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– Que despierte y camine.

– Hoy no -dijo Milagros como si no hubiera otra autoridad que la de su voz. Y como si así fuera, Josefa la obedeció sin protestas.

Cuando salieron al corredor, Diego Sauri las vio caminar unidas por el cuerpo abandonado de su hija y una vez más ratificó su certidumbre de que las mujeres eran lo mejor que había en el mundo.

El lunes en la mañana el doctor Cuenca y su hijo menor emprendieron el viaje al internado en Chalchicomula. Sólo así, se decía el doctor Cuenca, haciéndolo vivir junto a su hermano, en un mundo planeado para educar hombres, se repondría Daniel del exceso de mimos que le había procurado la generosa pero inmoderada amiga de su mujer.

Milagros Veytia estuvo en cama una semana pretextando la gripe más atroz de su vida. Josefa la visitó el martes para prepararle una sopa y hacerla tomar las píldoras de Drosera y el jarabe de Tolú que mandaba su marido.

– Es absurdo -le dijo Milagros-, los niños se mojan y una se enferma-. Luego tosió dos veces y se puso a llorar su orfandad sobre las piernas de su hermana.

VI

Emilia empezó con un catarro tan escandaloso como el de Milagros y terminó con viruelas locas. Durante dos semanas, Josefa no pudo hacer más que, bañarla con yerba mora varias veces al día y soportar las críticas que casi todo el mundo tuvo contra el método curativo inventado por Diego.

– ¿Estaremos haciendo bien? -le preguntó a Diego una mañana en que el boticario leía el periódico Regeneración con la misma concentrada paciencia que hubiera puesto en estudiar la más novedosa receta médica.

– No. No creo que se logre.

– ¿Crees que le quedarán muchas marcas?

– Ya está marcado por sus infamias.

– Diego, hablo de Emilia. De momento no me importa el destino del gobernador de Sonora.

– Es gobernador de Nuevo León.

– No me haces caso. Tendré que pedir trabajo en un periódico para que me oigas. Al Imparcial voy a ofrecerle mis servicios.

– No menciones ese periódico de porquería.

– Emilia tiene un aspecto lastimoso y a ti no te importa -le reprochó Josefa, que de sólo ver a su hija quería llorar. Su cuerpo era un territorio purulento. Le dolía la garganta, le picaba la espalda, sus facciones se deformaron con un montón de granitos blanquecinos.

– No te aflijas -le dijo su marido-. Dentro de doce días tendrá la piel de siempre.

Josefa lo escuchó escéptica.

– Nadie baña a sus hijos -dijo.

– Porque la medicina es una racionalidad imperfecta -le contestó Diego Sauri sin abandonar su periódico-. Todo el mundo cree tener la razón hasta que alguien enmienda la receta. Y las recetas médicas se enmiendan de a poco. Aún existen grandes eminencias practicando sangrías.

– Ahora los bárbaros parecemos nosotros.

– No importa -sentenció Diego-. Hacen más por la medicina quienes buscan que quienes concluyen.

– ¿Dudas cuando me dices qué hacer con Emilia? -preguntó Josefa.

– El que no duda se equivoca dos veces -dijo Diego.

– Con que no la dejes marcada.

– Marcada no se queda con ninguno de los dos métodos. Sólo que el mío es más limpio.

Josefa asintió en el tono irónico que usaba cuando su marido concluía irrebatible algo que ella encontraba más bien incierto.

Una semana después, Emilia dejó las últimas costras en la tina del baño azul y pudo volver a la escuela que tras varias discusiones y muchas dudas le habían escogido sus papás.

– Todo menos meter a la niña con las monjas -había dicho el señor Sauri cuando hubo que pensar en la instrucción de su hija-. Ahí lo único que le enseñarían son rezos y de lo que se trata es de formar una criatura que se entienda con las antinomias del mundo moderno.

– ¿A los siete años? -preguntó Josefa y se enfrascaron en un litigio que terminó con Emilia inscrita en el colegio de una solterona severa y puntillosa que guardaba consigo una historia de amores prohibidos.

