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Después de aquella escena, ya nadie consideró digno de preocupación el aviso de un viaje de bodas sin destino preciso, dedicado a recorrer el país juntando yerbas y pócimas, durante varios meses. La familia más bien agradeció que ese par de extravagantes la dejara respirar con libertad mientras se iba haciendo al ánimo de asumirlos como eran.

Cuando Diego y Josefa volvieron cargando una colección de arcones que cuidaban como si en ellos viajara el tesoro de la corona inglesa, después de andar por todas las sierras o valles transitables que encontraron en quinientos kilómetros a la redonda, la parentela los acogió como a los pródigos más queridos y añorados desde aquél cuyo retorno cuenta la Biblia.

Con la paz de ese recibimiento, Josefa y Diego se instalaron en la Casa de la Estrella y dedicaron cuanto tiempo y dinero fueron teniendo libre a lo largo de los años, a convertirla en la taza de plata que según ellos había sido alguna vez.

En los bajos de la casa, Diego Sauri puso una botica con olor a madera y brillos de porcelana. Eran de cedro desde los estantes sobre los que descansaban los tarros hasta el mostrador y la mesa de trabajo en el laboratorio de la trastienda, y no le faltaba un remedio. Para cualquier dolencia tenía Diego solución entre sus frascos blancos y sus cientos de cajitas numeradas y olorosas. Tardó muy poco tiempo en convertir su local en algo mucho más refinado y completo que una droguería como cualquier otra. Tenía en ella desde agua de Anhalt para la debilidad de los ancianos, hasta polvos de cocaína.

Durante el tiempo que vivió en Europa, había juntado en pequeñas cajas los principales remedios de cada lugar. Había aprendido las fórmulas para obtener muchos de ellos y podía distinguir para qué servía el polvo de cada una de sus cajitas, aunque cualquiera los hubiera confundido a todos con el mismo talco para después del baño.

Para fines del siglo, el corredor del segundo piso era un espejo apretujado de plantas y flores, por el que entraba el sol de un modo casi violento. Emilia descubrió los encantos de aquel túnel iluminado en cuanto fue capaz de gatear, y durante algunos meses llevó manchadas las rodillas y las palmas de sus manos con el polvo hasta entonces invisible del mosaico.

La primera vez que Emilia se puso de pie, Josefa Veytia la vio de lejos, asida al brocal de una maceta, levantando la cabeza como una bailarina, y bendijo la hora en que había sembrado la hilera de plantas que acompañaba como una selva la audacia de su hija. Emilia vio los ojos de su madre, la oyó llamarla bajo, con el temor de quienes miran a una equilibrista que anda sobre un hilo en las alturas, y fue soltándose de un tiesto para arriesgar dos pasos hasta la siguiente, mientras Josefa se inundaba en la sal de dos lágrimas enormes.

Ajeno al gran acontecimiento, Diego Sauri estaba en el laboratorio anexo a su tienda preparando los famosos polvos dentífricos del general Quiroga: una mezcla de coral rojo, cremor tártaro, asta de ciervo calcinada, talco de Venecia, cochinilla y esencia de clavo, que se había puesto de moda ese año y que él vendía siempre acompañada por la anticomercial especificación de que el mejor dentífrico era uno mucho más sencillo, que se preparaba con la mezcla de dos partes de carbón de corteza de pan y una parte de quina, todo finamente pulverizado.

Mientras hacía sus mezclas, a Diego Sauri le gustaba cantar fragmentos de arias famosas. El júbilo con que su mujer entró al laboratorio lo sorprendió a la mitad del Se quel guerrier io fossi.

– ¡Ya camina! -le anunció Josefa agachándose y poniendo en el suelo a la niña que había bajado en brazos hasta ahí. La tenía sostenida de la cintura y le pidió a su marido que se arrodillara para mandar a Emilia hasta sus brazos, pero él se negó con horror a tal experimento.

