Horas después de tropezar en la oscuridad con la respiración de una Milagros silenciosa pero despierta, Emilia logró perderse en un letargo y soñar que dormía con Antonio Zavalza. Daniel entraba a su cuarto cargado de medallas y la despertaba para entregárselas como si fuera una niña ansiosa de tenerlas. Iba desnudo y se acostaba un rato a dormir junto a ellos. Después salía de la habitación sin hacer ruido, pero dejaba sus zapatos al pie de la cama. De ahí, ella los veía volar hasta posarse en el centro de su pecho y oprimirlo como si fueran de plomo. Sin poder librarse de aquel peso, recordó en el sueño de su sueño, un letrero pintado en la parte de atrás de una carreta desvencijada, sobre cuya carga de alfalfa habían viajado los dos una tarde camino al pueblo de San Ángel, en busca de un aire menos poblado de guerra que el de la ciudad de México en aquel tiempo: "Alza tus piececitos, porque me estás pisando el alma."
La despertaron unos golpes en la puerta. Se levantó aún evocando el perfume de su risa contra el cielo que cubría el mercado del pueblo, y fue a abrir. En el umbral, tocándose el sombrero con una mano enguantada, idéntico al recuerdo que le había tergiversado la noche, apareció Daniel nombrándola como un eco que no había querido escuchar.
– ¿No sabes tú que el aire cambia de color cuando le das la espalda? ¿Vienes conmigo o me desnudo aquí en la puerta? -preguntó soltando el nudo de su corbata y quitándose el saco.
Emilia fue con él. Segura de que hubiera necesitado mucho menos que un reto para seguirlo, iba en camisón, con la melena suelta y los pies descalzos, caminando por el pasillo del hotel con un temblor de ladrón inexperto, a robarle a la vida otro pedazo de aquel hombre cuya suerte había jurado no volver a seguir, segura como nunca de que todos sus juramentos eran falsos.
Entraron a un cuarto alumbrado apenas por la luz de una lámpara baja. Emilia caminó hasta la espalda desnuda de Daniel, le recorrió los huesos con el índice izquierdo:
– Siempre que te encuentro pareces perro hambreado- le dijo y se inclinó a tocarlo con la punta de la lengua, para saborear la sal y el lujo de su piel.
Pasaron dos días encerrados hasta que no hubo entre ellos sino el aire y el silencio de los que se han maldecido y bendecido sin tregua ni hartazgo. Cuando por fin salieron a comer con Milagros Veytia, en uno de los restoranes de mariscos acomodados a la orilla del mar, ella los encontró luminosos y desesperantes, como cuando eran niños. Daniel jalaba con el tenedor un mechón del pelo de Emilia, se lo llevaba a la boca para chupárselo y encendía en Emilia una sonrisa de fiera recién despertada, a la que la medicina y sus albures parecían no importarle en lo más mínimo.
– No voy a ir al congreso -decidió.
– Esa fortuna tienen los hombres con encanto -contestó Milagros mientras intentaba despegar una almeja de su concha.
– Y esta condena las mujeres que dan con ellos -dijo Emilia.
Las semanas siguientes recorrieron la ciudad como una feria, como si fuera un tiovivo el rodar de tantos coches motorizados y una rueda de la fortuna subir la cuesta de sus edificios. Entraban a los teatros como a cajas de sorpresa, miraban como una oferta las embarcaciones que llegaban de otros mundos, comían extravagancias hasta que les salía por las orejas el olor a mares remotos.
Una tarde que oscureció temprano, como el primer aviso de que el invierno estaba encima, Rivadeneira llegó en un barco español. Había pasado casi un mes desde que Milagros y Emilia dejaron Veracruz y una semana desde que terminó el congreso, en el que Emilia sólo se paró para rogar el silencio de su amigo el doctor Hogan, y obtener a cambio un regaño y la dádiva de su complicidad.
– Te estás perdiendo una colección de descubrimientos -dijo Hogan.
– Pero estoy haciéndome de otra -contestó Emilia, abriendo una sonrisa de ángel.
– ¿Te hace promesas? -preguntó Hogan deslumbrado con la luz de su cara.
– Es una promesa -contestó Emilia. -¿De qué? -preguntó Hogan.
– De presente -dijo Emilia al besarlo para despedirse.
