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Emilia descifraba el aliento de ese hombre seco que había sido su padre y su padre hablaba con ella usando una suavidad con la que no había privilegiado nunca a sus hijos. Los dos juntos parecían estar bailando alrededor de aquel desconocido cuya vida cuidaban como no pensó que cuidarían la suya. Emilia quería a otro Cuenca además de a él y su padre quería a Emilia como nunca demostró quererlo a él.

Sólo hasta que terminaron su trabajo ella volvió la cara que le iluminaba un rayo de luz colándose por la ventana. Tenía el pelo amarrado en una trenza rápida y una aureola de cabellos recién nacidos se había ido despeinando sonriente por encima de su cabeza. Lo miró como quien mira al infinito, cerró los ojos y los abrió después muy rápido, en un guiño con el que le pidió perdón de golpe por la hora de infidelidad a la que se había entregado, sin matices, en su presencia.

Daniel también la perdonó de un golpe. Y la quiso de nuevo con la misma necesidad que sintió entre sus costillas mientras le daba vueltas a la llave con la que abriría la cerradura de su casa.

Después del desayuno el doctor Cuenca aceptó irse con su hijo al extranjero. Ya estaba demasiado viejo para andar corriendo riesgos con los que no hacía sino arriesgar a otros. Eso dijo refiriéndose a su completa certidumbre de que Milagros, Rivadeneira y los Sauri no sólo vivían pendientes de él, sino que estaban tan asociados a su nombre que peligraban procurándolo.

Otra vez había vuelto la vigilancia sobre su casa, no iba a ser fácil ver a sus hijos durante los siguientes meses, quién sabía si años, y como su trabajo con Emilia ya estaba descubierto, no tenía ni siquiera que preocuparse demasiado por la continuidad de su educación. Emilia estaba lista para seguir buscándose los conocimientos médicos que le hicieran falta, quizás si él se adelantaba, pronto los Sauri permitirían que su hija se inscribiera en una universidad norteamericana y si la suerte era buena y el cielo iluminaba el destartalado corazón del dictador, tal vez Madero ganaría las elecciones y él podría volver a su casa a esperar el nacimiento de un nieto con los ojos de su alumna Sauri.

Emilia hubiera preferido no despedirse de su maestro. Había tenido suficiente con despedirse de Daniel una vez y otra, tantas que ya ni cuando lo tenía cerca se permitía la paz de saberlo suyo. Sentía que al abrazarlo cuando apenas llegaba, lo estaba abrazando al mismo tiempo porque ya se iba. Por eso, porque lo buscaba en todas partes, había recalado en su padre como en lo más próximo. Perder también ese consuelo le parecía una infamia doble. Pero no quiso llorar ni lamentarse frente a su maestro. Le debía tanto, había aprendido tan bien de sus palabras y sus silencios que un buen médico no se deja aniquilar por la pena, que sólo mientras lo abrazaba pudo llorar la última lágrima infantil de su vida.

Se habían deshecho de su secreto mayor y sin embargo, tras dos años de saber a la medicina como una de las dos pasiones esenciales para aquella muchacha, mitad hija; mitad cómplice. de su vejez ensimismada, el doctor Cuenca tenía con ella muchos pequeños conjuros en común.

Le había enseñado a escuchar la respiración de los enfermos, a oír con fervor el sonido de su sangre bajo la piel, a buscarles en los ojos la causa del mal que los lastima, a hurgar bajo sus lenguas, sobre sus lenguas, dentro de lo que callan o dicen sus lenguas. Le había enseñado que nadie cura sin el deseo intenso y entero de hacerlo, que ningún médico puede permitirse vivir lejos de tal deseo. Le había enseñado que la vida de los otros, el dolor de los otros, el alivio de los otros debía regir el aliento, las madrugadas, la valentía y la paz de todo médico. Le había dicho que los intestinos de la gente saben más de ella que su corazón y que la cabeza de la gente respira el aire que el corazón quiere mandarle. La había convencido de que nadie sobrevive a su deseo de morirse y de que no existe enfermedad capaz de matar a quien ambiciona la vida.

