– En lugar de democracia conseguimos caos y en lugar de justicia, ajusticiadores -dijo Diego Sauri, irónico y entristecido.
– Daniel se empeña en creer que de algo han de servir tantos muertos -dijo Emilia.
– Como no sea para llamar más vivos a matarse -opinó Milagros que sufría cada fracaso como una herida.
Hablaban de las cosas de Emilia como si junto a ellos le hubieran sucedido y de las suyas como si Emilia las hubiera presenciado todas y cada una. Emilia habló de Baui, la norteña cuya mezcla de espíritus bravíos mandaba en el pueblo convulso en que improvisaron un hospital, imitó su manera de regañar a Daniel por su inútil prisa, y el tono en el que le decía burlona: Aunque corras, te vas a morir a la misma hora. Fue de una espalda a otra enseñando el masaje que había aprendido en el tren con la vieja curandera. Describió la ciudad de México en mitad de las catástrofes. Habló de Refugio y su delgadez atónita, llena de presagios, casándola con Daniel el mismo día en que vaticinó su separación. Contó de Eulalia asaltando una panadería para no quedarse sin el cocol de anís con el que había soñado más de tres noches. Luego imitó la agraviada solemnidad clerical que había tenido que fingir Daniel para entrar en la cuerda de curas exiliados, y el modo en que toda su actuación se vino a tierra cuando ella se cruzó en su camino para besarlo.
– Al día siguiente, me dolía el cuerpo como si me hubieran dado de palos -dijo antes de probar el postre de merengue que le supo a cielo. Después, se puso a llorar sin tener otro por qué.
Eran casi las once cuando sonó la campana de la puerta y tras ella unos pasos atravesando el patio y subiendo la escalera. Emilia preguntó quién tocaba teniendo llaves mientras se oían los pasos entrando a la sala. Tan guapo como ella lo recordaba, con sus piernas largas, su amplia frente juiciosa, sus ojos de tregua y sus manos de ángel terrestre, Antonio Zavalza apareció en el comedor. Abriendo una sonrisa que despejó su cara todavía entre lágrimas, Emilia se levantó de la silla en que se columpiaba como una niña, y sin preguntarse qué se esperaba de ella, abrazó a Zavalza como lo que era, y lo llenó de besos que no quiso saber de dónde le salían.
Dócil y generosa, la vida se dispuso a ofrecerse como un riesgo menos drástico pero más audaz. Emilia fue a la universidad y pidió exámenes en busca de una constancia formal. Volvió a trabajar con Zavalza en el hospital nacido en los tiempos de calma y promesas anteriores a su última partida. Como si nunca le hubieran dolido el desencanto y las furias que lo cercaron al perderla entonces, Zavalza la recibió con la misma naturalidad con que se cede al encanto de la luna cruzando el medio día.
Emilia se limitó a hablar de su ausencia en el tono con que se habla de lo irremediable. Trabajaron como antes, compartiendo la intimidad que les daba ir y venir por los cuerpos ajenos como aún no se atrevían a andar por los suyos. Salían tarde, entraban con el alba, practicaban su profesión como quien se aferra a un asidero infalible. Emilia diagnosticaba y ejercía, entretenida y en calma como nunca se había sentido, con un aplomo de alumna que se acerca al maestro para mostrarle lo que no supo aprender con él, y al mismo tiempo con una sencillez de aprendiz.