Tres noches después, Daniel lució hasta el último de sus encantos durante una cena en la que Hogan, en solidaridad con Zavalza, se propuso ser poco hospitalario y distante. Lo consiguió hasta el fin de la sopa, pero desde ahí hasta el postre no pudo sino rendirse ante la inteligencia y el encanto de ese hombre cuyo pacto con las aventuras le había parecido siempre reprochable. Hogan le repitió a Emilia la invitación a pasar un tiempo en su casa de Chicago, que ella y Zavalza no habían podido atender cuando estuvieron en Estados Unidos. Daniel se entusiasmó con el ofrecimiento y prometió que muy pronto Emilia y él irían a amenizar uno de sus domingos y hasta podrían quedarse una semana en la ciudad. Selló su promesa con una despedida impetuosa, que puso a Hogan a sus pies.
En cuanto estuvieron solos, caminando sin rumbo por las calles frías de un noviembre ensimismado, Emilia Sauri quiso saber de dónde sacaba Daniel su certeza de que ella podría ir a Chicago.
– De que puedo ir yo -le respondió él con la certidumbre de tener una verdad entre los labios.
– Daniel, ¿qué voy a hacer contigo? -dijo Emilia preguntándose más que preguntándole, con el recuerdo de su vocación y del hombre con quien la compartía, como una repentina y larga herida para la que Daniel no sólo no tenía cura, sino que ni siquiera notaba.
– Cásate conmigo -le pidió Daniel agachándose a mordisquear la punta de su oreja.
Emilia meneó la cabeza para esquivar el coqueteo.
– Ya me casé contigo -dijo.
– Pero me engañas con el médico -le reprochó Daniel.
– No entiendes nada -contestó Emilia.
– Con lo que entiendo, tengo.
– Tú eres el que se va -dijo Emilia.
– Se va mi cuerpo. Mi cabeza está siempre contigo -dijo Daniel con un tono que ella no le conocía.
– ¿Y eso de qué me sirve? ¿En qué me ayuda a vivir? ¿En cuál lío me acompaña? ¿Qué hijos me da? -le preguntó Emilia.
Daniel no tuvo con qué defenderse sino buscándole los deseos bajo la ropa. Así que caminaron de prisa hasta el cuarto del hotel donde sólo imperaba la razón de sus cuerpos.
Al día siguiente volvieron a la feria, a festejar la ventura de tenerse, a recorrer el mundo desordenado y hospitalario de esa ciudad siempre dispuesta a ofrecer refugio a las pasiones irremisibles. Daniel tenía trabajo en un periódico y vivía en un departamento pequeño, cuyo desorden Emilia no intentó trastocar. Ahí se instalaron a dormir y besarse mientras el mundo trabajaba. Pospusieron sus desacuerdos. Ambos le tenían pavor al sucio espacio de los reproches y las aclaraciones. Cada cual por motivos distintos, pero cada uno con la misma reticencia a indagar algo que no fuera su irrebatible capricho en boga. Estaban juntos, sin más futuro que el de la tarde inmediata. La vida era valiente y generosa, irrevocable y promisoria.
Fueron a Chicago. No una, sino dos semanas pasaron en la casa de Hogan, convirtiendo sus domingos en festejos y sus noches en tertulias. Caminaron y bebieron con Hogan y Helen como si los cuatro estuvieran dispuestos a morirse con tal de no perder un minuto del júbilo que la vida en parranda les procuraba.
– Este hombre es más tu tipo -le dijo Helen un atardecer de confidencias, tras elogiar el modo en que a su amiga le brillaban la piel y las pupilas cuando lo tenía cerca.
– No cuando necesito estar en paz -le dijo Emilia.
– ¿Para qué quieres la paz, si tienes la dicha?
– Eso pienso ahora, pero no siempre es ahora -contestó Emilia evocando su vida con Antonio, como quien evoca un paraíso perdido.
Volvieron a Nueva York a pasar la navidad con Milagros y Rivadeneira, cuya condición de alcahuetes los había decidido a quedarse un tiempo más en esa ciudad a la que empezaban a temer después de dos semanas. Emilia los encontró envejecidos, como se encuentra que crecieron sin mesura los hijos tras un rato de no verlos. Pensó que algo así estaría pasando con sus padres. No había escrito a Puebla más que notas breves. Ni siquiera había intentado un pretexto para explicar su tardanza. Todo lo resumía en mandar abrazos y decir que estaba bien y era feliz. Cartas idénticas para destinatarios tan distintos como Zavalza, Sol y los Sauri. Sin embargo, sólo en ráfagas le había llegado un remordimiento que espantaba en cuanto iba a convertirse en algo parecido a un dolor. Ninguna razón, ninguna culpa, ningún recuerdo se atrevió a mortificar su presente.