Soltó al aire un juramento que hizo persignarse a Consuelo y se metió a bañar en busca de olvido y alivio para su sensación de traicionado.
Salió de la casa quince minutos antes de que Emilia volviera buscándolo para hablarle de las condiciones de pobreza y abandono en que estaban los hospitales, para decirle que la gente se moría de tifo y que el tifo daba por hambre y que si él y su guerra no sabían cómo arreglar tantos entuertos para qué se habían metido a intentarlo. ¿De qué demonios había servido la revolución?
No encontró para recibir todas sus preguntas más que una nota breve sobre la mesa del comedor diciéndole que estaría en el Hotel Nacional a partir de las cuatro. Ni un beso le dejaba en el papelito con su firma. Lo imaginó furioso, se regañó por haberlo dejado, luego se dio la razón, no podía convertirse en soldadera, ella también tenía quehaceres y destino, había hecho bien en ir a buscarlos. Comió un plato de sopa y se maldijo de nuevo, después subió las escaleras y se dedicó a cepillarse la cabeza para ver si se le aclaraban las ideas. El rito, siempre asociado a los consejos de Josefa, hizo que la extrañara como nunca. ¿Qué estaría haciendo a las dos de la tarde de ese viernes? ¿Comería frente a Diego hablando del país y de su hija como de dos imposibles? Llevaba dos años sin verlos, pero los cargaba a todas partes, la seguían en sus gestos, en sus furias, en su debilidad, en su esperanza. Los encontraba al verse en el espejo, al repetir el gesto de cansancio con que su padre se frotaba los ojos, al tararear la cancioncita que su madre chiflaba mientras se consumía en busca de algo extraviado, al pronunciar una frase de asombro, al guardarse una de dolor, al ir viviendo. ¿Qué tan canosa estaría la tía Milagros? ¿Quién ganaría el torneo mensual de ajedrez? ¿Cuántos poemas nuevos tendría Rivadeneira? ¿Sería verdad lo que le contaba su padre, Antonio Zavalza los visitaba a diario? ¿Tendría que agradecerle eso también?
Admitió que añoraba su mundo: la sopa de su madre, la música de su padre, los pequeños litigios de ambos, los cuentos de Milagros, los brazos de Zavalza, capaces de espantar el demonio de sus nostalgias. Nunca pensó que alguna vez le haría falta ese abrazo a sólo siete horas de haber dormido con Daniel. Un rubor le tomó la cara desprevenida, qué inconsecuencia la suya: extrañar a Zavalza. Como si el mundo no estuviera sobrado hasta el hartazgo de disparates. Dejó el cepillo. Coqueteándole al espejo se ató el pelo a la nuca y dio un pellizco en cada una de sus mejillas. Luego, con la cabeza todavía colmada de añoranzas, salió en busca de Daniel preguntándose si tendría una remota idea del tamaño del universo al que había abdicado para ir tras él.
XXV
Dispuesta a esperar que Daniel apareciera, Emilia Sauri se acomodó frente a una mesa, le sonrió condescendiente al mozo que le llevó café y se aisló de ese rincón perdiéndose en otros.
A ella, que había crecido en un ambiente poblado de conversaciones, el soliloquio se le había hecho un hábito placentero tras tanto viajar y vivir sola. Apenas conseguía un rato sin quehacer, su cabeza se convertía en una feria de recuerdos y fantasmas que jamás se conocieron en vida, pero que ella tuvo la cortesía de presentar y hasta volver amigos. No sabía bien ni en qué momento había empezado a manifestarse aquel conjunto de presencias que conversaban entre sí frente a ella, pero había parejas sin cuyas conversaciones y consejos no hubiera podido vivir. Una de ésas, la que hacían el difunto doctor Cuenca y la señorita Carmela, su maestra en la primaria. La memoria de tan nobles difuntos se empeñaba siempre en discutir dentro de su cabeza los defectos y cualidades de Daniel. El doctor Cuenca, que en vida defendió poco a su hijo de los embates que Emilia quiso hacerle, de muerto llegó a crear una inconmensurable lista de elogios para su muchacho. En cambio, la señorita Carmela, que vio en Emilia a la hija que no pudo darle su irremediable soltería, era la encargada de enlistar los defectos del muchacho siempre que Emilia tenía tiempo y ganas de oírla.
