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– Ya no sé qué cosa es peor -se lamentó Diego Sauri un miércoles durante la comida-, si el mutismo de antes o esta logorrea dominante. Desde que el viejo declaró que está listo para la democracia, toda murmuración se convierte en folleto y cualquier delirio se vuelve libro.

– ¿Quién te entiende, Diego? ¿No estabas siempre quejándote del silencio temeroso que dominaba al país? -le preguntó Josefa.

– Sí, pero también la ingenuidad invita al tedio. ¿Quién puede creer que la candidatura de Madero y su sueños espiritistas van a servir de algo?

– Yo -afirmó Josefa-. Yo que no quiero una guerra y que estoy tan harta como tú de esta paz.

– Antes te gustaba la paz -dijo Diego.

– Me sigue gustando. Por eso soy partidaria de Madero, porque tiene cara y actitud de paz.

– Pues ni tú ni él van a llegar a ninguna parte.

– Ya estás de pesimista, papá -opinó Emilia que se había vuelto una escucha implacable.

– Hija, lo que hago es ver, es lo que he hecho siempre con más gusto -dijo Diego.

– Me ofendo si vuelves a decir eso -coqueteó Josefa levantando la cabeza de los periódicos que leía en las tardes.

– Vanidosa -le contestó Diego mordiendo la punta de su gran cigarro.

– Vanidoso tú que caminas con la verdad y el desencanto por todas partes.

– Josefa, yo he reconocido siempre el talento con que puedes adivinar la trama de una novela, pero esto es distinto, no lo rige la lógica de la literatura en que tú eres experta: Madero va a perder.

– Milagros opina lo contrario.

– Milagros cree, como yo, que si el viejo Díaz no permitió ni siquiera el tonto juego del general Reyes y sus seguidores, menos va a permitir una elección que pacíficamente gane el señor Madero.

– ¿Qué pasó con el general Reyes? -preguntó Emilia.

– El general Reyes -dijo Diego- era gobernador de Nuevo León. Se volvió el candidato de unos gobiernistas ingenuos, que creyeron en eso del cambio de poderes, nada más porque Díaz quiso impresionar a un periodista gringo diciéndole cosas como que él acogería como un signo del cielo el hecho de que en su país surgiera un partido de oposición. Y qué bonito, qué bonito: hagámosle caso al Señor Presidente, busquemos quien releve al vejestorio.

¿Y? -preguntó Emilia interrumpiendo la carcajada con que su padre había detenido su narración.

– Les duró poco el gusto -dijo Diego-. Díaz llamó a Reyes, Reyes se desdijo y decepcionó de golpe a las logias masónicas, a los burócratas menores y al ejército. Negó su candidatura y ofreció su apoyo a la reelección de Díaz. Como premio le quitaron el gobierno de Nuevo León y lo mandaron a Europa a aprender nuevas técnicas de guerra. Es un zorro el famoso presidente Díaz -dijo Diego-. Y tu mamá cree que lo puede combatir un hacendado coahuilense metido de golpe a predicador, que tiene el mérito de ser valiente, de estar furioso y de haber escrito un libro lleno de disquisiciones históricas que no conducen bien a bien a ninguna parte.

– Ah -dijo Emilia tratando de organizar toda esa información en su cabeza-. Daniel me contó en una carta que es un buen hombre.

– Eso sí es, Diego, acéptalo -pidió Josefa, a quien la bondad le parecía una virtud superior a cualquier otra.

– Nada más le faltaba ese desorden al desorden que trae -dijo Diego.

– ¿Cuál desorden? -preguntó Josefa.

– ¿Te parece poco? Sólo en el estado de Puebla hay noventa clubes antirreleccionistas.

Eso ya lo sé -aclaró Josefa-. ¿Y qué tiene de malo?

– Que están peleados todos contra todos. Son noventa y ninguno.

– No es cierto, mi amor.

– Josefa, no me digas que no es cierto lo que compruebo todos los días. Yo hablo con ellos, tú los lees.

– Tú también los lees -dijo Emilia.

– Nada más para ver cómo no cumplen con lo que predican -aclaró Diego cambiando el tono juguetón por el de pesar. No le gustaba su casa convertida en campo de batalla verbal, temía más que la guerra, que la contingencia lastimara el refugio sedentario y paradisíaco de su armoniosa vida conyugal.

