– Con la diferencia de que a mí no se me ocurre acaudillar a nadie.
– Los dejo tan de acuerdo en ese tema como han estado siempre, y me voy a ver en qué va la manifestación, porque ya se me hizo muy tarde -dijo Milagros.
– No vayas, Milagros. Por un día que faltes no pasa nada -le pidió Josefa.
– Ya falté. Voy sólo a ver en qué acaba.
– Quiero ir contigo -dijo Emilia levantándose del suelo, despierta como un gallo.
– Y tú de dónde sales? -le preguntó Josefa con una sonrisa.
Diego había tomado una almohada de la cama, y le estaba quitando la funda para sentir las plumas. Se tocaban tan suaves, tan sumisas. Comparar a la guerra con una almohada rota. Eso sólo podía ocurrírsele a su mujer.
Milagros se despidió y corrió a la escalera. Diez segundos después, la oyeron azotar el portón de la entrada.
– Cierra las puertas como si quisiera sellarlas para siempre -dijo su hermana.
– Como si quisiera tirarlas -dijo Diego.
Emilia pidió una sopa y un pan con queso. Josefa le ofreció alubias. Nada le hubiera podido parecer mejor. Las iba comiendo y la cara le cambiaba de a poco. Cuando terminó su segunda ración, era otra.
– ¿Hasta cuándo vas a confundir el hambre con la tristeza? -le preguntó Diego-. Llevas dos días llorando y uno y medio has llorado de hambre.
– No te quites culpas, Diego -le advirtió Josefa.
– No las tengo. ¿Tú crees Emilia que yo tengo la culpa de que adores a Daniel?
– ¿A quién se le ocurrió eso?
– A tu mamá.
– Qué cosas se te ocurren -dijo Emilia-. Él sólo tiene la cuarta parte de la culpa. Otra cuarta la tiene mi tía Milagros por presentármelo cuando nací. Y de la mitad que queda, una parte es tuya porque me gustó que no te gustara y otra mía porque soy necia.
– Esa repartición me gusta -dijo Diego-. Con la cuarta parte estoy dispuesto a cargar.
– Faltaba menos -murmuró Josefa sirviéndole café a su marido.
El agua de tila se parecía esa tarde al té de la India. Emilia le puso un poco de leche y lo sorbió. Un ángel cruzó la mesa y tras el silencio de su paso se oyeron golpes en la puerta de abajo. Diego diagnosticó que ésa no podría ser otra sino Milagros y siguió a su mujer que fue a comprobarlo espiando desde el balcón. Un desorden de cabezas se apretujaba contra el quicio de la puerta. Los Sauri no entendieron qué pasaba, pero temblaron imaginándolo. Emilia bajó corriendo y abrió la puerta sin pensarlo dos veces. Entraron por ella dos hombres heridos que aún podían tenerse en pie, un joven cargando a otro y su tía Milagros como la pastora de aquella desgracia.
Las tropas habían marchado sobre la manifestación cuando estaba a punto de terminar. Cada quien había huido hacia donde le había llevado el instinto. Ellos llegaron hasta ahí con su olor a pólvora y su pánico a cuestas, guiados por Milagros y su certeza de que no había en el mundo un cobijo mejor que aquella familia.
Como si los hubiera presentido, sin la más mínima muestra de sorpresa, Emilia los condujo al cuarto lleno de libros que Diego Sauri tenía junto a su laboratorio en la planta baja de la casa. Se acercó al muchacho malherido mientras Milagros se ponía las manos en la cara, descompuesta por primera vez frente a su sobrina.
El muchacho se apretaba el vientre. Emilia le separó los brazos para hurgar entre su ropa. Segura de que se necesitaría morfina, se la pidió a su padre que en ese momento entraba en el estudio. Diego la oyó pedir sin aprobar su demanda, pero la contundencia adulta con que su hija volvió a urgirle que preparara la droga hizo al hombre dar vuelta y obedecerla sin más.
Emilia estaba apretando el puño del muchacho para contarle los latidos del corazón cuando él volvió con una jeringa, la droga y la seguridad de que su hija no sabría cómo ponerla. Pero ella, que había rasgado la orilla de su fondo para atarla en el brazo del muchacho, extendió su mano hacia él sin detenerse a verlo dudar. Encontró la vena que necesitaba y le inyectó la morfina como lo hubiera hecho una profesional. Luego se quedó un rato hincada junto al desconocido, pasándole la mano por la frente y hablándole al oído.
