– No hay que desearle otra cosa -invocó Josefa.
– A ti quién te entiende, Josefa -dijo Diego-. O estás con unos o estás con otros, pero no se puede estar con todo el mundo al mismo tiempo.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Josefa mientras olisqueaba el pescado-. Creo que se me pasó de chile -comentó.
– Lo que quiere decir Diego es que no puedes pretender que cambien las cosas, y que les vaya bien a los actuales dueños de las cosas -dijo Milagros-. Y sí te pasaste de chile, pero está rico.
– No está rico -corrigió Josefa.
– Está mejor que nunca -intervino Diego-. ¿No te gusta Emilia? ¿Por qué no comes?
– El anillo de Sol le abarca medio dedo -contestó Emilia-. Hasta parece que se va a ir de lado.
– ¿Y por eso no pruebas tu comida? -preguntó Josefa.
– No tengo mucha hambre.
– Come de todos modos -dijo Milagros-. Que se te guarde en una pierna para cuando no abunde.
– ¿Por qué ahora estás tan terca con eso? -le preguntó su hermana.
– Porque he leído muchos libros sobre guerras -dijo Milagros.
– No nos los cuentes -le pidió Diego-. Y tú, Emilia, por si las dudas no desperdicies. ¿Quieres un anillo como el de Sol?
– ¿Para qué lo ha de querer? -preguntó Josefa-. Ella es una niña sensata.
– Para ser insensata -dijo Milagros-. Es lógico que una niña de diecisiete años quiera ser insensata.
– No quiero un anillo como el de Sol -dijo Emilia probando su pescado.
– Pero sí quieres ser insensata. ¿Vamos al circo el viernes o ya te sientes muy grande para eso? -le preguntó Milagros Veytia.
– Vamos al circo -dijo Emilia abandonando de nuevo su pescado-. ¿Cuándo es?
– Hay una función mañana y otra el domingo. -¿De cuál circo hablas? -le preguntó Josefa.
Milagros hablaba del Circo Metropolitano. Su dueño donaría a la campaña de Madero la mitad de sus ganancias en la ciudad de Puebla.
– Si lo dice, perderá la tercera parte de su público -dijo Diego.
– Pero no lo hará. Yo lo sé porque me tocó convencerlo ayer en la noche.
– ¿Cómo lo convenciste? -le preguntó Josefa.
– Con métodos convencionales, hermana. No te apures, no puse en riesgo el decoro del apellido.
– Si alguno le queda -dijo Diego.
– La verdad es que desde el matrimonio de Josefa no nos hemos repuesto. Mira que casarse con un desconocido recién llegado del Caribe.
– Llegué del Caribe, pero no era desconocido. Aquí no sabían de mí por ignorantes. Los poblanos siempre han pensado que no existe lo que para ellos es desconocido. Pero yo era famoso en mis rumbos -dijo Diego refugiando su boca tras el oído de su mujer.
– Vámonos Emilia que aquí va a haber cónclave. ¿Me acompañas a visitar a tu suegro? -preguntó Milagros refiriéndose al doctor Cuenca.
– Sí -contestó Emilia saltando de la silla.
– Milagros, no la encandiles. Un buen día se presenta Daniel casado con una gringa y a ver cómo la curas del desconsuelo -advirtió Josefa.
– De los desconsuelos no cura nadie, pero lo que sí puede uno hacer es apacentar la esperanza. Nada más vemos si trajo carta el mensajero y regresamos -dijo Milagros que parecía la adolescente-. Anda Emilia, dale un beso a tu madre para que no vaya a secarse con tu ausencia de media hora. Nos vemos en un rato cuñado, a ver si logras tranquilizar a la nueva radical.
– No te burles Milagros -pidió Josefa.
– Lo digo con entusiasmo, hermana. Adiós -dijo Milagros jalando a Emilia, que se había regresado a meter el dedo en el caramelo del flan.
Una hora después estaban de regreso en la tibia estancia de los Sauri. No había ruido, pero las luces aún permanecían encendidas.
– Tus papás gastan luz eléctrica como si se las regalaran -dijo Milagros-. Mira que dejar todo iluminado. ¿Qué te dice Daniel?
– Ya sabes, mentiras -contestó Emilia doblando su carta hasta convertirla en un cuadrito que se guardó bajo la blusa.