Empezaba a llover cuando la discusión llegó a un grado tal de encono entre los contendientes que Emilia ya no quería seguir escuchando. Esa tarde, ante las acusaciones de egoísmo y frialdad que la señorita Carmela utilizó para criticar a Daniel, porque a veces hablaba con una voz metálica que aunque no dijera nada hostil lo convertía en el hombre más hostil del mundo, el doctor Cuenca había sacado a relucir el virtuosismo con que el muchacho metía sus dedos en la tibieza del pubis que dormía con Emilia y se lo acariciaba hasta despertarle completo el cuerpo y hacer que de su garganta brotaran como luces las más extraordinarias onomatopeyas.
Segura de que ambos tenían razón, Emilia trató de ahuyentarlos agitando la cabeza como si ésa fuera la única parte de su organismo que entonces le estorbara. Cuando volvió en sí tenía las piernas cruzadas bajo el vestido y una mano sobre la otra para detenerse la ira que empezó a provocarle estar de nuevo esperando, con el ansia de siempre, la llegada impuntual de aquel extravagante con quien iba por la vida. Entonces vio entrar al comedor a un hombre delgado de ojos oscuros y rizos morenos que jalaba con elegancia de una traba a la que iban atados cinco baúles con ruedas. Lo vio de lejos acercarse y hablar con uno de los meseros. Vio cómo la cara del mozo cambiaba poco a poco con las palabras de aquel hombre y luego vio salir al cocinero que sonreía como en fiesta.
– El señor va con su biblioteca hasta la despensa del patio -le dijo a voces a un muchacho destinado a enseñarle el camino y ayudarlo con su equipaje.
Emilia se preguntó cuál sería la encomienda que un hombre así tendría que cumplir en el fondo de una cocina, cuando oyó a los meseros decir que por fin había llegado al hotel alguien capaz de componer el refrigerador.
Frente a la mesa en que bebía despacio un café frío, Emilia vio desfilar a una procesión rumbo a la cocina y la siguió.
Llegando ahí, todos se colocaron alrededor del nuevo huésped, frente al gran refrigerador vacío. El hombre abrió un maletín pequeño en comparación con sus baúles, pero grande en comparación con su figura que parecía hecha para no cargar nada jamás, y sacó un desarmador, unas pinzas, una llave inglesa, unos cables eléctricos. Después, abrió dos de los baúles que llevaba parados sobre ruedas y exhibió dentro cuatro libreros perfectos. El tiempo empezó a correr sobre la curiosidad general y la parsimonia con que el hombre se hundía en los libros y hurgaba como un médico en las tripas del refrigerador, que no servía desde mil novecientos trece, año en que hasta el último experto en aparatos eléctricos salió del país rumbo a Cuba. Una hora y varias consultas después, el refrigerador empezó a zumbar como un avispero y todos los que lo conocieron en salud coincidieron en que había recuperado su voz de siempre.
– ¿Usted de dónde es experto en refrigeradores? -le preguntó Emilia al señor de los baúles.
– Yo soy experto en libros -contestó él-. Me llamo Ignacio Cardenal. Es un placer conocerla -dijo inclinándose hasta la mano de Emilia.
– Emilia Sauri, para servirle -dijo Emilia.
– ¿Para servirme? Tenga cuidado con lo que dice.
– Es un modo de hablar, como decir mucho gusto -explicó Emilia deslumbrada con las maneras de aquel señor tan raro.
– Yo vengo de España -dijo el señor Cardenal- y ahí no se entiende así.
– Entonces me desdigo.
– En eso parece usted española.
– Soy mezcla -dijo Emilia.
– Buena mezcla -contestó Cardenal-. ¿Así les han quedado las demás?
– Ha habido de todo. Como en las enciclopedias -dijo Emilia.
– ¿Usted sabe de enciclopedias?
– Mi padre tiene una que adora y que me heredó en vida. Pero yo no la quiero tanto como usted a la suya: la dejo en mi casa cuando salgo de viaje.