Burlándose de sus miedos Josefa la soltó y Diego no tuvo más remedio que agacharse. Miró a Emilia parada en el centro de su laboratorio, vestida de azul pálido, con las manos asidas al aire y los pies de una muñeca temblando en botas nuevas. Sus ojos no alcanzaban el pretil de las mesas, pero reconocían ese lugar como el rincón del hombre que cuando usaba un largo delantal blanco, andaba por un mundo que parecía el mejor. Muchas tardes la había bajado con él a verlo hacer mezclas y oírlo cantar sentada en una silla alta, pero ésa fue la primera vez que ella ponía los pies en el suelo de su padre.

El boticario tenía los brazos abiertos y en cada mano un matraz con diferente tintura. Emilia perdió los ojos en el morado intenso y caminó hasta su padre.

Gritando bravos, Diego dejó el matraz con la esencia de lirio florentino en las manos titubeantes de la niña a la que vio acercarse como un milagro y se dedicó a pronosticarle a su mujer una parte del luminoso futuro de su hija.

Tan bienaventurado discurso terminó cuando Josefa, practicando el deber femenino de la atención diversificada, descubrió a Emilia teñida de lila desde la punta del fleco hasta la punta de las botas blancas que apenas le había entregado el zapatero esa mañana.

El anochecer los sorprendió en el baño de la casa, con Emilia todavía a medio despintar y ellos lamentando el primer pleito de su larga vida conyugal. Entre doce palanganas y un vertiginoso olor al perfume del jabón que la Droguería Sauri encargaba a una importadora de productos ingleses, Josefa calificó a Diego de inconsciente y Diego se defendió llamando a su mujer quisquillosa. Cuando para las nueve de la noche Emilia tuvo a bien dormirse, aún medio pinta de manchas lilas, Josefa se sentó a llorar en el suelo del baño al que había vuelto para recoger las botas. Era un baño nada común el de los Sauri. Además de la tina con patas de leones y de las tres jarras de porcelana con su idéntico aguamanil, Diego instaló una regadera que les brindara el extraordinario placer del agua limpia mojando sus cabezas sin necesidad de ocupar las manos en sostener la jofaina.

– ¿Por qué han de bañarse mejor las plantas que uno? -le dijo a Josefa al verla regar la vegetación que reinaba en su corredor.

Tres días después había logrado convencer a un herrero de que gastara su tiempo copiando en grande un rociador de flores. El hombre aceptó porque la buena labia de Sauri le aseguró que si le salía bien, en la botica él vendería decenas de tan útil artefacto recomendando su uso como la más avanzada medida de salud preventiva.

Con la clientela no tuvieron el éxito que él esperaba, pero eso no le importó gran cosa. El hecho es que su regadera lo hacía feliz imperando en el baño de su casa, bajo el emplomado azul por el que discurría una luz del mismo color que tenía el aire de su niñez. También hizo feliz a Josefa, que en las mañanas cantaba valses bajo el agua, mirándose brillar el cuerpo con que lo embriagaba.

Cuando Diego entró a disculparse aceptando que había sido un error darle el matraz a su hija, el piso sobre el que se acomodó a llorar Josefa todavía estaba mojado por el desorden que había sido bañar a la niña.

– No tengo nada que perdonarte -dijo ella abriendo una sonrisa que él se agachó a besar. Después se fueron a dormir.

Josefa se apegó a su marido como a un derecho natural, con la paz de quien recupera el alma mientras acaricia el raro tesoro que hay en un hombre capaz de pedir perdón.

Habían tenido suerte, no volvieron a disgustarse sino hasta la noche en que Emilia entró a su recámara llorando como no lo hacía desde las pesadillas de los dos años.

Poco antes ellos habían despertado tocados por el mismo deseo y se buscaron en la oscuridad para exorcizarlo con el ensalmo de sus cuerpos juntos, librándose del mismo precipicio.

Josefa besó el hombro de su marido agradeciendo que la prisa no le hubiera dado tiempo de salirse completa del camisón, y se vistió con la agilidad que habría invertido en terminar su guerra. Le preguntó a su hija qué había soñado y la dejó subirse a la cama para sosegarla abrazándola. Emilia respondió que no se acordaba.

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