– ¿Qué tan seguro estás? -le preguntó Ignacio-. A veces actúas como si no la conocieras.
– Ella no me puede traicionar así -le contestó Daniel dejándose caer sobre un sillón.
– ¿Quién traiciona a quién, entre dos como ustedes? -le preguntó Cardenal antes de irse a recoger sus cosas.
Daniel se quedó solo con la duda como un clavel en el centro de su pecho. Emilia volvió temprano. Lo encontró en la recámara, jugando a elegir los libros que llevaría consigo. Desde la puerta lo miró un rato hacer que trajinaba, como si no la hubiera oído subir los escalones, tan despacio. Luego, caminó a tocar su cuerpo, único amuleto que ella necesitaba para soportarse, y lo abrazó hasta la impredecible luz del día siguiente.
XXVI
Se lo puso en palabras hasta el amanecer, cuando ambos ya sabían que estaba dicho. No iría con él. Ni siquiera tuvo ánimos para vestirse y acompañarlo.
– Traidora -dijo Daniel desde la puerta de la recámara.
Metida en un camisón blanco, Emilia hundió la cabeza bajo la almohada y se perdió entre las sábanas. Oyó la voz de Salvador apurando a Daniel y se mordió la mano en un puño para no rogarle que se quedara.
Una hora después, caminaba en los andenes de la estación de San Lázaro, junto con Ignacio Cardenal y doce curas pálidos. Custodiándolos, Salvador cerraba la fila. Afuera llovía y el agua golpeaba los techos haciendo ruido. Vestido con la sotana negra y el cuello blanco que se había probado el día anterior, Daniel no tenía que fingir para ser el más entristecido y solemne de los clérigos. Miraba al suelo y movía los labios como diciendo una oración, cuando Emilia se cruzó en su camino para besarlo en la boca y prenderse con todas sus fuerzas a la sotana que le cubría el cuerpo. Estaba empapada y jadeante.
– Quiero quedarme -le dijo Daniel a Salvador.
– No pidas imposibles -respondió Emilia otra vez sobre su boca. El tren empezó a moverse. Emilia empujó a Daniel hasta el vagón desde el cual Cardenal le extendía la mano. Un viento helado acompañó el temblor con que Emilia se empeñó en sonreír, hasta que el ruido del hierro moviéndose bajo la lluvia fue alejándose.
Se quedó unas semanas en el hospital, esperando a que los moribundos murieran y los curables recobraran la vida con que a diario se buscaban la muerte. La ciudad había recuperado cierta calma, pero a Emilia su aspecto le parecía desolador. Extrañaba a Daniel en cada esquina, en cada callejón, en el centro de la indiferencia que regía el Paseo de la Reforma, frente a la puerta caída de una iglesia, sentada frente a la mesa de su primer café, hundida en la tina vacía de la casa que la cercaba con su silencio, despierta a media noche con la boca lastimada de tanto morder el brillante de su boda. Llevaba el anillo en la boca todo el tiempo, como un recordatorio de la culpa que no quería perder. ¿Lo había traicionado? ¿Podía llamarse traición a la simple voluntad de no volver al desorden, al litigio, a las mañanas sin quehacer, a la renuncia del mundo cuerdo y fértil que era también su vocación y su destino? Despertaba con esas preguntas como un pedazo de sol irrumpiendo en la oscuridad, y una noche tras otra se le tergiversaban los horarios. Aceptó que el insomnio rigiera sus días y se dedicó a imaginar trucos para no dejarse vencer por la tristeza, cuando la oscuridad se le abría en dos. Volvió a la música con un chelo que Refugio le consiguió prestado de una iglesia, leyó tramos de Las mil y una noches, hizo guardias nocturnas y escribió cartas como si se las dictaran. Además, llevaba un diario escrupuloso describiendo para Daniel sus emociones y tristezas, sus esperanzas y arrepentimientos. Alguna vez, la vida sería tan generosa que ambos tendrían tiempo para sentarse a leer lo que se le había ido ocurriendo en esa época ciega que no se cansaba de abominar, pero que tampoco hubiera cambiado por otra. Antes que seguirlo sin más hasta convertirse en una sombra, había elegido perderlo. Y tras elegir se sentía sola, ruin, soberbia y cretina.
