Se hicieron amigas esa tarde y habían crecido buscándose, adivinando que una tenía lo que a otra le faltaba y que no había mejor manera de sentirse completas que andar juntas. Con el tiempo aprendieron tanto una de la otra que a primera vista eran menos profundas sus diferencias. Sólo ellas sabían que en momentos extremos, cada una era cada cual de la misma intensa y remota manera.
Por eso, cuando Salvador la dejó sin saber qué decirse de aquella conversación, y tras él vio pasar a Daniel corriendo, Sol buscó a su amiga y supo sin haber estado nunca ahí que la encontraría en el jardín.
Emilia seguía sentada cerca del estanque. Empezaba a caer una lluvia de gotas pequeñas.
– ¿Estás llorando? -le preguntó Sol agachándose para mirar de cerca su cara.
– Ya voy a terminar -dijo Emilia sacando de su bolso un pañuelo delgado de los que llegaban de Holanda. Luego abrazó a su amiga un largo rato. Sol la recibió sin hablar y estuvieron así hasta que las dos empezaron a mecerse.
Emilia había dejado de llorar y silbaba una cancioncita que iba marcando el ritmo con que bailaban abrazadas como dos osos.
– Conocí a Salvador -dijo Sol.
– ¿Te gustó? -preguntó Emilia interrumpiendo su música.
– Sí -le contestó Sol.
– Pobre de ti -dijo Emilia y retomó el silbido donde lo había dejado pendiente.
Abrazadas y silbando las encontró Josefa Sauri cuando salió a buscarlas. Había terminado de ayudar a su hermana para que la casa de los Cuenca no quedara hecha un caos.
– Están empapadas -les dijo.
– Lo de menos es lo de afuera tía Josefa -le contestó Sol que estaba por completo al tanto de la discrepancia entre la madre y la hija y se proponía suavizarla.
– Pobrecitas. Vengan, vamos a ver si podemos dormir.
– Nadie duerme cuerdo lleva a cuestas la fantasía de la revolución -dijo Milagros Veytia acercándose.
– ¿Ya te dijo Sol que deslumbró a Salvador? -le preguntó a Emilia.
– Es incapaz -contestó Emilia.
– Pero si yo la vi.
– Incapaz de decirlo -explicó Emilia.
– ¿Y a ti qué te pareció él? -quiso saber Josefa-. Tu mamá diría que es muy mal partido.
– Entonces ¿qué crees que me pareció?
– El hombre ideal -dijo Emilia.
– Casi -dijo Sol-. Por suerte, tardará tanto en regresar que para entonces estaré casada.
– ¿Con quién? -preguntó Emilia.
– Con alguno -contestó Sol en el tono que usaba para hablar de los inabordables designios de su madre.
– Eso si tú quieres -dijo Milagros Veytia.
– Voy a querer -le contestó Sol, como si adivinara el futuro.
– Por lo pronto vámonos o no vuelves a salir con nosotras -pidió Josefa viendo el reloj de la Waterbury Company que movía su péndulo en la sala de los Cuenca.
La buena pero poco ingeniosa Evelia García, como la calificaba Milagros Veytia, y su intachable pero colérico marido, como lo llamaba la propia Evelia, esperaban a su hija detenidos en la puerta de su casa frente a la Plazuela del Carmen.
Eran las diez y cuarto de la noche cuando las cuatro mujeres llegaron ahí en el auto que Rivadeneira les había prestado.
En cuanto las tuvo cerca pero aún con el coche andando, el señor García empezó a gritar. Sin que mediara mayor trámite calificó de inmorales a las Veytia y a la gente con que ellas se reunían los domingos y le reprochó a su hija lo que él consideraba un acto de libertinaje que manchaba la honra de su apellido y ponía en riesgo su condición de mujer decente.
– Pero si le traemos a su prenda más cuidada que nunca -gruñó Milagros cuando terminó de estacionarse.
– Mejor no hables Milagros -le pidió Josefa al ver el gesto de los García. Y saltando del coche con una destreza inusitada se disculpó por la tardanza.
– A ustedes no hay nada que perdonarles, ya las conocemos -dijo el señor García, que tenía a su mujer paralizada de terror-. ¿A qué horas vas a bajarte Soledad? -preguntó.
