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Durante todo ese día no se habló una palabra. Mientras la casa se llenaba de silencio, Madero visitó la ciudad.

Todos esperaban que el hombre condenara en público al ejército federal por asesinar a sus seguidores. Pero nunca sucedió tal cosa.

– No se puede ser neutral cuando la gente se mata en tu nombre -dijo esa noche Diego con una raya profunda entre los ojos.

Ayer en la mañana no la tenía, pensó Josefa cuando volvió a mirársela, imborrable, al día siguiente.

Durante esos meses, Emilia oyó las opiniones más diversas sobre los hechos más extraordinarios que había presenciado su vida. Mientras estaban en el comedor se ocupaba escribiéndolos, y cuando alguien cambiaba de opinión sin que nadie pareciera darse cuenta, ella sacaba su libreta y hacía el registro de la nueva tesis sin darse tiempo para reprochar la incongruencia. Hubo amigos de su padre que en cuatro semanas cambiaron diez veces su apego a Madero por furia antimaderista, y de regreso.

Se había dado esa tarea como un consuelo para sus propias dudas. Si la gente cambiaba de parecer político tantas veces, ¿por qué ella no podía detestar el recuerdo de Daniel una mañana y ambicionar la humedad de su entrepierna la tarde siguiente?

Hacía semanas que las mismas preguntas rondaban por su cuerpo sin que Emilia se atreviera a repetirlas sobre los oídos de nadie. Todos estaban tan preocupados por las grandes razones. ¿A quién podría importarle si volvería Daniel o en qué estaría convertido?

Una mañana, a mediados de agosto, bajó a la botica adormecida por estas preguntas, sola, porque su madre alegó que veía en las ojeras de Diego el cansancio de los últimos meses y que lo obligaría a quedarse en calma un rato más. Los dejó sentados a la mesa de un desayuno tardío y disculpó a su padre de las primeras horas frente al mostrador.

Abrió la puerta que daba a la calle, preparó unas recetas, acomodó contra los estantes la escalera corrediza. Estaba hecha de encino y brillaba siempre como si acabaran de barnizarla. Servía para alcanzar y sacudir los pomos de porcelana que blanqueaban de lujo todas las paredes. Subida en el penúltimo escalón empezó a frotarlos de uno en uno con un trapo limpio. ¿Qué iba a pasarle si Daniel no regresaba?

Lo tenía grabado en las yemas de los dedos. Algunas mañanas hasta creía estar recorriendo la piel de su espalda. Sin embargo, a veces fantaseaba con la idea de perderlo. Fantaseaba con su muerte cuando el entendimiento ya no le permitía estar en paz. Entonces, en medio de un sosiego que muy de lejos ensombrecía la culpa, elucubraba como un río: si me avisaran de pronto que está muerto, si quien tocó la puerta trae un telegrama, si la próxima carta que voy a abrir está acompañada de una nota de pésame que algún amigo envía explicando los detalles de la refriega en que murió, contándome las últimas horas de su vida, tal vez diciendo que su última palabra parecía mi nombre.

Se lo figuraba muerto y al mismo tiempo más cerca que nunca, sin poder irse, asido a ella cada vez que su boca lo llamara, estremeciendo su cuerpo con la certeza de que sus brazos fantasmales la cobijarían cuando los deseara.

Estaba columpiándose en esa fantasía cuando un niño de ojos oscuros y cejas asustadas entró a la botica llamándola a gritos. Su mamá tenía la cara morada y en lugar de empujar para que a él le apareciera otro hermano, lo que hacía era pedir aire muy quedito y no moverse.

Emilia volvió a la realidad y le preguntó si había buscado a doña Casilda, la partera de medio mundo pobre. El otro medio era tan pobre que sus mujeres parían solas, como solas habían nacido y solas se quedaban al rato de que un hombre les dejaba el recuerdo encajado entre las piernas. Sabían parir hijos como ella fantasmas, sin más ayuda que su sangre, y solamente llamaban a la partera cuando algo equívoco se les atravesaba.

