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Volvieron a la casa pasadas las cinco de la tarde, exhaustos como si ellos también hubieran hecho la guerra de los hombres a los que vieron desfilar. Emilia había tenido tiempo de poner en el oído de Daniel la dirección en que dormiría, pero cuando la oscuridad entró por las ventanas y hubo que apretar los botones para encender la luz, dijo que ya no quería verlo. Ni esa noche ni ninguna otra. Recordaba como un agravio la vehemencia que lo arrebató de su lado en la mañana. Le había notado en el cuerpo un fuego que más que nunca sentía rivalizar con ella y que nada tenía que ver con ella.

La desalentaba sentirse celosa de algo tan etéreo y sin embargo tan implacable. Una parte del Daniel al que siempre creyó conocer de memoria y por completo, se le escapaba, se le iba a escapar siempre porque no lo entendía, porque se había hecho dentro de él con las cosas y la guerra de otros, pero era intenso y le invadía el cuerpo adueñándose de los rincones que sólo a ella le habían pertenecido.

Las primeras horas de la noche, esperaron a Daniel mientras Emilia hablaba de sus sentimientos encontrados y de sus clarísimas furias, ordenándolos y describiéndolos con una precisión casi científica. Rivadeneira y Milagros la oyeron elucubrar sus sensaciones sin aceptar frente al ímpetu de su sobrina el que fuera posible que de todo eso que hablaba se hubiera dado cuenta en un abrazo de dos minutos, pero sin demasiada convicción en las palabras con que intentaron sosegarla antes de perderse en un sueño remoto.

Emilia se quedó con la noche entera para esperar que Daniel llegara. De vez en cuando, Milagros o Rivadeneira despertaban para decir algo que entretuviera la vigilia de la sobrina, hasta que ella se compadeció de su cansancio y como si fueran un par de niños, los guió hasta las sábanas de su recámara. Les apagó la luz y volvió al salón. No tenía sueño. El arrebato es enemigo del sueño y Daniel no llegaba ni llegó.

A solas, bajo la fúnebre mirada de un santo pintado durante la colonia, añoró la paz de sus frascos y sus libros, la taciturna asiduidad de Antonio Zavalza, su boca como un bálsamo que le curaba el afán de tener a Daniel cerca.

Al despertarse con el sol del día siguiente, Milagros y Rivadeneira la encontraron todavía vestida, ojerosa y escéptica. Para aumentar su desaliento decidieron pasearla por la ciudad, consentirla y regalarle todo lo que ni siquiera se le ocurría desear. Haciendo todo eso consiguieron darle, mejor que de ningún otro modo, lo que necesita un corazón maltrecho para salir de su atolladero. Así que la noche alcanzó a Emilia llorando por fin toda su rabia en una sola sentada.

Tres mañanas después, sin haberle visto un pelo a Daniel, tomaron el tren de regreso a Puebla. Emilia iba vestida de nuevo hasta los calzones y llevaba puesta una sonrisa de lujo y altanería que sólo proporciona el desencanto, mezclado al trato con la Ciudad de los Palacios. Cuando Josefa la vio caminar por el andén para ir a su encuentro, le dijo al padre encandilado que era Diego:

– Dios libre a Zavalza de su nueva sonrisa.

XVI

Nada era tan cambiante como la rutina por esos tiempos. El mundo se había desatado fuera de la botica y su inmutable combinación de aromas y todo lo que se previó entre sus frascos corría por el país perturbando hasta el aire.

Un gobierno de transición preparaba nuevas elecciones para octubre de 1911. Cada mañana los periódicos recién despertados a su arbitrio insultaban a quien mejor les parecía. Y cada tarde un grupo de inconformes con el resultado de su primera guerra, volvía a levantarse contra la voluntad temerosa que inventó licenciar a las tropas insurgentes, sin haber conseguido nada para ellas.

En casa de los Sauri se discutía el futuro de la patria como en otras se discuten los deberes del día siguiente, y la botica parecía una cantina desordenada donde los parroquianos dirimían sus apegos y ambiciones antes de subir a seguir discutiéndolos tras el caldo de frijoles que Josefa tenía para todo aquel que pasara por su comedor.

