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Diego Sauri aprovechó para buscarse un brandy y darle otro a su exhausta cuñada que volvía de investigar cómo iban las cosas para Emilia en el baño.

– Ahora, de remate, quiere ser médico -dijo Milagros tomando su copa.

Lo que siguió fue un desorden de increpaciones y preguntas. Sin inmutarse, el doctor Cuenca explicó que Emilia había cambiado las clases de chelo por las de medicina. Se habían prometido guardar el secreto por el gusto de saberse libres de observación y expectativas, pero Emilia había resultado una buena estudiante. Sumando lo que conocía de fármacos con lo que había aprendido de Cuenca, sabía para entonces por lo menos la tercera parte de lo que podrían enseñarle en la Escuela de Medicina.

– Me siento como un cornudo -dijo Diego, quejándose del secreto-. Se le va a hacer a usted el sueño de tener una hija doctora.

– Ojalá y fuera mi hija. Yo no tuve sangre para dar mujeres -dijo Cuenca cerrando la conversación en torno a Emilia para volver a su continua aflicción de los últimos tiempos: la guerra como un augurio y la prudencia como el último deber de un viejo cuya vida cruzó por el siglo más aguerrido y doloroso de la vida mexicana.

Temía lo irreversible, pero se empeñaba en moderar la precipitación de quienes aseguraban que un levantamiento en Puebla haría levantarse tras él a todo el país. No confiaba en quienes creían que sería fácil tomar cuarteles, asaltar tiendas, empujar huelgas, dejarse comer por la prisa y los excesos antes que por la mesura y las ideas. Ambicionaba la política, el quehacer político como el más generoso de los quehaceres, la paciencia y la razón por encima de la ira. Como Diego, desconfiaba de los hombres puros, de quienes estaban dispuestos a morirse y matar con tal de romper de una vez con el hábito de la paz que a él le resultaba tan preciado. No creía como otros que en México todo había sido igual los últimos treinta años. Creía que el sueño había. sido traicionado, porque la vida siempre traiciona los sueños. La república con que había soñado su generación debió ser democrática, igualitaria, racional, productiva, abierta a las novedades y al progreso. Pero él había envejecido viéndola convertirse en el reino de los grandes ricos, seguir siendo territorio de la desproporción y el autoritarismo. Era como cuando él nació, como cuando su abuelo luchó para librarla de la colonia española, una sociedad regida por el más necio catolicismo, guiada por fueros, privilegios y caciques.

Sin embargo, muchas cosas habían cambiado. El mundo era un mundo distinto al de treinta años antes. Muchas cosas no habían cambiado y muchas otras cambiaban tanto que no daba tiempo de contarlas. Había por todas partes miseria y estancamiento y entretejiendo esa desgracia, había riqueza y cambios. De remate, los viejos se empeñaban en gobernar un país que era ya el país de jóvenes para los que no había más mundo ni más pasión que el futuro.

Conversaron largo durante aquella noche de zozobras. Josefa le había puesto triple llave al portón asegurándose de que si alguien entre los seres por quienes ella respiraba quería rehacer el mundo durante las siguientes horas, lo haría desde su casa y con las pacíficas armas de la imaginación y las palabras.

El doctor Cuenca intentó irse como a las once de la noche, pero como la señora Sauri se negó a quitar la llave hasta que la luz del día siguiente hubiera corrido franca por las calles de la ciudad, él devolvió su sombrero a la percha de la estancia y aceptó un primer brandy.

No había razón para llevarse las penas a otra parte. Quienes ahí padecían el mundo eran todo su mundo además de sus hijos, y sus hijos hacía tiempo que andaban recorriendo el mundo en busca de la política y la libertad que no encontraron cerca de su casa.

XIV

Emilia Sauri no estuvo en ese concilio. Había salido del baño y cruzó el salón dejando un olor a flores y sahumerios.

– Voy a ver a mi enfermo -dijo y desapareció.

Su enfermo dormía. Revisó su pulso, su temperatura, y jaló una silla para sentarse junto a él a velarlo. Estuvo un rato mirándolo, bajo un silencio de espanto, hasta que también ella se quedó dormida.

