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Oyó entrar a los soldados maldiciendo su nombre y se encogió tras la ropa que los sables picoteaban en busca de su cuerpo, tembloroso por primera vez. Era un viudo todavía joven y necesitaba vivir hasta viejo. Así que en esa inolvidable tarde de martes, le prometió a la Virgen que tomaría los hábitos si lo salvaba de aquel infortunio. Cuando los hombres abandonaron el, planchador y el alma le volvió al cuerpo, él tembló otra vez recordando su descabellada promesa: tendría que hacerse clérigo y su hija Manuela sería la hija de un cura.

Quizás para vacunarse contra semejante promesa, Manuela se casó con Juan Cuenca, un hacendado liberal, de piel morena y ojos brillantes, que al reírse enseñaba unos dientes tan grandes que ni con la boca cerrada disimulaban su presencia. Juan Cuenca era dueño de tierras fértiles, ríos y ganado en cantidades tales que podía mantenerse a salvo sin la ayuda de Dios. Así que se daba el lujo de ser un incrédulo confeso y una persona confiable a pesar de su prominente dentadura y sus largos silencios. Hizo con Manuelita un matrimonio sosegado y sin reproches, del que nacieron diez hijos. Octavio fue el tercero y quiso ser médico. Pero no pudo librarse de la guerra que durante casi todo el siglo XIX persiguió la vida de su país, así que estudió medicina en la Universidad de Jalapa, sólo para terminar convertido en médico del ejército juarista.

Jacobo Esparza, su compañero de estudios, fue también su compañero de armas. La primera vez que Octavio Cuenca lo acompañó a su casa, descubrió los labios brillantes y la implacable lengua de su hermana menor. María Esparza tenía entonces dos años y se había dado una de las muchas libertades domésticas que se dio en la vida: estaba en mitad del corredor, entre los helechos y los geranios, chupando una paleta roja, sentada en una bacinica. Casi dos décadas después, tras muchos estudios y varias guerras, creyendo que sabía todo del amor y sus trasiegos, Octavio Cuenca volvió a encontrarse con ella entre las plantas de la casa inmutable:

– Ya cásate conmigo doctor, te estás haciendo viejo -le propuso.

– Tengo un hijo con otra mujer y te llevo veinte años -contestó el doctor Cuenca.

– Ya lo sé -dijo ella-, por eso te estoy apurando.

La casa del doctor Cuenca tenía una gran puerta de madera tallada, presidida por un aldabón de hierro que hacía sonar sus golpes por el jardín y el corredor hasta que llegaban a la cocina, donde alguien interrumpía su ajetreo para correr y abrirle a todo el que tocara. Era una casa que tenía la puerta cerrada porque en Puebla las puertas siempre se han cerrado, como si un continuo temor al mundo de la calle cercara las moradas. Pero en la práctica, la puerta de esa casa podía considerarse abierta, como están abiertas las puertas en los pueblos de la tierra caliente. Todo el que llamaba tenía derecho a entrar y buscarse un sitio entre los árboles del jardín, una silla en la sala junto al piano o un lugar en el comedor frente a la sopa de arroz.

Era una casa por la que solían correr niños haciendo ruido y en la que los adultos tenían su encuentro semanal sin inmutarse demasiado por los pleitos o las dichas escandalosas de las criaturas. Así que era ideal para las parejas con hijos en edad de romper cosas y almas en edad de conversaciones inteligentes. Por eso y por razones de simple afinidad, los Sauri pasaron ahí muchos de los más claros domingos de su vida.