Josefa entró con trapos y agua caliente, avisó que Milagros había salido en busca del doctor Cuenca, y obtuvo de su hija una respuesta lacónica que dudaba por completo de que algo pudiera hacerse por aquel muchacho.
Los jóvenes que entraron con él a cuestas no tenían la menor idea de quién sería. Dijeron sólo que lo habían visto correr junto a ellos y luego caerse. No sabían ni cómo alcanzaron a recogerlo. Habían oído sus gritos sobre los tiros que les perseguían el cuerpo y la voz de Milagros pidiéndoles ayuda. A ese muchacho lo habían recogido porque gritaba, pero en el suelo había otros y ahí los dejaron.
Diego quiso saber si hubo muertos, pero ellos le contestaron que no habían estado las cosas como para andar investigando el destino ajeno. Después volvieron al mutismo pálido que aún los dominaba.
Milagros entró con el doctor Cuenca. Los últimos años habían apresurado la pendiente de su vejez, pero sus manos aún eran diestras. Se empeñó en buscar la bala en el cuerpo del muchacho.
– Se va a morir igual -le susurró Emilia-. ¿Para qué lo torturas?
– Eso nunca se dice -censuró el doctor Cuenca-. Ayúdame.
Emilia obedeció. Sabía con cuánta obsesión Cuenca llevaba adelante la consigna médica de pelearse con la muerte hasta el último momento. Pero había visto el cuerpo agujereado del muchacho y no imaginaba cómo sería posible salvarlo.
Las hermanas Veytia coincidían en su incapacidad para lidiar con la sangre y dejaron trabajar al doctor Cuenca ayudado por Diego y Emilia. Hicieron lo posible por dar cura a las heridas leves de los otros muchachos y conversarles hasta medio sosegarlos.
Dos horas después, cuando estuvo claro que el doctor Cuenca había tenido razón, Emilia acarició los párpados del adolescente aún dormido y le besó la cara como a un bendito.
Ni una lágrima, ni un gesto de horror pudo atisbar Diego Sauri en su hija durante todo ese tiempo. A veces la vio parpadear de prisa como si con eso pudiera borrarse de los ojos el destripadero que tenían bajo ellos. Otras, morderse los labios hasta lastimarse. Pero nunca tembló, ni mostró miedo. Parecía una vieja acostumbrada a la pena y sus infamias. Sólo sus ojeras se habían acentuado hasta ser dos manchas intensas bajo los ojos.
El herido tendría que permanecer bajo su techo porque moverlo era imposible. Emilia lo sabía y sabía también que en su condición de enfermera dependía del padre de Daniel. Así que le preguntó si podía salir un momento y, cuando obtuvo su aprobación, salió corriendo del estudio como si la persiguiera un mal espíritu.
Subió las escaleras a brincos, cruzó la estancia sin decirles una palabra a las hermanas Veytia y entró al baño sin detenerse a cerrar la puerta. Un líquido amargo le subía del estómago y ya no podía guardárselo más. Durante un rato largo, que a su madre le pareció eterno, la oyeron vomitar entre maldiciones estridentes y jaculatorias tergiversadas.
El doctor Cuenca había subido tras ella. Impávido y noble como el buen vino. No le gustaba notarse de más ni hacerle al héroe, pero esa tarde había ganado otra batalla y el éxito le permitía concederse un derroche verbal y un júbilo casi escandalosos en él.
– ¿La niña está vomitando? -preguntó con una sonrisa deteniéndose en el umbral de la puerta.
Josefa Veytia le contestó moviendo la cabeza hacia abajo y con dos lágrimas alargándose por su cara sin que pudiera remediarlo. El doctor Cuenca se acercó y se puso a encender un largo tabaco liado en La Habana.
– Hay que vomitar mucho para convertirse en médico -dijo-, pero la niña tiene talento y pasión. Con darle bien de comer, está arreglada.
Después le pidió a Josefa una de las infusiones con las que ella lo curaba casi todo.