Tengo la fortuna de que ésta sea mi hermana, pensó Josefa aquel domingo mientras la veía pasear a su hija como si fuera una muñeca con la que se puede juguetear.
En sus brazos la niña iba y venía entre señores, cada vez con menos cobijas y más ruido, cuando la sala con todo y su descalabrado candil tembló completa. Jalando la falda de Milagros, despeinado y furioso, Daniel Cuenca había gritado con tal fuerza para exigir su parte de niña, que los adultos enmudecieron por un segundo y el juguete de los Sauri se puso a llorar.
Avergonzado, el doctor Cuenca se acercó a Daniel y con una de sus elocuentes miradas de reproche le exigió que pidiera perdón, usando un tono seco que implicaba su propia disculpa por tener un hijo así.
– No tiene ni cinco años, doctor -alegó Milagros Veytia revocando el reproche con el anís de su aliento. Luego, con la mano que le quedaba libre tomó la del niño y huyó por la imprevista pero perfecta brecha que le abrían todos aquellos hombres cargados de libros, cigarros, rapé francés y prejuicios científicos.
– Miren a Milagros con un niño en cada brazo -pidió el poeta Rivadeneira. Y recordando un juego que consistía en dar con versos ajenos en los que poner los propios sentimientos, le preguntó al verla pasar:
– ¿Qué te parece, Lucero/la fuerza de mi desdicha?
– A no tener mi valor, pienso que el vuestro envidiara -le contestó Milagros siguiendo su camino.
En tres pasos llegó a la puerta donde Josefa la esperaba meneando la cabeza. Nada más la tuvo cerca y le extendió a su hija con el brazo en que la niña se mantenía dando de gritos. Luego, sin soltar a Daniel, caminó hacia una recámara en silencio. Ahí Josefa se acomodó en un sillón y puso a Emilia a la altura de los ojos del niño que en cuanto la tuvo cerca, se inclinó hasta casi rozar su frente y le pidió perdón por haberla asustado.
– Lo único que nos faltaba, un seductor de cuatro años -dijo Milagros.
Al oírla reír, Daniel se enderezó, borró de su gesto la placidez de la curiosidad satisfecha, dio la vuelta y salió corriendo.
Josefa desabrochó hasta la cintura los botones de su blusa, mandó a su hermana de vuelta a la reunión y se dejó beber por la niña que aún suspiraba contra su cuerpo.
Había un goce recién conocido en aquella ceremonia. Josefa estaba hundida en él, cuando sintió una mano apoyarse-sobre su pecho desnudo. Abrió los ojos y encontró a Daniel Cuenca con la cara encima de la niña que se prendía a su pezón. Apenas se sintió visto, Daniel se alejó caminando hacia la puerta, sin darles la espalda. Josefa lo vio desaparecer y al poco rato aparecer en el jardín frente a la ventana. Había terminado de cerrarse la blusa y se levantó de la mecedora fingiendo no verlo.
– Los hombres son así desde que nacen -le comentó a su hija Emilia mientras la acomodaba en su cesta-. Quieren todo, pero no lo saben pedir.
La niña se dejó envolver en las cobijas como si buscara dormirse para descifrar un enigma. Pero ni ése ni otros muchos dormitares consiguieron alejarla del embrujo que las reuniones de aquella casa provocarían en su espíritu. Esa tarde conoció el desasosiego de sus habitantes, y desde entonces la perturbó la efervescencia que regía la vida de sus domingos.
IV
Sauri ocupaba parte de una antigua mansión colonial que sobrevivió con heroísmo a los once sitios padecidos por la ciudad de Puebla durante los primeros sesenta años del siglo XIX, y a la división de sus tres patios en los centros respectivos de tres casas distintas. Fue la única herencia de Josefa Veytia, y con ella le bastó para ser la más satisfecha de todas las mujeres que algo heredaron por esos tiempos. Tenía una larga historia, pero Josefa la recibió sin conocer más que la última. Don Miguel Veytia, el hermano de su padre, aficionado a los toros y las peleas de gallos, cuya más entrañable propiedad era una tienda de libros sobre el portal de Iturbide, tuvo una encandilada tarde de abril el atrevimiento de apostársela al valor de un gallo pinto. Su amigo de jaleos y dominó, un español sin escudos que era el mayor comerciante de la ciudad por ahí de mil ochocientos ochenta y uno, se empeñaba en denostar la bravura de tal gallo.
