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Según supieron las Veytia esa tarde, en España se había proclamado la República dos semanas antes y las emociones liberales del tío lo habían obligado a quedarse hasta que la celebración deviniera tedio.

– Quién sabe lo que va a pasar en España -les dijo Diego Sauri una vez que estuvo sentado entre ellas como si fuera un viejo conocido. Y sin más se puso a contarles la fiebre republicana de algunos españoles y a disertar sobre la vocación monárquica de muchos otros.

– Yo no dudaría que en un año estén de nuevo queriendo un rey -profetizó en el tono apasionado que la política le provocó siempre, pero lidiando mientras hablaba con una pasión más tangible que sus profecías.

Quince meses después de aquella tarde, durante el diciembre de 1874, los españoles proclamaron rey a Alfonso XII y Diego Sauri se casó con Josefa Veytia en la iglesia de Santo Domingo, que aún dormita a dos cuadras de la plaza principal, en la muy noble ciudad de Puebla.

II

Presos en el escándalo de la vida, los Sauri gozaron diez años de pausado y bien avenido matrimonio sin que el azar o la fortuna les dieran la sorpresa de un hijo. Al principio habían estado tan ocupados en sí mismos que no tuvieron tiempo de turbarse porque sus eufóricos encuentros diarios no tenían más consecuencia que la paz de sus cuerpos. Empezaron a preguntarse por una criatura sólo cuando se conocían tan bien uno al otro que con los ojos cerrados él podía evocar la forma y el tamaño preciso de cada una de las pequeñas y limpísimas uñas en que terminaban los pies de su mujer, y ella podía decir con su memoria la exacta distancia entre la boca y la punta de la nariz de su marido, mientras trazaba con su dedo en el aire las curvas de su perfil. Josefa sabía que la blanca hilera de dientes con que sonreía Diego Sauri, por igual que pareciera, tenía un matiz distinto en cada diente. Y él sabía que su mujer, además de ser una especie de diosa regida por las leyes de una intensa armonía, tenía muy alto el paladar y las anginas invisibles.

Acaso les quedaron resquicios desconocidos, pero no muchos más de los que cada quien desconoce de sí mismo. Así que se dedicaron a buscar la llegada de un hijo que les contara lo que ni ellos imaginaban de sus deseos y sus alcurnias. Seguros de que habían hecho todo lo necesario para engendrar un ser humano sin conseguirlo, decidieron intentar lo que siempre les había parecido innecesario: desde beber infusiones de una yerba llamada Damiana por Josefa Veytia y Turnera diffusa por los conocimientos botánicos de Diego Sauri, hasta contar las lunas para conocer los días fértiles de Josefa y enfatizar entonces la pasión de sus cuerpos que de tanto empeño se habían puesto aún más briosos y precipitados que de costumbre.

Todo esto, apoyándose en las consultas y siguiendo los consejos del doctor Octavio Cuenca, un médico con el que Diego había intimado la primera tarde rojiza que pasó en la ciudad de Puebla, y al que con los años y los descubrimientos compartidos quería como a un hermano con jetatura.

Desde que la menstruación sorprendió la precoz adolescencia de Josefa Veytia, un fiero y venturoso mayo, hasta esas fechas, ella había recibido la roja visita con la luna en cuarto menguante, así que a los trece días de esa luna, Diego Sauri cerraba la botica y ni el periódico leía durante los siguientes tres. Sólo descansaban de su intensa labor creadora para que Josefa diera unos tragos enormes del agua en que hervía por dos horas el bulbo de unas flores parecidas a los lirios, que la yerbera del mercado llamaba Oceoloxóchitl y su marido Tigridia Pavonia. Él había encontrado su nombre científico y la descripción de sus efectos curativos en el libro de un español que en el siglo XVI recorrió la Nueva España haciendo el recuento de las plantas usadas por los antiguos mexicanos. Su corazón había latido más rápido mientras leía: “Algunos dizen que si las beuen las mugeres les ayuda a concebir". Entonces puso sus esperanzas en los conocimientos de los indios, porque empezaba a perderlas en los de los médicos y las sustancias que él mismo preparaba en su botica. Había tomado y hecho tomar a su señora cuanta píldora encontró sobre la tierra, y empezaba a sentirse harto de vivir con las esperanzas como un hielo, paralizándole hasta la placidez de los días que la ciudad les regalaba.

