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Una mujer de su vagón llevaba cuatro días tirada en el piso con la cabeza entre las piernas, cuando a ella se le habían agotado los analgésicos la primera mañana, y las palabras el tercer día de verla sufrir. Maldijo su estancia en Chicago diciéndose que no había sido la mejor manera de aprender una medicina para vivir entre pobres, y con todas sus fuerzas invocó algún conocimiento con el que pudiera sacarse cura de la nada. Pero no encontró más que lo que había agotado ya, así que se acuclilló junto a la mujer que se quejaba tan quedo como aprenden a hacerlo quienes saben de siempre que su deber es no dar molestias, para acompañarla como única solución. Ahí estaba, sintiéndose más incapaz que nunca, cuando se les acercó una vieja pequeña y medio encorvada, diciendo que ella podría hacer algo. Emilia la miró segura de que tendría motivos para decirlo y se hizo a un lado con eso que en los últimos días había dado en considerar su inútil sabiduría de gabinete, para dejarle paso a la magia de la anciana. Con toda solemnidad, le dio su nombre y preguntó si podía quedarse cerca, para mirar. La curandera asintió con la cabeza como quien se espanta una mosca y quitándose el rebozo mostró dos manos fuertes y jóvenes que no parecían tener relación con la pequeñez y la aparente debilidad de su cuerpo envejecido. Con esas manos, con la nada que parecían tener entre ellas, empezó a sobar la cabeza de la enferma, muy despacio, como si buscara lugares precisos en los que detener la suavidad de sus dedos. Luego bajó a la nuca, a los párpados, a un hueco entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, a un punto exacto en las plantas de los pies en el que se detuvo más tiempo que en ninguna otra parte. Poco a poco la mujer dejó de quejarse y por fin consiguió el sueño que no había conocido en las últimas noches.

Acuclillada frente a la anciana con una devoción ostentosa, Emilia la miraba como si quisiera meterse dentro de ella.

– ¿Sabe usted acupuntura? -le preguntó a la mujer que parecía regresar de otro mundo.

– Yo me llamo Teodora, esto no sé cómo se llame -contestó la vieja volviendo a cruzarse el rebozo sobre el pecho.

– ¿Me enseña? -imploró Emilia.

– Lo que puedas aprender -respondió la anciana.

Al poco tiempo habían hecho pareja. Emilia iba tras la vieja por el destartalado tren, con la misma fiebre que había puesto al seguir a cualquiera de sus otros maestros, y no había detalle que se le fuera, ni pregunta que se callara, ni duda que Teodora no supiera acallarle.

– Es cosa de irle sintiendo -decía cuando Emilia sacaba a relucir nombres que la vieja ignoraba o dudas para las que según su saber no había más respuesta que la voluntad imponiéndose a la nada. A veces Emilia desesperaba, porque Teodora iba demasiado rápido y daba por sabidas demasiadas cosas. En una de ésas la mujer le preguntó cortante:

– ¿Te pregunto cómo le haces para coser agujeros? Se mira y se aprende, no hay más.

Luego se dispuso a suturar la herida de un enfermo, cosa que hasta ese momento había sido responsabilidad en todos los casos de la suave señorita del vagón amarillo.

Entretenían los días aprendiendo una de la otra cuanta cosa podían enseñarse. Emilia diría siempre que en ese intercambio ella consiguió la mejor parte. Sin embargo, Teodora la trataba con la deferencia que se debe a quienes saben muchas cosas de algo que siempre se ha querido saber.

Adivinar cuánto creería de todo eso que le oyó contar sobre los últimos descubrimientos científicos, la posibilidad de que los seres humanos guardaran sus principales emociones en el cerebro y no en el corazón, la importancia de los antisépticos y el agua limpia, las maravillas de la anestesia y otras modernidades, pero el caso es que tampoco ella se consideraba injustamente favorecida por el intercambio. Sentía por la muchacha un respeto equiparable al que Emilia sintió por ella tras verla trabajar la primera vez, y por eso le iba enseñando sus tesoros, sin menosprecio de los de ella, pero segura de que le harían falta para completar los delirios de su encendida vocación curadora. Poco a poco logró adiestrarla en su arte capaz de conjurar algunos males del cuerpo con la pura sabiduría de los dedos, y le fue regalando un montón de pequeños y grandes conocimientos de esos que Maimónides hubiera registrado ferviente de haberlos escuchado.