– Diego -siguió Josefa-, Aquiles Serdán estuvo dos meses en la cárcel por cumplir con lo que predica.

– Estuvo en la cárcel por bravucón. ¿A quién se le ocurre querer marchar con todo y su grupo antirreleccionista en el desfile anual del día de la Independencia? Y después se dio el lujo de escribirle una carta al presidente para quejarse del maltrato que le había dado su gobernador. Figúrate tú: "Es muy conocida la frase de Usted: hay que tener fe en la justicia, y la verdad Señor, que si esta vez queda todo impune, ni mis correligionarios ni yo volveremos a tenerla" -dijo Diego imitando la voz de un niño-. Se oye atrevido, pero es una tontería, Josefa. Como si Díaz fuera autoridad con la cual quejarse. En eso, Serdán se parece a Madero. Están peleándose con el gobierno, y con qué gobierno, pero quieren que el gobierno los trate bien.

– Tienen razón -dijo Josefa.

– Pero aquí todo está regido por la sin razón. También tenían razón los trabajadores de las fábricas en Orizaba y los de las minas en Sonora y ya vimos cómo les contestaron a sus razones.

– Entonces ¿qué sugieres Diego? ¿Que se quede todo igual?

– No me insultes Josefa, que eres una recién llegada -le contestó Diego-. Hace veinticinco años que te empecé a hablar de lo que ahora es la gran moda.

– En eso tienes la verdad completa -concedió Josefa levantándose de su mecedora y soltando el periódico que no había dejado de sujetar a lo largo de su desacuerdo-. Por eso te quiero, por terco.

– Haces bien -dijo Diego irguiendo los, hombros y contoneándose como un ganso-. ¿Cenamos? -preguntó tranquilizando su ánimo.

– Ahora que todavía hay -intervino Milagros Veytia. Llevaba un rato parada en el quicio de la puerta oyéndolos hablar.

– Qué cosas dices, Milagros. Eres más pesimista que Diego.

– Soy menos optimista -dijo Milagros al mismo tiempo en que besaba a su sobrina. Luego le preguntó por su amiga Sol, cambiando la conversación para no cargar la cena con el aire tenso de las preocupaciones.

Como bien lo había previsto Sol García unos años antes, su madre, casamentera obsesiva y eficaz, consiguió acercar el resplandor de su hija a los ojos de uno de los vástagos de la familia más rica de la ciudad

y el país. No resultó difícil que tal vástago perdiera por Sol hasta el hambre que siempre se caracterizó como su pasión única, y buscara el modo de hacerla suya de una buena vez. Dueño junto con su familia de haciendas varias, ingenios azucareros, tierras de tabaco, casas y dineros dentro y fuera del país, el muchacho conquistó a Sol más rápido de lo que Emilia hubiera imaginado. Y cuando hizo falta, porque una luciérnaga de duda cruzó el ánimo de la muchacha, su madre gestó la torpe pero eficaz metáfora de que su hija era una joya y de que las joyas necesitan guardarse en cofres de lujo. Así las cosas, se preparaba una boda digna de recordarse a lo largo de los tiempos.

– ¿Ya está listo el ajuar de princesa? -preguntó Milagros cuando estuvieron frente a la sopa.

Todavía no acaba de llegar -avisó Emilia-. Encargaron a París hasta los calzones y les faltan baúles. Unos están en Veracruz y otros todavía ni salen. Al paso que andan se va a casar con los fondos de encaje de Brujas que llegaron ayer.

– Esta niña heredó tus tijeras -le dijo a Milagros su hermana.

– Mejor para ella -dijo Milagros-. Y adviértele a tu amiga la casamentera que si su niña no se casa rápido se va a casar con un hombre en la ruina -dijo Milagros.

– Pero si son dueños de medio estado de Puebla y de una parte de Veracruz. ¿Por qué crees que la está casando Evelia? -preguntó Josefa.

– Porque nunca ha tenido talento previsor y está contagiada del ánimo comerciante del marido -criticó Milagros.

– Que se contagia bien -dijo Emilia-. A Sol ya se le contagió. Ayer me habló durante una hora de todas las cosas que va a tener. De la casa en la Reforma, de los muebles ingleses, de la vajilla de Baviera y las copas de cristal sueco. Está muy difícil tratarla, a veces me dan ganas de abandonarla a su suerte. Total, ella confía en que será buenísima.

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