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Salieron de entre las casas cuando oscurecía. Había llovido como llueve en mayo, de un modo escandaloso que metió a la gente en sus chozas y a los policías en la cantina donde aún los entretenía con un cubilete, el nevero pata de palo al que los niños llamaban Satuno Posale.

Caminaron por el lodo hasta salir del barrio. Cuando llegaron a un sembradío de maíz tierno corrieron entre la milpa dando de gritos a un aire que sentían el más libre de sus vidas. Un camino al lado de la vía del tren los llevó a las afueras de la ciudad. Emilia lo mismo podía haber estado en París en una fiesta.

– ¿Es inevitable que pongas cara de felicidad? -le preguntó su tía Milagros cuando estuvieron sentados en el carro de mulas que los acercaría a -su casa.

Cerca de las siete entraron a la Casa de la Estrella, riéndose de los policías y de la vida. Josefa oyó su historia sin poder perdonarles el miedo que le habían provocado con su tardanza. Los llamó irresponsables y prepotentes, lloró de furia y amenazó con encerrarlos a los tres hasta que pasara la fiebre de las elecciones.

– ¿Ya no te interesan las elecciones? -preguntó Diego saboreando la dulzura de los tiempos en que sólo las novelas conmovían a su mujer.

– Las detesto. Voy a volver a Zolá y a la poesía.

– ¿A Zolá?

– Para que si hay peligros, sean por escrito.

– ¿Y amores? -preguntó Daniel mirando a Emilia con el deleite de la complicidad.

– Esos también por escrito -contestó Josefa.

XI

Daniel se despidió para salir con Milagros, pero pasada la media noche volvió a la Casa de la Estrella. Abrió el portón con una llave que le prestó su tía. Sin hacer ruido subió las escaleras, cruzó la estancia y empujó despacio la puerta del cuarto en que dormía Emilia.

– Cásate conmigo -le dijo desnudándose para entrar en su cama.

– ¿Cuántas veces? -le contestó Emilia sacándose el camisón por la cabeza.

– Muchas -pidió Daniel mientras ella lo guiaba hacia su cuerpo en la oscuridad.

No durmieron. Tampoco hablaron demasiado. Durante horas se buscaron jugando, presos uno del otro, aventurados y curiosos.

– Tienes una estrella en la frente -le dijo Daniel vencido contra su pecho.

Emilia le acarició la cabeza y hundió la frente en su regazo para llorar como si necesitara salir de una congoja.

Con el alba se quedaron dormidos. No destrenzaron el letargo de sus piernas hasta que el sol estuvo muy alto y el olor del café entró a la recámara a turbar el aire y la memoria de su sueño común.

Emilia oyó a Josefa cantar en la cocina y abrió los ojos. Miró el cuerpo de Daniel respirando junto a ella. Desde los dedos de sus pies hasta la punta de sus cabellos desordenados le parecieron el mejor paisaje que había cruzado por su mirada. Pensó que no sólo su memoria, sino el aire, se quedarían marcados por esa presencia tan ajena a la fuerza que despedía y al yugo con que le ataba.

– ¿Qué sueñas? -le preguntó al verlo despertar.

– Mentiras -le contestó Daniel con la voz amodorrada y el gesto de ángel que cruza a los afortunados en el amor. Después volvió a guardarse en ella diciéndole que no tenía en el mundo otro escondite.

No desayunaron. Antes de las diez corrieron escaleras abajo y atravesaron el patio con sigilo. Emilia abrió la puerta y Daniel la besó antes de escapar. Luego ella entró a la farmacia con el cielo entre las cejas. Diego no hizo ninguna pregunta, Emilia no dio ninguna explicación. Tenían mucho quehacer juntos antes de la comida.

A las dos volvieron a la casa sin haber hablado de Daniel, jugando adivinanzas. Ahí, frente a la sopa, hubo que enfrentar a Josefa, que tenía un amor por las palabras claras, parecido al que Diego sentía por las plantas medicinales.

– ¿Daniel durmió aquí? -preguntó.

– Sí -dijo Emilia.

– Sea por Dios -rezó Josefa-. Y no me pregunten cuál Dios.

Al terminar la comida, Milagros llegó a buscar a su sobrina para ir al circo.

– No me da ninguna confianza que te lleves a Emilia sin más resguardo que tu inconciencia -le asestó Josefa al verla.

