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– ¿Me estás oyendo lo de la imaginación? -preguntó Emilia concentrada en los botones.

– Sí -le contestó Sol.

– El pájaro que la pone a volar está aquí abajo de tu sombrero -dijo Emilia levantándose a poner sus manos sobre las sienes de su amiga.

Una hora más tarde, en el momento de salir rumbo a la primera noche de su luna de miel, subida en el Panhard Levassor al que su marido dedicaba más atenciones que a ella, Sol buscó entre la gente los ojos de su amiga y, al encontrarlos, se puso las manos en las sienes y le hizo un guiño.

– ¿Qué te dice? -le preguntó Antonio Zavalza.

– Que intentará ser feliz -contestó Emilia agitando la mano para despedir a la novia.

El sol del día siguiente entró temprano por la ventana de Emilia Sauri que había olvidado cerrar los oscuros de madera, y le embargó la dicha que se había permitido el día anterior. Maldijo sin abrir los ojos. Buscó en silencio la razón por la cual la tenían tomada unas ganas opresivas de ponerse a llorar. Se lo preguntó en voz alta mientras recontaba con los ojos húmedos las vigas del techo. Luego metió la cabeza bajo la almohada y lloró sin darse tregua ni abrir la puerta durante los siguientes dos días.

Sus padres, que le conocían desde la infancia encierros de un rato, pasaron la primera mañana sin preocuparse demasiado. Pero cuando dieron las ocho de la noche sin que Emilia saliera al menos en busca de comida, Josefa Veytia ya no pudo guardarse los "te lo dije" que le apretaban la garganta. Dejó caer su lengua como una espada sobre los oídos de su marido hasta que el sueño le ganó la pelea cerca de las tres de la madrugada.

No había amanecido bien cuando volvió a las armas. Para el mediodía de aquel martes, hora en que Diego subió por cuarta vez de la botica a preguntar si algo había mejorado y por lo mismo él podía tener derecho a una sopa caliente, la furia de su mujer se había vuelto desolación. Llevaba una hora y media tocando a la puerta de su hija sin obtener ni un sollozo como respuesta.

– ¡Este Daniel es un imbécil! -dijo Diego para sorpresa de su mujer-. ¡Estoy de acuerdo contigo en que este Daniel es un muchacho imbécil!

– Yo nunca he dicho que sea un imbécil -aclaró Josefa-. Yo digo que es muy inteligente, pero muy egoísta. Que todos esos que dan en redimir a otros no saben pensar sino en cómo notarse. Al pobre lo mandaron a un colegio de interno, no tuvo cariño suficiente y ahora es un descobijado en busca de notoriedad.

– Por eso: ¡es un imbécil! -gritaba Diego entre frase y frase de su mujer. Pero nada pasaba. Emilia no se movía de su madriguera a pesar del escándalo que hacían sus padres. Lo mismo podía estar muerta. Al menos eso pensaron los Sauri.

Después de un rato y otro en aquel silencio sin respuesta, el mismo Diego se puso a llorar con tal zozobra que Josefa pasó de regañarlo a compadecerlo. Lo acariciaba hablándole al oído cuando Milagros Veytia cruzó la estancia y se detuvo frente a ellos. Con sólo ver la cara de su hermana supo que algo andaba mal con Emilia.

– ¿Está encerrada? -preguntó dándolo por un hecho.

– Y no encuentro las llaves de repuesto -explicó Josefa como si fuera una novedad que en su casa se perdieran las llaves.

– Esa puerta se puede abrir de una patada -dijo Milagros.

– Quítate Diego -pidió Josefa sabiendo la distancia que había entre una ocurrencia y una acción de su hermana.

Una tras otra, cinco patadas le puso Milagros a la puerta hasta que la firme chapa alemana encargada de custodiar el cuarto de su sobrina murió cumpliendo con su deber.