– Cuando a usted se le haya aquietado el tono de voz -dijo Milagros Veytia.
– A mí no tiene por qué bajárseme ningún tono, señora -dijo el señor García-. Soledad es mi hija y yo mando en ella. Por fortuna no me tocó ser padre de ustedes.
– Dice usted bien, la vida nos salvó de esa desgracia -dijo Milagros.
– Deje bajar a mi hija si no quiere que le diga al gobierno a qué dedican sus reuniones -contestó el señor García.
Sol iba sentada justo atrás de Milagros y en voz baja le pidió que la dejara salir.
– Como ve usted, la niña quiere bajarse -le dijo Milagros al señor García-. Lo mismo pasó en la reunión de la que venimos. Ella hubiera querido salir antes, pero no la dejábamos. Nos parecía necesario que usted se diera cuenta de que a cualquier hora está a salvo si la protegemos nosotras -agregó.
– ¿Acepta usted que había peligros? -preguntó el señor García.
– Sí -dijo Milagros-. Incluido el de la policía. Cualquier peligro de los que usted se imagina.
– Yo no imagino, señora.
– Perdóneme. Debí suponer que un hombre como usted no tiene ese vicio -dijo Milagros abriendo la puerta y bajándose para dejar salir a Sol.
Se había puesto para esa tarde uno de sus más vistosos huipiles, y se veía tan imponente con aquella ropa que apenas estuvo abajo suavizó incluso al aire que la rodeaba. La elegancia de su cuerpo en medio de tantos bordados pareció atemperar también al señor García.
– Después de todo no le pasó nada -dijo el hombre revisando a su hija mientras intentaba imaginar, quizás por primera vez, de qué demonios estaba hecha Milagros Veytia. Cambió de tono.
– En alguna otra parte habrá un hombre preocupado por ustedes. ¿Qué me dices de tu marido, Josefa? -preguntó tratando de que se olvidara su grosería.
– Su marido es un hombre de criterio bien formado -dijo Milagros dando la vuelta para subirse al coche que arrancó haciendo un escándalo de guerra.
Anselmo García había pasado la mañana en su rancho viendo cómo marcaban a las reses con la gran G de su apellido. Era tarde para sus horarios y la cólera le había quitado las energías que le quedaban. Por ventura para las mujeres de su familia, estaba exhausto, tenía sueño y entró en la casa sin decir una palabra.
– Pobre de tu amiga -dijo Milagros Veytia rumbo a casa de su hermana-, debe ser agotador vivir con un hombre así. Y mira que llamarlo "mi cielo". ¿Te puedes imaginar la idea que tiene del infierno? Con razón le teme tanto a condenarse.
– Le tiene miedo a todo. Te lo he dicho mil veces -contestó Josefa-. Y el miedo aturde. Yo creo que el miedo mata más gente que el valor.
– Pero se siente y ¿qué hace uno? -preguntó Emilia.
– No dejarse vencer. El que nunca siente miedo es un suicida, pero el que sólo sabe sentir miedo es otro.
– Pues yo ahora sólo tengo miedo -dijo Emilia.
– Estás cansada. Mañana te sentirás valiente -le prometió su madre para consolarla-. Te quedas a dormir, ¿verdad Milagros?
– Si hago falta -contestó Milagros.
– Siempre haces falta -le aseguró Josefa. Diego no había llegado todavía de la junta clandestina y ella se propuso acordarse bien de sus opiniones sobre el miedo para poder dormir.
Dos horas después lo escuchó subir las escaleras. Un escándalo anunció su llegada porque al entrar tropezó con el largo cilindro de tela relleno de arena que ella ponía contra la puerta del pasillo, para que no se colara el aire hasta su cama.
– Ya estoy en la edad que resiente los chiflones -había dicho Josefa al colocarlo ahí tres meses antes. Los mismos tres meses que Diego había pasado protestando contra lo que llamó un ridículo artefacto propio del altiplano.
Cuando lo escuchó caer, Josefa corrió hasta él sin ponerse la bata ni pensar en los peligros de chiflón alguno.