Al hablarlo con Daniel, Emilia llamaba curso de medicina itinerante a su venturoso encuentro con Teodora, y le agradecía cuatro veces por noche que la hubiera hecho seguirlo en un viaje tan fructífero. Daniel la veía cada tarde más flaca y más desarrapada, pero más intrépida que la anterior, cruzando frente a las desgracias que los primeros días la horrorizaban, con un respeto silencioso y una congoja austera que había aprendido a no externar, la veía hacer a diario el intento de peinarse los cabellos mugrosos, de limpiarse la cara o sonreír a ratos como si el mundo no estuviera desbaratándose, y entendió que la iba queriendo para siempre, como no querría nunca a nadie más.

XXIII

La máquina de vapor y sus vagones haciendo tras ella un escándalo de gitanos, llegaron a las cercanías de la ciudad de México como a las tres de la madrugada de un miércoles, a principios de junio. El aire aún oscuro latía generoso y tibio en la cara que Emilia sacó por la ventanilla del vagón para sentir el amanecer contra sus párpados, la brisa despeinándola, el rocío como una premonición del altiplano. Al fondo, dibujados en la oscuridad, estaban los volcanes, vigilando el desastre que corría por esa tierra. Emilia siguió el contorno de sus figuras. Por grande que fuera un desastre, si ahí estaban ellos para contemplarlo, habría un remedio.

El periplo del tren fue tan accidentado que sus tripulantes hubieran merecido una bienvenida como romería. Pero sólo los esperaba en la estación su propio ruido y el cielo aclarándose poco a poco. Daniel, que a veces conseguía dormir como quien se muere, no perdió la modorra sino hasta que el tren dejó de arrullarlo con su estrépito. Abrió los ojos y vio a Emilia cerca de la ventana, con los brazos apoyados sobre los hombros de la pequeña Teodora, hablando en secreto como si fuera posible que aún les quedara algo por decirse.

Tras cuchichear un rato se abrazaron. Emilia besó a Teodora en las mejillas y se soltó llorando con una naturalidad que siempre provocaba en Daniel la misma mezcla de impaciencia y sonrojo. Ella daba poco con el llanto, pero cuando se lo permitía lloraba como quien se ríe, sin inmutarse ni por la opinión ajena, ni por el tiempo que pudiera llevarle salir de su congoja. Así la habían enseñado a llorar en su familia y si no hubiera sido por las quejas que Daniel soltaba cuando la veía hacerlo, jamás se le hubiera ocurrido pensar que su conducta era censurable.

Al verla iniciar aquel homenaje de adiós, Daniel abandonó el piso que le servía de cama, se pasó las manos por la cabeza despeinada, se abotonó la chamarra y carraspeó para ver si ella lograba tomarlo en cuenta de una buena vez. El tren se había quedado vacío y alrededor empezaban a amontonarse sus nuevos pasajeros. Era asunto de bajar al andén y echarse a las calles de la ciudad sitiada, peligrosa y fandanguera en que se había convertido la capital.

En la puerta de la estación tomaron un coche tirado por dos caballos flacos y le pidieron al calesero que los llevara hasta el zócalo. El hombre quiso saber si el lugar en donde pensaban hospedarse quedaba cerca del Palacio Nacional o era sólo por gusto que deseaban acudir a contemplarlo. De ser esta última la circunstancia, él recomendaba no acercarse por ese rumbo. En lo que iba del año, el palacio había cambiado varias veces de moradores, había estado en manos de un bando y otro, con el mismo ritmo que entraban y salían de la ciudad quienes se la peleaban. Esa misma mañana, el rumor era que los villistas y zapatistas, peleados entre sí, habían decidido cambiar al presidente. El zócalo sería una feria de confusiones. La ciudad toda no era el mejor sitio que una pareja pudiera visitar por gusto.

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