Vivieron varios años regidos por la desazón de que sus cuerpos, tan hábiles para encontrarse, no lo eran para salir de sí mismos, hasta que un día trece, Josefa se vistió de madrugada, y cuando su marido abrió los ojos al deber de hacerle un hijo, encontró vacío el lugar que ella entibiaba con su cuerpo en el lado izquierdo de la cama.

– Ya no juego -dijo al verlo entrar a la cocina, buscándola con el asombro todavía en la cara-. Abre la botica.

Diego Sauri era uno de esos extraños hombres que respetan sin preguntas los designios de la autoridad divina encarnada en su mujer. Le había costado mucho tiempo de estudio su condición de agnóstico, había incluso convencido a Josefa de que Dios era un deseo de los hombres, pero contaba con el Espíritu Santo que presentía entre las sienes de aquella dama. Por eso fue a vestirse y bajó a olvidar la pena entre los matraces, las balanzas y los olores de la botica que atendía en el primer piso de su casa. No volvió a pedirle nada hasta varios días después. Un amanecer, cuando la luz empezaba a hundirse en la tiniebla de su recámara, se atrevió a preguntarle si quería que lo hicieran porque sí. Josefa asintió, recobró la paz y no se volvió a hablar del, hijo. Poco a poco, hasta creyeron que sería mejor de aquel modo.

En el año de 1892, Josefa Veytia era una mujer de treinta y tantos que se había acostumbrado a caminar con la espalda orgullosa de una bailarina de flamenco, que despertaba siempre con un plan nuevo en la cabeza y se dormía siempre después de haberlo llevado a cabo, que coincidía con su marido en la hora de los deseos y jamás le negó el placer de saberse acompañado en el juego que tantos hombres juegan solos. Siempre tenía entre los ojos hundidos y redondos una pregunta, y en el borde de sus labios la paz contagiosa de quien no urge las respuestas. Usaba el cabello levantado sobre la nuca altiva que a Diego le gustaba besar a media tarde, como un anticipo de la luz con que su cuerpo desnudo iluminaría el anochecer. Por si fuera poco, Josefa tenía el don que equilibra la necesidad de las palabras con la premura de los silencios. Las conversaciones entre ellos no se morían nunca. A veces hablaban hasta la medianoche como si apenas acabaran de conocerse y otras los despertaba el alba urgidos de contarse el último sueño.

La noche en que descubrió que la luna había crecido al doble del tamaño que tenía siempre cuando la primera mancha roja sobre sus blanquísimos calzones le anunciaba el tormento que eran sus menorragias, Josefa inició el coloquio diciendo que sentía miedo. Ella no conocía nada más puntual que su agónica menstruación: faltaban tres cuartos para las once de la mañana cuando por primera vez la sintió correr entre sus piernas, un sábado cinco de mayo en que la ciudad toda temblaba de olor a pólvora y orgullo, poco antes de iniciarse un simulacro de guerra con el que se festejaba el triunfo sobre el ejército invasor francés, varios años atrás. Cuándo la campana mayor de catedral sonó ronca para anunciar que había llegado la hora del combate, ella y su hermana Milagros estaban en el balcón, saludando con pañuelos a los grupos de tropa y pueblo armado que atravesaban las calles para cubrir las trincheras y las alturas de los templos. El mundo de entonces tenía el hábito de la guerra, y celebraba los grandes peligros como un vértigo de la costumbre. Como parte de ese mundo, Josefa sintió correr la sangre por sus muslos y en lugar de aterrarse giró en redondo gritando: "¡Estoy herida, pero no me pienso rendir!"

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