambio la suave mano de Sol y el claro de sus ojos sin decir nada. Siempre fue tímida, pero nunca se había sentido tan incapaz de hablar.
– Me dicen Sol -dijo por fin-. Sol con un solo García.
– Muchas gracias Doña Sol. No se haga de dos maridos -pidió Salvador al despedirse esgrimiendo la sonrisa ladeada de los Cuenca.
Cuando Sol nació sus padres discutieron tanto y con tantas personas cómo llamarla que a la hora del bautizo todavía no habían logrado ponerse de acuerdo, y para que no hubiera ni problemas entre ellos, ni resentimientos familiares, ni carencias, le dieron al cura parroquial una lista de nombres que el sacerdote derramó sobre su cabeza junto con el agua bendita de la pila y con la misma solemne irresponsabilidad de quien tenía la costumbre de cometer barbaridades cada vez que trataba con ese sacramento.
Fue así como aquella inocente acabó llamándose de golpe María de la Soledad Casilda de la Virgen de Guadalupe de los Sagrados Corazones de Jesús y de María.
Con esa letanía se le dio gusto a su padre, que consideraba Soledad un nombre sonoro y contundente digno de acompañar sin más el cuerpo de su hija, a su abuela materna empeñada en ponerle a la niña el mismo nombre duro con el que ella vivía, a su madre que como toda mexicana con riesgos en el presente y temblor ante el futuro acudía para todo asunto a la dulce y muda presencia de la Virgen de Guadalupe, y a su abuela paterna que no era muy dada a tratar con los santos porque consideraba torpe meterse a pedirle algo a gente que por muchos méritos que tuviera no tenía ni de chiste el poder de los iluminados corazones de María y Jesús que, como cualquiera debía saber, eran importantes miembros del poderío central. Porque no en balde Jesús formaba parte de la Santísima Trinidad y María era su madre.
Total, de todo ese barullo resultó que la niña creció con dos nombres. El que le puso su padre y el que le dio su madre con aquella su vocación de quedar bien con todo el mundo, incluidas las dos partes en que su cabeza siempre acababa dividiendo el mundo para no tener que elegir demasiado: María José le dijo, desde que la tuvo entre sus brazos al volver de la ceremonia hasta que la niña cumplió siete años y enfrentó su fe de bautismo, cuando la llevaron a inscribir al colegio. Entonces supo que su primer nombre era Soledad y que estaba sola frente a eso y la rigidez de las monjas que así la llamaban.
Por ese tiempo, Evelia García de García, su madre, una mujer a quien la paciencia de Josefa mantenía como amiga más por serle fiel a la mutua infancia en que se quisieron, que por cualquier otro interés o afinidad, empezó a llevarla de visita a la casa de los Sauri. Emilia fue la primera en llamarla Sol.
No se le olvidaría nunca. Estaba sentada junto a su madre en un sillón acolchonado de los que Josefa Sauri tenía en su sala contra todas las leyes de la elegancia tradicional y a favor de la paz y el descanso de quienes la frecuentaban, cuando llegó del jardín, chapeada y brillante, una niña dos años menor que desde el primer día se hizo cargo de ella como si fuera la mayor.
– ¿Invitas a Soledad a jugar contigo? -le había pedido Josefa al verla entrar.
– Ven Sol. Te enseño mis tesoros -dijo Emilia sin más trámite.