Cada quien hacía su recuento de agravios y su adivinanza de infortunios, cada quien creía de lo que iban viendo todo lo que mejor le parecía, y de lo que se ignoraba lo que prefería imaginar. Pero todos coincidían en que Madero y los gobiernos instalados en espera de nuevas elecciones, intentaban en vano resguardarse de los zarpazos que lanzaba un tigre inconforme con los deseos de aplacarlo sin darle de comer.

La ciudad, adivinar si también el país entero, se apretujaba en las manos de los mismos que habían peleado por ella durante los años anteriores, con el agravante de que ya no se sabía quién era quién, qué había tras las palabras de un millonario porfirista convertido a la pasión por Madero y qué tras la furia de un maderista incrédulo, dispuesto a guardar una pistola buena, entregando como prueba de su confianza en el gobierno, una carabina mala.

Aprovechando el caos, los conservadores volvieron a la política tratando de que la nueva circunstancia les procurara un gobernador cercano a sus intereses. Para hacerles frente, los revolucionarios no tuvieron más ocurrencia que devastarse entre sí. En lugar de buscar un candidato único, cada bando se hizo de uno diferente hasta que Madero propuso al suyo y consiguió imponerlo.

Diego Sauri estaba desolado y enfebrecido. Durante el día iba recibiendo las noticias y las comentaba sin descanso con todo el que apareciera bajo sus ojos. En las noches se dormía rumiándolas como si pensara que de tanto darles vueltas, adelgazaría la fuerza de su espanto.

Josefa, que cocinaba para una cantidad impredecible de visitantes diarios, le dejó a Milagros la responsabilidad de leer los periódicos, recoger las malas nuevas y tenerla al tanto de cuanto horror sucediera. Para su infortunio, Milagros cumplía con celo su comanda. Se consideraba en el deber de hacerlo, entre otras cosas porque ella y Rivadeneira comían ahí todos los días. Milagros nunca aprendió a litigar con la cocina y le parecía ridículo fingir que a su edad podría interesarse por algo que consideraba tan etéreo. Se presentaba muy temprano con el altero de periódicos y un lápiz y pasaba una hora antes del desayuno y dos después, leyendo hasta los avisos de ocasión. En cuanto terminaba le hacía a Josefa un resumen de los peores acontecimientos, una lista de los titulares más infames, y una descripción de las caricaturas más encarnizadas. Por ese tiempo tenía menos trabajo político y más dudas que nunca. No sabía en qué bando ponerse y aunque no coincidía con el modo en que maniobraba Madero, se resistía a oponérsele, deseando que sus buenas intenciones pudieran más que la perversidad de la inocencia ejercida desde el poder.

– Algo de la necia cordura de Rivadeneira se me ha de estar contagiando -le dijo a Josefa unos días antes del trece de julio, fecha en que Madero visitaría la ciudad.

Había sido necesaria su ayuda para organizar la nueva visita, pero no puso en ello ni la mitad del arrojo que la caracterizaba. Por supuesto acudirían al andén muchos maderistas espontáneos, unos cuantos partidarios apasionados, la mayoría quejosos, gente que anhelaba contar las desventuras que aún padecía. Milagros y los Sauri no pensaban ni siquiera en asomarse. A pesar de la supuesta paz, había en el aire sonidos de guerra y no estaba su desencanto como para salir a vitorear a nadie.

Josefa se limitaba a contar los disparos que alguna vez se oían en la distancia. Sabía con toda precisión cuándo venían del norte y cuando del sur, cuándo de por las fábricas cercanas a Tlaxcala, cuándo de los campos camino a Cholula y cuándo, como la noche larga del día doce de julio, de un rumbo incluso tan cercano como la plaza de toros.

Muy temprano en la mañana del trece de julio, mientras Emilia cimbraba el aire con su chelo y Josefa movía constante un guiso, Milagros entró con los muertos del día. Era para no creerlo, pero las tropas federales, las del gobierno provisional que había impuesto la revolución en espera de elecciones, habían matado más de cien maderistas.

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