La recámara de Emilia se dejó ver clara y armoniosa. El último sol de la tarde caía sobre la cama de latón y la colcha de piqué blanco. Pero Emilia no estaba tirada ahí con la cara contra la almohada en medio de mocos y lágrimas. Emilia parecía no estar en la recámara. Desbaratando el silencio que paralizaba a sus parientes, Milagros Veytia se preguntó en voz alta si la niña no habría escapado por el balcón. Caminó hacia el rectángulo que dejaba entrar la luz contra los visillos. Diego resintió la pregunta porque vivía como una ofensa el solo hecho de que alguien imaginara que su criatura tendría algo que esconderle.

Josefa Sauri caminaba adelante de su hermana y se detuvo de repente como si el piso se le acabara. A sus pies, metida en el camisón color de rosa de su última infancia, sorda a los gritos de sus padres y a las patadas de Milagros, yacía Emilia inmutable como un encanto. Había estado dormida desde quién sabe qué horas. Y se veía exhausta.

Exhausta de crecer, pensó Josefa.

Diego Sauri se acercó a besarle la frente para comprobar que no tenía fiebre. Después levantó los ojos hacia el rostro de su mujer. Así dormía ella cuando era joven, con la misma perdida conciencia de existir. Aunque claro, ella no había tenido un padre y una tía irresponsables. Porque tal vez tenía razón Josefa cuando lamentaba las libertades con que Milagros y Diego cansaron a su hija.

Josefa pareció descifrar su mirada.

– Hay algunos renovadores incapaces de entender lo esencial -le dijo.

– ¿Qué es lo esencial? -preguntó Milagros alzando la voz.

– Los hombres tienen pasiones, las mujeres tenemos hombres -le contestó Josefa-. Emilia no es un hombre. No la puedan tratar como si tuviera los sentimientos tan mal acomodados como ellos.

Diego terció con razones favorables a su causa subiéndose a la cama con todo y zapatos para tener más cerca la voz de su mujer. Pero ni al sentir cerca el olor a madera y tabaco que tanto la ataba a su marido Josefa dejó de culparlo.

– Ridícula estaba yo protestando mientras ustedes les tendían la cama a los muchachitos. Como si fuera un chiste que Daniel le quitara a Emilia la paz.

– La paz es para los viejos y los aburridos -dijo Milagros-. Ella quiere la dicha, que es más difícil y más breve, pero mejor.

– No hagas discursos, hermana -pidió Josefa levantándose de la cama y caminando hacia la puerta-Hace rato que no puedo con los discursos.

– Tiemblo cuando se enoja contigo -le dijo Diego a Milagros tras ver salir a su mujer.

– No te aflijas. Ella sabe que tenemos razón. Lo que pasa es que le cuesta mucho trabajo aceptarlo.

– Yo no estoy tan seguro en este momento de que hayamos hecho bien no casando a Emilia como se casan las demás. Lo nuevo angustia.

– Más angustia lo viejo. Y si quieres entrar en tema, más me angustia el viejo Díaz. No sé qué vamos a hacer. Si sigue tan terco como está con quedarse, esto se va a volver un lío de los mil demonios. La campaña electoral es un sainete. Este hombre no quiere más elección que la suya. Y entre más persiguen a la gente, más se radicaliza. Algunos ya quieren levantarse en armas.

– Líbrenos el destino de los redentores -dijo Diego.

– Mañana llegan de México unos enviados de Madero a intentar que Serdán abandone su idea de la rebelión armada y se limite a combatir con la ley.

– No creo que logren nada -dijo Diego-. ¿Quién convence a ese montón de pasiones? Quiere ser héroe. Y eso es muy peligroso. Los héroes no traen con ellos sino dictaduras. Hay que ver en qué se ha convertido ese gran héroe de la República que fue el general Díaz. ¿Me crees si te digo que tengo miedo? Una cosa es querer vivir en una sociedad digna de llamarse así, buscar justicia para otros como un modo de encontrarse con la propia justicia, y otra meterse en una guerra.

– Aseguran que sería una guerra corta -dijo Milagros.

– No hay guerras cortas. Empezar una guerra es como rasgar una almohada de plumas -opinó Josefa entrando con la charola del té-. Por eso me gusta Madero, porque es un hombre de paz.

– Se pasa de ingenuo-dijo Diego.

– Es un buen hombre. Como tú -le dijo su mujer.

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