– Ese animal se ve muy indio -había dicho el español mordisqueando un cigarro.
– Por eso es más bravo -le contestó Veytia, que todas las noches jugaba a los dados con el comerciante y tenía establecida con él una eterna polémica empeñada en dilucidar qué sangre era más valiente, si la de los indios o la de los españoles.
– ¿Le apostarías tu tienda con todo y libros? -preguntó el español.
– ¿Qué apuestas tú? -respondió el tío de Josefa.
– Mi parte de la Casa de la Estrella -dijo el español, sacando de su bolsa la vieja escritura de la casa fragmentada.
Miguel Veytia aceptó el acuerdo dándole la mano a su amigo y disculpándose porque él no acostumbraba cargar por todas partes las escrituras de su librería. La fortuna hizo que el gallo indio clavara el pico cuatro segundos después que el colorado, y que el peninsular aquel estuviera tan lleno de alcohol como una bota de cuero. Nadie ha cumplido una apuesta con tanto rigor. Por más que don Miguel se empeñó en no aceptarlo, el título de propiedad de la Casa de la Estrella fue puesto en la bolsa de su saco una y otra vez por la contumacia de su amigo. Veytia terminó por aceptarlo, pensando en que al día siguiente podría devolvérselo sin reparos al comerciante mesurado y sensato que era aquel asturiano cuando estaba en sus cabales. Por desgracia para tan leal apostador no hubo día siguiente. Antes de la madrugada discutió con la navaja de alguien más borracho y mejor armado.
– Díganle a Veytia que se quede con la casa -fueron sus últimas palabras.
Mientras lloraba la pérdida de su bullicioso compañero de ferias, Miguel Veytia mantuvo las escrituras en un cajón y se olvidó de ellas. Pero cuando Josefa su sobrina dio en enamorarse del recién llegado Diego Sauri, el honorable coleccionista de cajas y experto en libros antiguos no encontró mejores dueños para la Casa de la Estrella que esos dos jóvenes poseídos por un fuego del que su memoria encanecida guardaba algunas cenizas. Gracias a ese regalo, la sociedad conyugal formada por Josefa Veytia y el boticario falto de pesos que era Diego Sauri, inició sin mayores abismos económicos la indescifrable travesía del matrimonio. No se sabía bien a bien de qué vivirían, pero al menos ya tendrían en dónde vivir.
Los Veytia descendían de un señor Veytia que emigró de España para ayudar a la fundación de la ciudad en el año de 1531. Y desde que aquel primer Veytia se había atrevido a cruzar el océano del modo en que se cruzaba por esos años, todos los que heredaron su apellido, con la reciente excepción del tío Miguel, heredaron con él la certeza de que Puebla era el mejor lugar para vivir y morirse que ser humano alguno pudiera escoger. Así que ninguno tuvo jamás entre sus ambiciones la de viajar y nadie, en trescientos cincuenta y dos años, había tenido la ocurrencia de emprender una luna de miel que acarreara el peligro de perder de vista los volcanes. Sabiéndolo, Josefa guardó en secreto los planes viajeros en que la involucraba Diego Sauri, guardándolos hasta que la Santa Madre Iglesia le hubiera impuesto la obligación de obedecer a su marido antes que a nadie. Como no se les ocurrió ningún lugar cercano al que partir el mismo día de la boda, Josefa pasó la primera semana de amores con Diego en la semivacía y soleada Casa de la Estrella.
Toda la ciudad supo que en ocho días la pareja Sauri Veytia no salió de la cama y que Josefa no fue ni para abrirle la puerta a su madre, cuando al cuarto día esa mujer que se consideraba un dechado de prudencia tuvo el arrojo de llamar para asegurarse de que vivían. La recién casada se había asomado al balcón con la melena suelta y cubriéndose sólo con la camisa blanca que su marido llevaba puesta durante la boda, y había dicho para que la oyeran hasta las nubes, que no podía bajar.