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Cada vez que la tomaba por ahí, su más ferviente interlocutor era nada menos que Diego. Así que ambos pasaron esa tarde previendo un futuro luminoso para Emilia y las otras mujeres del planeta, mientras Josefa reía y las niñas corrían hasta perderse como dos puntos en el paisaje y regresaban a jugar damas chinas o darse el placer de irrumpir en la conversación de los adultos.

– Así está repartido el trabajo. Él pasa todo el día en la botica y no se queja -oyó Emilia decir a su madre mientras ponía queso en un pan.

– De acuerdo, hermana. Lo que no me parece es que Emilia vea tu actitud como algo ineludible y natural. Porque será muy tu hija, pero es mi ahijada y ella puede tener otro futuro.

– Yo voy a trabajar en la botica -dijo Emilia pasando cerca del grupo.

– Ella vivirá en otro siglo -sentenció Diego.

– Nosotros ya vivimos en otro siglo -dijo Milagros encontrando un asidero para empezar otro de sus discursos.

– Bendita seas cuñada, alguien que se dé cuenta -dijo Diego. Luego dio un largo trago de vino tinto.

– Llevamos cinco años dándonos cuenta. ¿Y de qué ha servido? -preguntó Josefa.

– Entre otras cosas ha servido para que el gobernador se reelija por tercera vez en nuestras narices -dijo Milagros.

– ¿Eso qué cambia? -preguntó Josefa.

– Lo que no se ve hasta que se ve -dijo Diego.

– Tu marido puesto en filósofo -rió Milagros.

– Tú empezaste -acusó Josefa-. Con que no sigan con los Flores Magón y eso de ir a visitarlos a Canadá.

– No va a dar a tiempo. Ellos van a volver antes.

– Los van a encerrar en cuanto lleguen -opinó Josefa.

– Avisarán su llegada con tiros, no con discursos -dijo Diego.

– No asustes a Josefa -pidió Milagros.

– Ni tú me protejas, hermana. Eso de la insurrección es una barbaridad. Va a fracasar. No entiendo por qué no lo entienden ustedes -dijo Josefa volviendo al discurso que no se cansaría de repetir: tener un Club Antirreleccionista era una cosa necesaria y correcta, pero convertirlo en un grupo de profesionistas con afán de justicia metidos a disparar, sería una barbaridad.

Oscurecía. Las niñas volvieron de su última expedición y entre todos guardaron los trastos en la canasta.

– ¿Te caíste? -le preguntó Diego a Emilia.

– No -contestó la niña.

– Tienes sangre en la falda. ¿Ahora qué te mordió?

– Nada. ¿Dónde tengo la sangre?

– ¿Dónde la ha de tener? -preguntó Milagros-. También para eso pasan los años.

– No lo digas, no lo digas -pidió Josefa mirando el tiempo en la falda de su hija, en la palidez de su cara infantil, en el asombro de sus ojos, en la prisa con que puso la mano entre sus piernas.

¿Qué tengo? -preguntó Emilia que veía una respuesta en el gesto de los demás.

– La sangre de las mujeres -le dijo su amiga Sol que era un año mayor y hacía tiempo se había conformado con esa frase oscura y unos trapitos blancos para solucionar su pregunta de cada mes.

Diego Sauri se supo fuera de la conversación. Echó a andar hacia ese otro misterio que era el automóvil de su amigo y las dejó hablando entre ellas, bajo un cielo al que empezaban a brotarle tres luceros.

Al rato, las mujeres dieron por resuelto su cónclave. Empezaba a llover. Volvieron cantando. Milagros se hizo cargo de llevar la voz:

Santa Bárbara doncella/tú que fuiste estrella/ líbranos de un rayo y de una centella.

Josefa no hubiera podido decir una palabra más.

Durante la noche despertó varias veces a llorar el primer cambio de su privadísimo siglo XX.

– ¿No te gustan los cambios del siglo? -le preguntó su marido.

– No -contestó ella con la cabeza escondida entre los brazos.

– Éste tampoco me gusta a mí -dijo Diego acariciándole la espalda.

