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– Pondré tila -aceptó Josefa sin darse cuenta del tono irónico que había en la voz de Milagros.

– No vayas a ningún lado -le dijo Diego-. Ven a descansar. Tú, Milagros, ya no vuelvas a tu casa, no son horas. Voy por una cobija -dijo acariciando a Emilia que dormía cuatrapeada en un sillón con el pelo revuelto sobre la cara.

– Quién sabe cómo será mejor tu marido, si triste o mandón -le dijo Milagros a su hermana.

– Mandón -supo Josefa-. Cuando se pone triste no sé cómo tratarlo. Cuando se pone mandón no le hago mucho caso.

– Yo no le haré ninguno. Tengo que irme -dijo Milagros echándose un rebozo sobre los hombros.

– Cuídate -le pidió Josefa-. Me muero si algo te pasa.

– ¿Qué me ha de pasar? -le contestó Milagros desde la puerta, antes de escabullirse por la oscuridad de las escaleras. Un minuto después sonó el zaguán grande cerrándose a sus espaldas.

– ¿Quién llegó? -preguntó Emilia despertando.

– Nadie, mi amor. Se fue tu tía, ven a tu cama -le pidió Josefa ayudándola a levantarse. Emilia se apoyó en ella y la sintió temblar.

– ¿Por qué la dejaste ir? -preguntó Diego que apenas volvía con la cobija.

– Porque no puede hacerse otra cosa con ella.

– ¿Se fue la tía? -dijo Emilia despertando de un golpe-. Yo quería ir con la tía.

– Ni se te ocurra pensarlo -le pidió Josefa sirviéndose una taza de tila fría-. Ven a dormir -dijo peinándola con los dedos como si aún fuera su niña de hacía unos años-. Ven, te canto, te rasco la espalda -le pidió llevándola hacia su recámara, hipnotizándola con su voz como una droga, como un último perfume de infancia al que Emilia no pudo resistirse.

Al día siguiente, cuando Josefa salió a caminar la ciudad como todas las mañanas, la encontró tapizada con los papeles amarillos que, avisando la llegada del candidato Madero, invitaban a la gente a recibirlo en la estación de trenes.

De su casa a la de su hermana eran siete cuadras en línea recta y dos a la izquierda. Josefa las voló en unos minutos. Siempre llevaba en su bolsa la gran llave que abría la puerta de Milagros. Era como saberse a salvo de cualquier catástrofe. Entró a la casa y cruzó corriendo el patio que en ese momento invadía una luz dorada. Subió las escaleras de dos en dos, cruzó a la sala tibia de aquella casa. El piano estaba abierto como siempre, porque Milagros decía que cerrarlo podría traerle infortunios. Todo lo demás tenía también una razón de ser y un destino en aquel lugar. Todo estaba regido por una silenciosa pero deliberada armonía.

Josefa no se detuvo, como hacía siempre, a buscar qué nueva antigüedad había conseguido su hermana, fue directo a la recámara y empujó la puerta haciendo un ruido de diablos. Las maderas para impedir el paso del sol y los ruidos de la calle estaban cerradas sobre el largo balcón que daba a la Plazuela de las Pajaritas. Josefa cerró los ojos intentando acostumbrarse a la oscuridad, pero al abrirlos siguió sin ver más que una negrura que la estremecía. Entonces caminó hasta el balcón y tanteando buscó el modo de abrir las maderas.

Un gajo de luz entró sin miedo por el cuarto y se detuvo en el cuerpo de Milagros que dormía inmutable como la Iztaccíhuatl, todavía vestida con la ropa del día anterior, sin haberse quitado siquiera los botines. En el suelo, junto al brazo que extendía al aire como si apenas lo hubiera utilizado para desprenderse de ellos, quedaban algunos de los mil volantes que pintaban la ciudad de amarillo.

– ¿Hermana? -murmuró Josefa mientras le quitaba los zapatos.

– ¿Qué? -dijo la voz de Milagros encajándose en su almohada.

– Te quiero mucho.

– Ya lo sé.

– ¿Estás muerta?-insistió Josefa, segura de que nunca la había visto tan cansada.

– Sí -dijo Milagros hundida bajo las cobijas para librarse de la luz que entorpecía sus delirios.

– Bendito sea Dios -suspiró Josefa cerrando la entrada de luz.