– ¿Cuándo le ha pasado algo malo a Emilia yendo conmigo?

– Hasta que le pase. Pero qué he de hacer, quererte siempre es un riesgo.

– Cualquiera diría que soy alpinista. Vámonos Emilia que ya oigo la música en el aire -dijo Milagros mirando el reloj.

El bullicio de la carpa le pareció a Emilia el mejor sitio para estar y no estar que pudiera encontrarse. Había allí dentro tanta gente que al mirarla con los ojos entrecerrados su ropa de colores parecía un puño de confeti contra la cara. Tenían un buen lugar, llegaron a tiempo para ver el desfile de los monos y los elefantes, los equilibristas, los domadores, los leones y los trapecistas. Emilia estaba tan feliz que pudo reírse hasta con los payasos a los que temía cuando era niña.

– ¿Por qué será que los circos dan tristeza? -le preguntó a Milagros.

– Con lo que deje esta función sacaremos algunos presos de la cárcel -le contestó su tía sin contestarle, porque odiaba no saber la respuesta y a ella los circos también le daban pena.

En un diálogo de sordas, sin enderezar la cabeza que tenía echada hacia atrás, Emilia dijo:

– Se va a caer.

Con los ojos prendidos a una trapecista que se había soltado de un columpio y volaba hacia el otro preguntó:

– ¿Cuántos hay en la cárcel?

– Muchos -le contestó Milagros-. No se cayó.

– Esta vez no -dijo Emilia.

– Hablas como si hubieras estado allá arriba -ironizó Milagros.

– ¿Tú no? -preguntó Emilia-. ¿Quién decide a quién sacan?

– Esta vez decido yo -dijo Milagros.

– ¿Y a quiénes vas a sacar? -preguntó Emilia aplaudiéndole a la trapecista que levantaba los brazos para celebrar su triunfo.

– Hoy en la noche, a Daniel -dijo Milagros.

Emilia sostuvo el aire entre dos aplausos, pero no se dejó ganar por el terror. Sabía que a Milagros no le gustaban los desmayos ni transigía con las mujeres que palidecen y se atontan.

– ¿Cuando esto termine? -preguntó.

– Más vale. Si lo queremos vivo -dijo Milagros.

– ¿Qué les hacen? -preguntó Emilia abandonando el disimulo.

– Mejor no imaginamos -dijo Milagros.

Emilia perdió la vista en una muñeca viva que daba vueltas parada en un caballo. Parecía que jugaba y a cada salto iba ganándole a la vida su derecho a tenerla. Se mantenía sonriente y erguida como si anduviera en el suelo, como si su andar fuera lógico. Continuó con el mismo gesto y la misma aparente tranquilidad cuando seis caballos más entraron a la pista y se pusieron en hilera para que ella saltara de uno a otro siguiendo el compás que le marcaba una banda.

Con los dientes apretados y una sonrisa de mentiras, Emilia sentía al mundo moverse bajo sus pies, como si también ella anduviera brincando de un caballo a otro. Cuando la miniatura de mujer vestida de blanco y dorado soltó el bastón que bailaba en sus manos y se dejó caer sobre la crin de un caballo que la recibió alzando el cuello mientras ella lo acariciaba hablándole al oído, Milagros Veytia pasó un brazo por los hombros de su sobrina y le dijo:

– Nos lo van a dar completo.

– ¿Qué hace Daniel para que lo persigan así? -preguntó Emilia.

– Nada hija, está vivo y quiere ser libre -dijo Milagros levantando su figura metida en un huipil blanco sobre el que caían tres collares de plata con coral.

– Yo también quiero ser libre y nadie me persigue.

– No han de tardar -le dijo Milagros.

El poeta Rivadeneira las esperaba cerca de la puerta con su pequeño Oldsmobile del año 1904, un auto verde oscuro que en lugar de volante tenía una dirección a la cual Rivadeneira llamaba correctamente manubrio de tillersteering, y un frente curvo que subía desde el suelo y a poca altura se doblaba como la punta de los trineos. Para 1910 esos autos ya no eran la última palabra, existían automóviles más caros y modernos, sin embargo aquel pequeño curved dash hacía las delicias de Milagros Veytia, cada vez más especializada en manejarlo a velocidades tan imprudentes como los treinta kilómetros por hora.

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