Con la humildad de los que saben cuánto saben, Zavalza conversaba con ella sobre los nuevos descubrimientos médicos y la escuchaba contar sus afanes, su curiosidad, sus desfalcos. Pasaban las veladas y los domingos imaginando operaciones del corazón humano como la que Alexis Carrel había practicado con éxito en un perro. Trataban de aislar la vitamina A en el laboratorio de Diego, porque sabían que había conseguido hacerlo un químico de la universidad de Yale, y se proponían reproducir las pastillas contra la tristeza cuya fórmula cargó Emilia desde Chicago. Indagaban cuáles serían las cualidades curativas de unas yerbas que, puestas a fermentar por Teodora, producían unos hongos blancos con los que Emilia había visto desaparecer una gonorrea. Como si todo eso no les alborotara suficiente, el hospital y las consultas les dejaban dinero. A Zavalza no como para recuperar las riquezas que había perdido con la guerra, pero lo necesario para mantenerse bien en medio del desorden que eran
las finanzas del país. A Emilia un peculio escaso pero seguro, con el que ayudaba a sus padres, compraba los libros, le mandaba un cobijo a Refugio, consiguió un nuevo chelo y de vez en cuando hasta se hacía de ropa nueva. Así, sin más lazo formal que el modo en que se hablaban y la pasión con que iban imaginando el futuro, pasaron juntos más de un año. Cada quien en su casa, y compartiendo casi todo lo demás.
Tras la Navidad de 1916, sin haber recibido de Daniel más que una carta desde España dirigida a toda la familia, Emilia se dejó entrar en una temporada de silencio que sólo interrumpía para dirigirse a los enfermos o tratar con Zavalza asuntos del hospital. No pudieron contra ese silencio ni sus padres, ni Milagros, ni la suave temperancia de Sol, que había sido la única sobre cuyo enfaldo Emilia se había dejado llorar el hueco como un golpe que a veces era la pérdida de Daniel.
– Envidio el modo en que lo extrañas -le dijo Zavalza una noche.
– No lo extraño -dijo Emilia-. Me duele el reconcomio.
Habían caminado desde el hospital y hacía frío. Zavalza no quiso entrar para la cena. Emilia no le rogó que se quedara.
Subió despacio los escalones que llevaban al corredor de los helechos y se dejó caer entre dos macetas. Sentada en el suelo, bajo los cristales de la galería a medio iluminar por un montón de estrellas, estuvo un rato largo musitando resabios.
– ¿Vas a pasar ahí toda la noche? -preguntó Josefa asomándose por la sala.
– Una parte -contestó Emilia, tajante.
– Harás bien. Al cabo no tienes nadie que te quiera -dijo su madre, yéndose en busca de Diego.
Emilia los escuchó trajinar y discutir a lo lejos. Luego contestó suave al hasta mañana que le dieron, antes de ir a meterse en la cama de sus reconciliaciones.
Pasaba de medianoche cuando Emilia Sauri tocó a la puerta de la casa en que Antonio Zavalza vivía junto con dos perros y la soledad de su espera. Había caminado diez calles en la penumbra que cada tanto agujereaba un farol y estaba helada. Abrió los brazos en cuanto Antonio apareció, buscándole en los ojos la certeza de que venía por él y no por un vicario.
Todo en el mundo de Zavalza se avenía a la sencillez de quienes saben lo que quieren y no ambicionan paraísos perdidos sino espacios de luz en los que perderse. Era de los que andan por la vida seguros de que la felicidad se encuentra, no se busca, de que es algo que llega siempre, inevitable y puntual cuando menos se le espera. Emilia entró a su casa, más que como si la conociera, segura de que ahí le conocían. Y todo, desde los perros hasta la oscuridad perfumada con el olor de su dueño, la recibió como si muchas otras veces la hubiera visto irrumpir a medianoche. Despacio se quitaron la ropa, despacio recorrieron las aristas y anhelos de sus cuerpos, presos de un coloquio pendiente, sin desear otra cosa que tocarse, sin más queja que la celebración de su potestad sobre un reino cuya bienaventuranza no se cansaron de explorar.
La luz contra sus párpados le avisó a Emilia Sauri que debían ser más de las siete. Los abrió porque el hábito era mayor que su cansancio. Lo primero que encontró en el horizonte de sus ojos, fue una bandeja con el desayuno y tras ella, las manos de Zavalza recordándole todo lo que sabían hacer. Sintió un rubor en las mejillas y pensó, mirándolo ahí, como una contundencia contra la que nada quería hacer, que lo quería tanto como a Daniel y que no sabría cómo lidiar con eso.
– No le pienses mucho -dijo Antonio acariciando su melena en desorden.