Volvió a ser una escucha esencial. Oyó desde a los enfermos infecciosos hasta a las mujeres que velaban a sus heridos esperando que el destino se apiadara de ellas. Oyó desde a Refugio con sus temores hasta a Eulalia su hija, cada vez más enferma y más apta para disimularlo. Oyó sin tedio y sin tregua hasta que aprendió a verse como una aguja más en el pajar lleno de agujas al que se acogía.
Una mañana a finales de septiembre, Refugio llegó a buscarla. Su nieta había ordeñado como si nada las tres gotas de leche de las dos vacas flacas que dormían con ellos en el establo de Mixcoac. Se movía como si ningún mal tuviera, pero Refugio había visto cruzar la mitad de su ánima desde el amanecer y tenía un miedo atroz a quedarse sin lo único que la vida le había dejado.
Emilia fue tras él y la encontró en el establo, haciéndose la dormida junto al único bote de ordeña. No había nada que hacer sino esperar junto al gesto apacible de Refugio, a que la vida terminara de irse en lo que Eulalia se empeñaba en fingir como un sueño. Era de noche cuando abrió los ojos, parecía ya tenerlos en otra parte. Antes de entrar en un largo monólogo con su abuelo alcanzó a decirle a Emilia:
– Tú no hagas trampa. No se vale morirse antes de tiempo.
Le compraron una caja blanca y la llevaron al panteón, llorándola como si fuera la única muerta entre los muchos muertos de esos días. Poco después, los trenes volvieron a llevar civiles de un lado a otro. Entonces Emilia decidió volver a Puebla. Alegando que necesitaba ver los volcanes del otro lado y que ya no era urgente su presencia en la Cruz Roja, se despidió de Consuelo y acordó con Refugio una invitación a ir tras ella en cuanto pudiera. Después, subió a un tren urgida de abrazarse una hilera de días al regazo inaplazable del mundo que la creció.
No avisó cuándo llegaría. Su experiencia en trenes le aconsejaba que era imposible preverlo. El viaje, sin embargo, fue menos demorado de lo que imaginó. Perdida en el campo aún verde y húmedo de octubre, dejó pasar el tiempo sin medirlo, sin lamentar el traqueteo y las incomodidades de un vagón cuyo pasado altanero había desbaratado la guerra y sus afanes. Ya en la estación, recorrió el andén desierto bajo la luz de una tarde que le envolvió los recuerdos, empujándola hasta la Casa de la Estrella como el viento empuja los veleros a la playa que los aguarda.
La botica todavía estaba abierta cuando ella saltó de un carro de alquiler y corrió hasta la entrada llamando a gritos a su padre. Recargado en el mostrador, frente a un legajo de escritos, Diego Sauri abrió los ojos hipnotizado por la imagen que veía acercarse y dijo el nombre de su hija, como si necesitara oírlo saliendo de sus labios para creer que la veía. Emilia sintió la voz de su padre como una mano sobre su cabeza. Sin darle la vuelta al mostrador, lo abrazó con el mueble de por medio, llorando y bendiciéndolo con un júbilo tal que Josefa, desde su cocina, oyó el jolgorio como quien oye un campanario. Bajó corriendo, aunque ya no solía correr desde que el año anterior se había rodado la escalera completa. Los encontró abrazados todavía, mirándose como si no pudieran creer que se miraban.
Sabiendo que se pondría a llorar hasta parecer loca si se dejaba, que se convertiría en añicos si corría llamándola, Josefa se detuvo en la puerta de la trastienda para tomar aire y secarse dos lágrimas con la manga del vestido. Luego silbó como acostumbraba hacerlo cuando su hija era niña y la recogía en el portón de la escuela. Al oír a su mujer, Diego soltó a Emilia y la vio irse hasta Josefa, en vilo, como quien necesita dar con una oración.
Inconforme y hermosa, haciendo más ruido que en sus mejores tiempos, Milagros apareció en la noche junto con Rivadeneira que, a pesar de la guerra, no había perdido un ápice de su elegancia. Cenaron juntos hablando de todo y nada, saltando de la ciudad de México a Chicago, del exilio de Daniel a la guerra como una infamia contra la que ninguno sabía ya qué hacer. Habían puesto parte de sus vidas en la búsqueda del país brioso que se adormecía bajo la dictadura, habían querido un país de leyes, en el que no se hicieran los deseos de un general. Pero de la guerra contra la dictadura no había salido más que guerra, y la lucha contra los desmanes de un general no había hecho sino multiplicar a los generales y a sus desmanes.