Milagros se dejó caer sobre un sillón, como si acabara de bailar y estuviera rendida. Emilia se acomodó frente a ella subiendo los pies a una mecedora de mimbre y enroscando las piernas como si fueran las puntas de un pan dulce.
– Pareces víbora en esa posición -le dijo Milagros.
– Soy una diosa maya -dijo Emilia.
– Así no se acomodaban las diosas.
– Mi papá tiene una que así es -dijo Emilia, desenroscándose para ir en busca de una figura que Diego Sauri guardaba en un cajón de su escritorio y que Emilia había considerado siempre uno de los objetos más valiosos de su probable herencia.
Volvió con la escultura y se la entregó a Milagros que le dio vueltas entre sus manos.
– Vuelve a sentarte como ella -le pidió a Emilia, dejando la figurita sobre la mesa para ella misma intentar imitarla.
– ¿Algún don obtendrían con esta postura? -preguntó.
– La paz -dijo Emilia-. Al menos eso cuenta mi papá, pero ya sabes que imagina demasiado.
Al rato de oírlas hablar Josefa salió de su recámara en penumbra para unirse a la conversación. Emilia empezó a contarle cosas y una hora más tarde sus lenguas habían calentado tanto el aire que despertaron a Diego.
– ¿Qué no piensan dormir? -les preguntó a voces desde la cama-. Ya son las doce.
Sin dejar su sillón Josefa le pidió que se les uniera:
– Estamos arreglando el mundo, nos pueden servir tus consejos.
– Mis consejos les sirven siempre para hacer justo lo contrario -dijo Diego sin quitar la cabeza de su almohada.
– Pero son referencia, mi vida -le aseguró Josefa-. Ven aquí -volvió a pedirle cuando lo vio aparecer en el pasillo, como una promesa de que la conversación estaría viva por lo menos dos horas más.
– Se están llevando a los presos políticos para Quintana Roo -le avisó Milagros en cuanto estuvo sentado-. Hay muchos aterrados, ya no quieren ni salir al recibimiento de Madero.
– Mañana me presento en los clubes a informar cómo es aquello. Les temen a las serpientes y al calor, pero se puede vivir.
– Es bonito, ¿verdad papá? -le preguntó Emilia que desde niña lo había oído hablar del olor a piña y flores que despedían las solitarias islas del Caribe. No había una luz como ésa en todo el mundo, no había un perfume igual, ni pájaros ni langostas como los que habitaban ahí.
– Vamos a ir para que lo compruebes, verás cómo es verdad lo que te digo -empezó a decir Diego con el temblor de los recuerdos entre los ojos. No hablaba con frecuencia de su primera patria, pero cuando empezaba era cosa de oírlo durante horas, sin interrumpir, sin dudar, creyéndole como sólo las hijas creen en las historias de sus padres.
– ¿Tú de veras supones que el único camino son las armas? -le preguntó Josefa interrumpiendo los juegos de su imaginación.
– Yo estoy perdiendo las creencias y lo supongo todo -le contestó Diego, todavía con el verde de su isla dándole vueltas-. Cada quien tiene una idea distinta y todo el mundo tiene ideas. Vamos a ver cómo nos va con la visita de Madero. Por el momento no hay ni dónde se quede.
– Se puede quedar aquí -ofreció Josefa.
– ¿Para que a los tres días de que se vaya te lleven a la cárcel? -le dijo Milagros.
– ¿Será para tanto? -preguntó Emilia.
– ¿Por qué crees que no hay donde se quede? -le dijo su padre.
– Hace rato me dijeron que tal vez lo acepte José Bracheti, el italiano dueño del Hotel del jardín -dijo Milagros.
– Ojalá -dijo Diego-. De todos modos no hay permiso para usar ninguna plaza pública, ni para hacer reuniones en los teatros. Tal vez la manifestación tendrá que hacerse en un baldío del barrio de Santiago. A ver quiénes se atreven a ir.
– No te preocupes desde ahora -le pidió su mujer, que detestaba verlo decaído. En momentos así lo consolaba como si fuera su hijo.
– Será cosa de que nos traigas una manzanilla con anís -le dijo Milagros, que había descubierto la propensión de su hermana a poner hierbas a hervir en agua siempre que las cosas externas le parecían inmanejables.