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– Acaricias quimeras -le dijo Cardenal, hispánico y contundente-. Acabarás acusado de traidor por los dos bandos.

– No ha hecho sino acariciar quimeras desde que lo conozco -dijo Emilia.

– No hables como si tú vivieras en la tierra -dijo Daniel-. Cada mañana te hundes sin más en el infierno. ¿Existe una quimera mayor que la de pelearse a diario con la muerte a retazos?

Emilia Sauri había ofrecido sus servicios a la Cruz Roja. La aceptaron como a un vaso de agua en el desierto. Todo el que se ofreciera era necesario. Nadie le pidió un título, cada jornada era un examen profesional y para aprobarlo bastaba con mostrar el valor necesario. De las ocho de la mañana a las seis de la tarde, Emilia iba y venía aprobando cuanto examen le era posible. Sobraban enfermos y faltaban camas, había en el aire un olor a podrido y una queja repitiéndose sobre otra como la más siniestra letanía. Pero, como decía Daniel, ésa era la música que a ella le daba alientos. Para vivir no le bastaba su puro amor por él.

Cuando cualquiera de estos temas los alcanzaba por las noches, se abría un abismo que cerraban de golpe. El resto del tiempo vivían en la gloria. Al menos fue eso lo que Emilia le escribió a sus padres y lo que le confesaba su conciencia cuando tenía tiempo de oírla. Porque no era tiempo lo que le sobraba. En cuanto salía del hospital, Daniel la llevaba en vilo por la vorágine de la ciudad, ávido de romper el encierro y conversar con cuanto personaje interesante pudiera existir. Médicos y políticos, embajadores y cantantes, pintores y toreros, todo lo extraordinario que esa ciudad quiso acercarles fue amistando con ellos, aunque su intimidad sólo la permearon, en serio, Refugio con sus premoniciones y Cardenal con su empeño en la razón como primer y único método de análisis.

A principios de julio, el ejército carrancista entró a la capital tras vencer la resistencia de los convencionistas. Otra vez la capital cambió de gobierno, de moneda y de gobernantes. Más que nunca, Daniel creyó que podría convencer a unos de la necesidad de pactar con otros. Visitó al general que mandaba las tropas carrancistas, y habló y bebió con él toda una noche. Refugio opinó que se arriesgaba en balde pidiendo comprensión para unos derrotados que todavía no eran tales. Daniel rió con la certeza de sus aseveraciones, pero no pasó una semana antes de que pidiera perdón por sus dudas: los convencionistas recuperaron la ciudad con un golpe de suerte que sorprendió a todos menos a la plácida previsión de Refugio.

– Ahora sí -le dijo a Consuelo-, a gastarse sus bilimbiques porque ésta será su última estancia.

El dos de agosto los constitucionalistas volvieron para quedarse. Entonces, para su horror, Cardenal se encontró cayendo en el ánimo premonitorio de don Refugio. Esa misma noche le dijo a Daniel durante la escasa cena que Consuelo logró conseguirles:

– En cuanto haya un triunfador seguro te, van a perseguir. Nadie va a creer que eres amigo de unos y otros.

También de semejante premonición se rió Daniel. Pero Emilia tembló hasta el fondo de sus huesos. El hospital la necesitaba más que nunca, las refriegas del último mes habían dejado heridos a los que ella cuidaba sin preguntarse a qué bando pertenecían. Sin embargo, entre ellos había aprendido de qué tamaño eran ya el odio y la fiebre que movían a los ejércitos y podía imaginarse sin dificultad lo que los sanos harían con todo ese odio. No habría en ninguna de las partes comprensión y el que no estuviera con uno de los bandos, estaría contra ellos, sin remedio. Ése era el caso de Daniel, aunque se burlara soltando su risa como una apuesta a su favor, y era el viento que otra vez peinaba el mundo de Emilia, arrasando la casa de naipes que había logrado construir para su breve vida conyugal.