El niño le informó que Casilda estaba en su pueblo, como suplicándole que no le hiciera reandar el camino. Entonces Emilia le pidió que buscara al doctor Zavalza. Pero de buscar a Zavalza y no encontrarlo venía el niño. Emilia bajó por fin de las nubes y los tarros junto a los que había estado suspendida media mañana y, preguntándose a dónde habría ido Zavalza sin avisarle, salió corriendo tras la figura del muchachito.

Se llamaba Ernesto y era el mayor de los hijos que había parido una mujer de veinte años cuando tenía trece. Emilia la conocía bien porque dos veces le había regalado los remedios que el doctor Cuenca le recetó cuando había ido a buscarla con un bebé a punto de morirse.

Unos meses más tarde, Emilia la vio pasar frente a la botica con su panza otra vez creciendo. Desde lejos la invitó a entrar y cuando la tuvo cerca conversó con ella y le hizo algunas preguntas.

La muchacha le contó cosas que Emilia trató de olvidar durante muchos desvelos. Cincuenta veces despertó sintiéndose culpable de tener una cama, de tener desayuno y sopa y cena, de saber leer y ambicionar una profesión, de tener padre y madre y tía, de tener a Zavalza y de ir teniendo el cielo entre atisbos que le daba su pasión por Daniel. Esa mujer tenía sólo dos años más que ella y no había visto sino abandono y hambre, infamias y maltrato.

Quizás lo que más perturbaba a Emilia era recordarla haciendo el recuento de su vida. Tener veinte años, cinco partos, tres hijos muertos y dos vivos, ningún cónyuge fijo, ninguna casa además del cuarto en que se amontonaba con unos parientes por el barrio de Xonaca, no parecían entristecerla más de lo que no la entristecía estar chimuela, medir lo que un niño a los once años y acarrear por el mundo el sexto embarazo de un hombre que no la conmovió una sola noche. ¿Enamorarse? ¿Qué invento era ése?

Recargada en el mostrador mientras bebía el jugo de naranjas que Emilia le había dado, hablaba de prisa esgrimiendo de vez en cuando una carcajada para burlarse de las preguntas que iba haciéndole la boticaria. ¿De qué se le murieron tres hijos? Pues de qué había de ser, no quiso Dios que se lograran, decía sin enturbiarse.

El mayor de los vivos corría guiando a Emilia por el otro lado del río San Francisco, por el otro lado del mundo suave y aromático en el cual habían crecido las pasiones y certezas que a Emilia le parecían primordiales. Cruzaron frente a un grupo de niños que jugaban sobre un cerro de basura, frente a una mujer que volvía de ir en busca de agua caminando con la espalda doblada, frente a una cantina que olía a vómito y un borracho que dormía sus pesares acostado sobre un pedazo ennegrecido de crinolinas viejas, frente a dos hombres que echaban a otro de una tienda y lo alcanzaban para patearlo hasta hacerlo llorar y pedorrearse pidiendo clemencia.

Emilia se prendió a la mano del niño y caminó a ciegas para evitarse el horror que la cercaba. Al cabo de la última calle, cruzaron el umbral de un cuarto sin más luz que la de una ventana cubierta con trapos y sin más cobijo que el petate sobre el que vio tirada a la parturienta. A su alrededor daban consejos y opiniones contradictorias unas cinco mujeres de edad imprecisa. Todas parecían coincidir en que la muchacha no hacía el esfuerzo debido. Más que ayudarla, la regañaban, sin dejar de pasarle trapos mojados por la frente, las piernas, el cuello, la barriga.

El único hombre en la casa se le fue a golpes al niño reclamando su tardanza. Emilia intentó frenarlo y explicar la razón de su demora. El hombre no quiso ni oírla, pero se detuvo intimidado por aquella extraña. Cambió los golpes por preguntas. El niño contó que no había podido encontrar a nadie más, mientras Emilia se unía al círculo de opinantes que asediaba a la enferma.

Se moría cuando logró quedar cerca de ella y oír su corazón latiendo extenuado. No hubiera servido de nada pretender que la dejaran sola, así que pidió que le dieran un hueco cerca de sus piernas y metió entre ellas la mano para buscar la entrada a su cuerpo. Quién sabía cuánto tiempo llevaba desangrándose. Quién sabía qué se le había roto por dentro y cómo.

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