La primera vez que los Sauri llevaron de visita a su hija Emilia, la niña tenía tres meses y no hacía más gracia que sonreír y mover las piernas cuando la poseía lo que su padre consideraba un desmesurado gusto por la vida. Josefa llegó a la reunión de aquel domingo con el gesto de quien esconde algo excepcional entre los brazos. Su marido iba delante de ella cargando una canasta forrada de organdí, con la que entró golpeando las piernas de la gente a la que saludaba. Los guiaba Salvador, el primer hijo de la pareja Cuenca Esparza, un muchachito de once años, conversador y vivaz, que compensaba la ausencia de su madre queriendo a su padre por partida doble. Los seguía, empeñado en indagar qué cargaba Josefa con tanto cuidado, Daniel, el menor, un niño de ojos indecisos entre el café y el verde en cuya mirada burlona el doctor Cuenca evocaba a María Esparza. Lo había llamado Daniel, como ella alcanzó a pedirle, y había puesto su crianza en manos de Milagros Veytia, como ella le rogó que hiciera. María Esparza quiso a Milagros como se quiere a las amigas con las que se comparten varias predilecciones esenciales y una labia capaz de contar hasta el último secreto. Cuando vio acercarse la muerte, una sola obsesión le había llenado la boca: dale el niño a Milagros.

El doctor Cuenca le juró que así sería y mientras su hijo fue un bebé permitió que Milagros lo tuviera con ella, pero en cuanto supo que ya no la necesitaba para cambiarle los pañales o llevarle la cuchara a la boca, lo quiso de regreso para enseñarlo a ser hombre con los mismos rigores con que enseñaba a Salvador.

En secreto, Milagros lloró durante meses, dijo una maldición diaria y retardó la entrega cuanto pretexto pudo inventar. De tanto haber hablado con su amiga, conocía de más al doctor Cuenca, así que supo desde el principio que poco le serviría mostrar su enojo, y como era respetuosa de la paz de los muertos, se guardó de apelar a los designios de María, para no convocarla a un litigio tardío con su marido. Devolvió al niño tras su tercer cumpleaños y no aceptó a cambio ni el discurso de agradecimiento que el doctor intentó darle.

– ¿Puedo quedar como su tía? -preguntó al desprenderse de su mano.

– Será un honor para nosotros -le dijo Cuenca, devolviéndole con aquello el derecho a intervenir en su destino.

En el uso de ese derecho y porque seguía siendo el cobijo del niño, Milagros lo consentía de más y lo corregía de menos. Esa tarde, previendo los riesgos que podía acarrear su espíritu indagador, le pidió que tuviera cuidado porque dentro de la cesta iba una niña. Por toda respuesta, Daniel jaló la punta del envoltorio que cargaba Josefa y le ofreció a Milagros la sonrisa más seductora que hombre alguno podría brindarle.

Detenida en el umbral del salón, Josefa buscó a su marido con los ojos, hasta encontrarlo en el centro de la tertulia, con la canasta en los brazos y un discurso político en los labios. Lo llamó desde lejos. Sin moverse de su lugar, Diego Sauri le pidió que entrara a la sala, pero ella permaneció en la puerta, dilucidando si debía enfrentar el bullicio humeante de aquel salón. Mientras tanto, el niño Cuenca jaló otra vez de la cobija que escondía a la chiquita y la sacó a relucir quisiera o no su aturdida madre.

El poeta Rivadeneira, un hombre de gesto desencantado y facciones de animal fino, a quien mantenía en vilo su pasión por Milagros Veytia, se acercó a mirar el tesoro de los Sauri y encontró que la niña se parecía a la tía. Había acabado por entender las razones que Milagros le dio para no casarse con él ni con nadie, pero si no hubiera sido así, las habría aceptado de cualquier modo como algo fatal contra lo que no valía la pena rebelarse, y de lo que nunca le sería posible escapar. Por eso ya no intentó el amor en otra parte.

Milagros quitó a la niña de los brazos en que la protegía su hermana y se encargó de que recorriera el salón levantada por el aire. Todo en esa sala olía al mundo de los hombres. Las pocas mujeres que discurrían entre ellos, era porque se habían hecho al ánimo de parecérseles en el modo de razonar y equivocarse. No porque ése les resultara el mejor de los modos, sino porque tenían claro que el mundo de los hombres sólo se puede penetrar portándose como ellos. Lo demás genera desconfianza.

La misma Josefa Sauri, que tanto y tan bien hablaba a solas con su marido, se consideraba fuera del reino masculino que presidía esas tertulias. Eso no le importaba gran cosa, porque se sabía representada por los bríos de aquella hermana suya, inasible como una exhalación, que prefirió negarse al matrimonio antes que abandonar lo que juzgaba el privilegio de vivir como los hombres.

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