No supo cuánto tiempo había pasado, cuando la despertó el ruido de la cerradura del portón destrabándose poco a poco. Tembló al imaginar la irrupción de aquella policía sobre cuya fuerza y barbaridades vivía oyendo, pero tras su primer temor, recordó que debía proteger al enfermo que tenía encomendado y fue hasta la puerta. Vio abrirse una rendija, vio cómo la oscuridad de la calle cortaba la tibia luz del farol sobre su patio, y se mantuvo erguida en espera de que una figura de uniforme entrara ordenándole quién sabía qué horror. Entonces, la puerta se abrió aún más y el cuerpo de Daniel, completo bajo la ropa de campesina enrebozada con que ya lo había visto aparecer otra vez, la puso a temblar como se había prometido no hacerlo frente a ningún policía.

No quisieron hablarse, vivían oyendo el eco de sus voces y oírlas ya no era desahogo para el impaciente amor de a ratos que los tenía en la vida. Emilia jugaba siempre a imaginarse desnudándolo y cuando lo hizo en la penumbra que los inundaba de sí mismos había en sus dedos una vieja destreza y en el aire que cortaba su boca una flama que ella sabía de siempre en vilo.

En la madrugada el doctor Cuenca bajó al estudio. Iba entrando a la habitación aún oscura cuando dio con el cuerpo y la voz de su hijo Daniel como un aparecido. Saliendo del amor sin resabios que los tenía tocados por en medio, los encontró a él y a Emilia todavía jadeantes y hermosos. A Emilia podían sentírsele las mejillas ardiendo y a Daniel, que no había terminado de abrocharse la camisa, el corazón le andaba como un loco.

– Quererse así hace daño -les dijo Cuenca con una sonrisa de las pocas que le había regalado al mundo durante su frugal existencia.

Dos días antes, el gobierno había detenido a Madero tras un discurso al que calificó de "conato de rebelión y ultrajes a la autoridad". Lo tenían preso en San Luis Potosí y estaban dispuestos a seguir encarcelando a todos aquellos que parecieran peligrosos amigos suyos en cada lugar de la fulminada república. Sobre todo a los viejos, a los que habían sido amigos del general Díaz en los tiempos de su republicana juventud. A ésos, por no entender, por pasarse de jóvenes, por andar de traidores, les iría peor y más rápido. De ésos era el doctor Cuenca, y sus hijos lo sabían mejor que nadie. Se habían reunido en San Antonio aun antes de imaginarse que a Madero pudieran encarcelarlo y decidieron poner a salvo a su padre, porque dejarlo en manos del grupo con que se reunía los domingos no parecía lo más seguro que pudiera preverse. Daniel había venido a Puebla para llevarlo a los Estados Unidos. Ya entre ellos, había pensado que lo mejor sería llevarse también a Milagros Veytia y con ella a los Sauri y a Emilia.

Para su desgracia sus deseos no eran órdenes y según parecía ninguno de aquellos por los que había hecho el viaje querría irse con él a ninguna parte. Ninguno salvo Emilia, que en dos horas olvidó sus deberes médicos y estaba lista para seguirlo a donde mejor lo decidiera su arbitraria cabeza.

– Cuando amanezca se habla -les dijo Cuenca para librarse al fin de la serie de razones que le daba el hijo y la serie de sinrazones que su alumna hacía militar entre sus labios.

Se acercó al muchacho herido y llamó a Emilia para que lo ayudara en la curación. Daniel prendió la bombilla de luz eléctrica que Diego había instalado en su despacho. Vio después a su padre y a Emilia entregarse a la pasión que ambos compartían. Pasó entonces de sentirse el centro en la vida de la Emilia con la que dio en la noche, a ser tan sólo un testigo intruso en ese universo de signos y términos que no sólo desconocía sino que le provocaron las primeras convulsiones de un sentimiento seco y necio: los celos lo fueron enfureciendo mientras su padre y Emilia tejían en sus narices la red de complicidades más perfecta que él podía haber imaginado. Su padre y su mujer sabían de sí mismos cosas que él ignoraba, compartían un lenguaje que no lo involucraba. Y verlos moverse y entender juntos algo que le era por completo ajeno, lo turbó hasta no saber a quién de los dos quería más o a cuál de ambos detestaba menos.

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