VII

El siglo fue cambiando muchas cosas, no nada más en lugares que Emilia creía sólo vivos en la imaginación de su padre, como Panamá, donde se firmó un tratado con los Estados Unidos para hacer un canal que abriera en dos la cintura de América, o Inglaterra, donde tuvo a bien morir una reina cuya vida duró una eternidad, o Japón y Rusia, que se mantuvieron en guerra durante cuatro años, sino en México, el país cuyas noticias sacudían los desayunos de su casa, y en Puebla, la ciudad que aprendió a querer junto a los pasos de su madre y bajo la lengua inclemente de su tía.

Resguardadas por la costumbre de la paz, habían llegado al país más novedades de las que Diego Sauri hubiera podido imaginar. Veinte mil kilómetros de vías ferrocarrileras cruzaban frente a las minas y los campos sembrados de henequén, hortalizas y granos para la exportación. Yacimientos de oro, plata, cobre y zinc creaban pueblos de la noche a la mañana. Compañías inglesas y norteamericanas contendían por la fertilidad endemoniada de los pozos petroleros. Se multiplicaron las plantas de textiles, las fundidoras, las fábricas de papel, yute, glicerina, dinamita, cerveza, cemento, jabón. Todo esto a una velocidad incontenible que iba convocando catástrofes al tiempo en que florecía.

Por ahí de 1904, las tertulias en la casa del doctor Cuenca cedieron los espacios de inocencia musical y literaria que tuvieron alguna vez, a la discusión sin tregua de los desperfectos acarreados por la bonanza modernizadora y el autoritarismo del régimen que la prohijaba: los salarios compraban cada vez menos, el país se liaba sin remedio a los ires y venires de la economía estadounidense, el ferrocarril socorría el enriquecimiento de los más ricos, los mineros discriminaban la mano de obra de los mexicanos, el progreso de la república se daba en desorden y las reglas de la política estaban regidas por la improvisación y el capricho.

Los domingos en la noche, el poeta Rivadeneira volvía a la intimidad de sus diarios y reproducía, dueño de una memoria sin equívocos, cada una de las intervenciones que escuchaba. Sabía como nadie quién de los asistentes era más lúcido, quién más hábil, quién más bravucón, quién más valiente.

A mediados de 1907, registró las muestras de rabia y desolación provocadas por la noticia de una matanza de obreros en Cananea, una mina de cobre en el norte del país. La información, llevada a la tertulia por un hombre delgado y medio calvo, de ojos ardientes y voz firme, hijo de una empobrecida familia de fabricantes zapateros, llamado Aquiles Serdán, provocó desde gritos de furia hasta silencios de piedra.

Ya en su casa, Rivadeneira resumió lo sucedido, mientras esperaba que Milagros Veytia se metiera por fin en la cama que compartían cuando las noches eran avaras con el resto de su destino. El doctor Octavio Cuenca hizo esa tarde el mejor análisis de cuantos pudieron hacerse:

"Esta sociedad -dijo apesadumbrado-, que hace cincuenta años soñábamos republicana, democrática, igualitaria, racional, se nos entrega ahora gobernada por minorías, autoritaria, lenta, cerrada sobre sí misma, y cosida por sus peores tradiciones coloniales."

A fines de ese año, una comisión de poblanos obsequiosos tuvo la ocurrencia de hacerle un regalo al gobernador Mucio Martínez, el hombre que llevaba muchos años haciendo su voluntad sobre la gente y las tierras del estado.

Pensando en un regalo para quien parecía tenerlo todo, estos señores dieron con la idea de un gran álbum que agrupara el reconocimiento y las firmas de los hombres más importantes de la ciudad.

No faltaron ofrecidos dispuestos a buscar celebridades. Tampoco faltaron decenas de celebridades anuentes. ¿Quién que fuera dueño de algo, aunque sólo fuera prestigio, no iba a ponerlo a los pies de quien protegía su derecho a poseerlo?

Firmaron todos. Los dueños de latifundios que ni por tren podían recorrerse en un solo día, los dueños de las fábricas en las que los obreros trabajaban dieciocho horas diarias, los dueños de las tiendas y los honores. Todos los posibles firmantes, y hasta varios de los imposibles.

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