– ¿Cuál dios? -preguntó Milagros desde su letargo.

– El de la guerra -contestó Josefa.

X

Volvió a la Casa de la Estrella caminando despacio mientras silbaba. Se le había hecho tarde y pensó que su marido estaría en la botica junto con Emilia, que en los últimos meses bajaba con él desde temprano para quedarse el día entero entre los frascos y los olores del laboratorio. Le había aprendido a Diego muchas de las recetas y algunas de sus mañas, había leído la tercera parte de los libros de medicina que encontró sobre las mesas y les había dado un orden a los estantes que desde niña se acostumbró a desempolvar, mientras su padre cantaba las tristes arias con que alegraba sus tardes.

Cuando terminó el arreglo, Diego le reclamó. Estaba seguro de que a partir de ese momento no sabría qué hacer.

– Lo confundiste todo -dijo llevándose las manos a la cabeza mientras iba a sentarse en un banco alto para desde ahí pedirle cuentas-. Por eso nunca permití que tu madre trajinara en este rumbo. ¿Cómo voy a saber dónde encontrar las cosas?

– Están por orden alfabético -dijo Emilia-. Me he pasado la vida viendo cómo revoloteas para encontrar algo. Yo me tardaría años en entender lo que tú manejas con intuiciones y recuerdos. ¿No te has oído? Por lo menos veinte veces al día te preguntas "¿Dónde lo puse?". Ahora será muy fácil.

Diego la escuchó pontificar pensando que aún no se hacía al ánimo de verla crecida.

– Vanidosa -dijo-. A ver, a que no encuentras la Cañafístula en conserva.

Emilia dio la vuelta sobre sus talones y se dirigió al tercer estante.

– ¿Qué quieres, flores o cañutos?

– Flores -murmuró Diego.

Emilia tomó un frasco de cristal color ámbar, lleno hasta la mitad con un almíbar en el que nadaban pequeñas flores blancas. Lo destapó para olerlo antes de entregárselo a Diego, que no necesitó comprobar de cerca para saber que era el correcto.

– ¿De qué sirve?-la desafió.

– No sé -dijo Emilia sentándose en el banco de madera clara que desde siempre le perteneció.

– Se usan como purga para personas delicadas.

– ¿Por qué se hacen en miel? -preguntó Emilia.

– Porque como lo dijo Nicolás Monardes desde el año de 1565 en que publicó su famoso libro, "con el cocimiento y el azúcar quítaseles la aspereza y la estepticidad".

– Pídeme otra -quiso Emilia.

– Palo de Sasafrás -dijo Diego.

– Lo encuentras en S porque hay palo y hay raíz. Tampoco sé para qué sirve. Sólo sé que mi mamá lo toma cuando anda confundida -dijo Emilia entregándole una lata gigante llena de cortezas y palitos parecidos a la canela.

– Tiene mil usos -explicó Diego-. Hasta para enamorar dicen que sirve.

– Habrá que darle a Sol. No creo que haya una novia menos enamorada y más cerca del matrimonio que ella -dijo Emilia.

– Hoy en la tarde le preparamos un jarabe -dijo Diego-. ¿Dónde están las piedras bezoares? -preguntó para seguir jugando.

– Quinto estante, muy a la mano. Es potentísima su virtud contra todo veneno.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Diego.

– ¿No son ésas de las que habla la carta de un soldado español que guardas como reliquia junto a la diosa maya?

– Ésas mismas -le contestó Diego-. ¿Te leí la carta?

– Nunca -respondió Emilia pensando que ya estaba en edad de regalarle a su padre el gusto de contar otra vez una historia que le había oído veinte veces.

Al ver a su hija morderse los carrillos para no descubrir una sonrisa, Diego recordó que tal lectura había sido su regalo de trece años, pero Emilia se mantuvo en que no sabía nada y lo urgió a que le contara toda la historia sobre las piedras bezoares descrita en la carta de don Pedro de Osma y Xara y Zejo. De sobra sabía ella lo que para su padre significaba el ejemplo del soldado español nacido en el siglo XVI que, abandonando las batallas de conquista, se dedicó a buscar y reconocer las virtudes y provechos de las plantas de Indias. Le gustaba oír la vida de ese hombre que entre la guerra y la ciencia, escogió la ciencia. Su padre la contaba con una pasión por tal destino, que ella se prometió en voz alta no olvidarla nunca.

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