La lluviosa madrugada de un domingo, llegó a la ciudad Salvador Cuenca. Venía de Veracruz, el puerto donde hasta esos días residían el gobierno constitucionalista y su primer jefe, Venustiano Carranza. Llegó junto con un grupo de enviados especiales a trabajar en el ministerio de Relaciones Exteriores y fue a desayunar con Emilia y Daniel, que lo recibieron eufóricos tras varios años de no estar cerca. Salvador Cuenca se había acercado a Carranza y tenía su confianza y su apoyo. Estaba seguro de que los convencionistas acabarían perdiendo la parte de país que aún conservaban y de que mejor sería para todos que esto sucediera cuanto antes. Daniel estaba tan contento de verlo y tan seguro de que siempre habían coincidido en política, que con la misma placidez con que lo escuchó se soltó a hablarle de la necesidad de buscar acuerdos, de no dividir la revolución, de no perder a muchos de sus hombres útiles por culpa de unos prejuicios y un odio que sólo dañaban al país e impedían gobernarlo con generosidad y honradez. Salvador lo escuchó bebiendo a tragos lentos un café que encontró insípido y triste. Luego le explicó a su hermano el peligro en que lo habían colocado esos consejos, vertidos sin malicia en el oído de quienes los escuchaban con recelo y suspicacia. Tenía enemigos por todas partes, entre los generales con los que había conversado, y entre los enviados al extranjero que leían en la buena fe de sus artículos alabanzas a sus enemigos. Provocaba sospechas entre los villistas que lo creían obregonista y entre los carrancistas que lo aseguraban zapatista. No había para su destino más remedio que el exilio. Ya se haría cargo él de arreglarle un regreso cuando las cosas se calmaran, pero en los meses siguientes, lo mejor sería que viviera en otra parte. Había de momento demasiados asesinos desenfrenados, demasiadas furias sin cauce, como para que Daniel se quedara a desafiarlas con sus escritos y sus discursos sobre la civilidad y el buen gobierno.

– Nadie quiere ser sensato, ni ponderado, ni bueno -dijo Salvador-. Sin ofender a Emilia, debo decir que el amor es un mal amigo de quienes hablan con hombres en guerra.

Explicó que tenía una oferta para Daniel y que esperaba que fuera tan cuerdo como para escucharla.

Al día siguiente saldría para Veracruz un grupo de curas extranjeros a los que expulsaba del país el ímpetu anticlerical en boga. Como eran más importantes que otros, y Carranza no quería demasiados líos con los jefes de la mitra, le había encomendado a Salvador que los pusiera en un tren a Veracruz y ahí los subiera a un barco que los llevara sin escándalo hasta España. Daniel podría y debía ir con ellos acompañado por Emilia, a la que sería fácil hacer pasar por monja hasta el momento en que zarpara el barco.

La expectativa de tan insólita aventura, palió la pena que a Daniel le provocaba la sola idea de abandonar la ciudad, justo cuando, a su parecer, las cosas estaban más cerca de volverse mejores, dado lo mal que se habían puesto en los últimos meses. Fantasioso y viajero por excelencia, se puso a pensar en lo completo que resultaría un reportaje narrando todo lo que irían viendo en el camino. Además, siempre podrían regresar clandestinos desde Cuba, y andar por el país sin identificarse, y sin que nadie supiera en dónde perseguirlos.

Aceptó la idea de Salvador a condición de que incluyera en la cuerda de presos a Ignacio Cardenal, cuya historia contó en un suspiro. Salvador estaba tan contento con la reacción de su hermano que aceptó la propuesta y hasta le prometió que intentaría vender las enciclopedias si el español quería dejarlas a su cargo por un tiempo. Total, para cuando Ignacio entró a la casa con su delgada elegancia y el aplomo inteligente de su cabeza, Daniel ya tenía puesta una sotana con la que ensayaba su destino de la mañana siguiente dando por hecho que nada mejor podría pasarle a él y a Emilia que acompañar al enciclopedista al menos en parte de su regreso a la patria. Ignacio se alegró hasta las lágrimas con la idea de volver a su país y a su mujer, pero tras dar las gracias por tan generosa oportunidad, le preguntó a Daniel si Emilia estaba de acuerdo en ir con ellos. Sorprendido por la pregunta, Daniel abandonó el espejo en que contemplaba los aspectos más cómicos de su disfraz. Emilia no había dicho que ella iría, aunque estuvo de acuerdo en que Daniel debía quitarse cuanto antes de ahí. Había besado a Salvador cuando aceptó meter a Cardenal entre los exiliados, pero a buen tiempo se había levantado de la mesa para salir corriendo al hospital. Daniel estaba seguro de que tendría todo arreglado para poder irse con ellos.

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