Además, le había regalado, como la única propiedad que su profesión sin ahorros podía regalarle, los más de cien privadísimos descubrimientos de su larga entrega a la medicina y sus enigmas. Emilia sabía dónde quedaba cada tornillo de los que arman el cuerpo humano. Sabía de qué color era por dentro, cómo corría la sangre y por qué arterias, qué sonidos internos explicaban qué penas. Sabía sacar a los niños de las panzas azules en que los guardan sus madres nueve meses, sabía coser heridas, desinflamar chichones, detener diarreas. Sabía ya que los caminos del dolor humano carecen de rumbo fijo y a veces no tienen fin. Pero sabía también que podían detenerse, que desde el principio de los tiempos la humanidad había encontrado formas para detenerlos, que no había una sola verdad médica y que siempre podría encontrar algo nuevo en las búsquedas de otros.

– Los médicos no sabemos nada, más que lo vamos sabiendo -le dijo Cuenca separándose de ella sin decirle adiós.

Daniel lo tomó del brazo y volvió a perder los ojos en Emilia.

– Ya tú sabes -le dijo.

– ¿Irás a la guerra? -preguntó Emilia.

– No habrá guerra -dijo Daniel. Emilia quiso creerle cada palabra.

Las siguientes semanas fueron difíciles para todos. Después de las elecciones, Milagros Veytia llegó a estar tan exhausta y desesperada que durante varios días no fue capaz ni de peinarse. Se mudó a vivir de lleno en la casa de su hermana, porque la soledad que había adorado empezó a pesarle como una sartén golpeándole la cabeza. En los días previos, el poeta Rivadeneira se había dolido tanto cuando ella no quiso irse de viaje con él, que tuvo a bien emprender el viaje de cualquier modo, en un intento más de los muchos que hacía a diario para vivir sin ella.

Desde antes de las elecciones ya estaba claro que serían un fraude. Ni Diego, ni Josefa, ni Milagros, aparecieron en las listas que por ley se publicaban en los periódicos ocho días antes de las votaciones primarias. Como ellos, muchos otros nunca recibieron las tarjetas que los autorizarían a votar.

En las cárceles habían desaparecido los guardianes "amigos". Desde su secuestro, Milagros no podía salir sola sin correr el riesgo de quedar otra vez detenida. Los tres Sauri la suplían en el trabajo de comprar libertades para los maderistas. Pero ni Emilia, intentando los caminos cortos con los cuales había salvado a Daniel, logró conseguir más de una libertad.

Un día se llevaron preso al único hijo de la mujer que cada semana iba a la Casa de la Estrella por las camisas de Diego y cada semana las devolvía planchadas y almidonadas como si fueran de azúcar. Parecía que el cielo le hubiera prestado todas sus aguas la tarde en que se presentó llorando porque su hijo ya estaba en la estación de trenes y eso sólo significaba que lo enviarían a morirse.

Como sus padres estaban ocupados escuchando una de las disertaciones de Milagros, Emilia tomó a la mujer de un brazo y se fue con ella a la estación de trenes en busca de quién sabía quién. Oscurecía cuando entraron al andén. Una hermosa máquina empezó a rugir soltando al aire un humo denso. Emilia respiró el aire aquel, lo dejó vagar y repetirse en sus pulmones y sintió volver el eco de un viaje sagrado. No le pesaron los pies ni la lengua ni la garganta para caminar de prisa en busca del hombre que tenía a su cargo el vagón lleno de presos. Subió la escalerilla y golpeó la puerta ajetreando su boca con los gritos de una patrona exigente. Se puso el apellido con que adornaba su nombre el esposo de Sol y se acogió sin dudarlo a la influencia de la familia que poseía más de medio estado. Dijo que el muchacho de doña Silvina la lavandera era peón de su casa y que no veía el motivo por el cual lo tenían preso. Cuando le contestaron que porque había participado liderando una huelga, ella actuó un gesto sorprendido. Miró al encargado con los ojos de superioridad que le horrorizaban en las cuñadas de Sol y alegó que eso era imposible: ella había tenido al preso bajo su mirada noche y día durante los últimos cinco meses. Luego, ayudada por la autoridad que le concedía haber convencido de su alcurnia al militar bajo cuyas órdenes estaba el cuidado de la estación de trenes, se llevó consigo al muchacho tras firmar con su nombre prestado unos papeles que la hacían responsable de su vida y su fidelidad a la patria.

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