Enseñaban catecismo en su colegio, pero los Sauri contrarrestaban esa información diciéndole a Emilia que era una teoría como cualquier otra, tan importante aunque tal vez menos certera que la teoría sobre los dioses múltiples que predicaba la cabeza de Milagros. Por eso Emilia creció escuchando que la madre de Jesús era una virgen que se multiplicaba en muchas vírgenes con muchos nombres, y que Eva fue la primera mujer, salida del costado de un hombre, culpable de cuantos males aquejan a la humanidad, al mismo tiempo en que sabía de la paciente diosa Ixchel, la feroz Coatlicue, la hermosa Venus, la bravía Diana y Lilith, la otra primera mujer, rebelde y sin castigos.

En las tardes, Josefa le enseñaba piano y pasión por las novelas, mientras Diego le hablaba sin juicio ni tregua de política, viajes y medicina. A los once años, el doctor Cuenca empezó a enseñarle cómo tocar el chelo. Era un maestro exigente y de poquísimas palabras, pero la niña aprendió a quererlo así, porque él la quería como a la hija, que nunca había tenido.

Cuando llegó a Puebla el kinetoscopio de Edison, costaba treinta centavos una función que duraba medio minuto. Ahí se acercó Emilia por primera vez a la ilusión de conocer el mundo, que su padre le alimentaba sin tregua. El norte de África, San Petersburgo, Pompeya, Nápoles y Venecia, fueron algunos de los primeros lugares que sus ojos tocaron desde lejos, mientras oía la voz de Diego Sauri, infantil y cálida en mitad del silencio:

– Un día tienes que ir allá.

Al volver del jacalón de madera al que llamaban sala de cine, Josefa sentenciaba a su marido:

– Vas a convertir a Emilia en una insatisfecha permanente. Si la sigues llenado de imposibles crecerá como una planta de selva en mitad de un patio. No quiero que vuelvas a decirle que viajar es una forma de destino.

– ¿Eso le digo?

– La inquietas de más. Yo tengo cuarenta años y no he salido del país. ¿Cómo va a hacer ella para ir a la tercera parte de los sitios en que le aseguras que estará?

– Ella vivirá toda su vida en otro siglo -contestó Diego acariciando con su voz el aire que imperaba en su casa.

Mientras Emilia iba creciendo cobijada por las libertades de ese aire, Daniel Cuenca aprendía el mundo bajo la tutela de don Camilo Aberamen, un hombre de formación anarquista que ponía toda la fuerza de sus creencias en educar a un grupo de muchachos elegidos por él entre los aspirantes a su remota escuela, justo por el temple que los recomendaba. Tenía la certeza de que la inteligencia crecía mejor en los niños de espíritu indómito. Y era su placer y su orgullo enseñarlos a tramar razones y a gobernar su emoción, sin perder la bravura. Con él aprendían lo mismo música que latín y estudiaban tantas horas de matemáticas como horas subían cerros y saltaban obstáculos entrenando sus cuerpos para batallar con la vida.

Sus alumnos salían de aquel colegio perdido en un pueblo polvoso en las faldas del volcán Citlaltépetl, los meses de diciembre y enero. Entonces Daniel volvía a la casa de su padre y a los juegos con Emilia.

Una de aquellas veces fueron juntos a conocer el mar.

Diego Sauri, Manuel Rivadeneira, las dos hermanas Veytia y Emilia tomaron el tren en la estación de Puebla. Por única vez en su vida Milagros había aceptado mostrar en público que un trozo de su libertad lo cedía a veces al poeta Rivadeneira: lo invitó al viaje en tren hasta la playa, después de largas discusiones con Josefa.

– Si lo invito, vas a querer que me case con él. Y no voy a correr ese peligro -dijo. Sin embargo, la mañana en que salía el tren, se presentó en casa de los Sauri acompañada por Rivadeneira y su inagotable erudición.

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