Como respuesta al panegírico, Milagros se limitó a preguntar condescendiente para qué podía ser útil en ese momento. Josefa le había mandado un mensaje pidiéndole que viniera y le explicó que los motivos de la urgencia estaban todos en las cien alforzas por desbaratar y volver a hacer en el vestido de Sol.
Milagros había quedado exhausta tras la visita de Madero, pero en vez de poner un pretexto y salir corriendo del trabajo, se dijo que le vendrían bien un tiempo de reflexión y silla con algo entre las manos. Los últimos días había caminado kilómetros yendo de un lado al otro de la ciudad, así que le gustó la idea de acomodarse en el costurero a conversar con su hermana.
– Esta mujer se ahoga en un charco -dijo en cuanto la madre de Sol tuvo que irse a solucionar uno de los veinte mil falsos problemas que la agobiaban.
– Y tú no tienes vergüenza. Te vi cambiar la tarjeta -le aclaró Josefa deteniendo el bordado para escudriñar los impasibles ojos de Milagros.
– No me delatarás, ¿verdad? -se aseguró Milagros-. Me parece necio gastar en un regalo para alguien que ha recibido envíos de todos los ricos de México. Con lo que me hubiera costado ese reloj saco a veinte hombres de la cárcel -explicó justificándose con la clara sonrisa de una santa.
Durante los días que siguieron, la vida giró sin reparo hasta casi parecer la misma. En las mañanas, las Veytia conversaban largo junto al vestido de Sol. Quien las hubiera visto de lejos, cosiendo sin aparente preocupación el vestido de la muchacha que se casaría con el hijo menor de una de las familias más ricas de la ciudad, el estado y el país, no podría siquiera imaginar el aire que rondaba sus conversaciones. Josefa sabía por Milagros que durante los días siguientes a la visita de Madero, habían desaparecido de la ciudad decenas de sus más entusiastas seguidores. Para aumentar sus pesares, Milagros le contó que una noche había salido un tren con ciento treinta prisioneros que serían llevados como castigo a Quintana Roo, aquel imaginario lugar lleno de prodigios por el que su marido sentía nostalgia tantas tardes.
Por más que le daba vueltas, Josefa no podía creer que tal paraíso fuera considerado un lugar de castigo.
– Los llevan a hacer trabajos forzados bajo un calor que mata -le dijo su hermana-. No van a pescar y a dormir junto al mar que revuelve los recuerdos de tu marido. Van a la selva cerrada, a dormir entre víboras y mosquitos, a pelearse con el monte para abrir caminos, a comer lo que les avienten, a morirse.
– ¿Todo eso por querer elecciones limpias?
– Todo eso… -murmuró Milagros, en quien por primera vez Josefa percibió el desaliento.
– Vente a vivir con nosotros -le pidió Josefa al verla por un momento de sus vidas en condición de desamparo.
– No es para tanto. La soledad tiene sus placeres.
– Cásate con Rivadeneira -sugirió Josefa cortando un hilo.
– ¿Para arruinarle la vida? -preguntó Milagros.
– Ya se la tienes arruinada -dijo Josefa.
– ¿Cómo va Emilia? -preguntó Milagros, que sintió peligros en semejante conversación.
– Va -le contestó Josefa sabiéndola más desolada de lo que era posible notarle.
Desprendida de Daniel y su abrazo, Emilia quiso hundirse entre los frascos y fragancias de la botica. Su padre la recibió cantando el Ritorna vincitore y no se volvió a tocar el tema del dolor por ausencia.
Diego estaba seguro de que ninguna palabra podía darle a su hija mejor que el entretenimiento, así que la entretuvo enfrentándola a uno de los problemas más abrumadores del ser humano: cómo descubrir las causas de sus enfermedades para poder librarse de ellas.
Con la naturalidad de quien nunca ha quitado ese tema de su cabeza, Emilia volvió a los libros de medicina que guardaba su padre.
– Mira lo que te tengo -dijo Diego una tarde, esgrimiendo un tomo amarillento y deshojado.
Se llamaba Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales y había sido escrita por el médico sevillano Nicolás Monardes y publicada en el año de 1574.
– Tu héroe -dijo Emilia.
– Uno de ellos -contestó Diego dejando aquel libro sobre la mesa central del laboratorio.
Emilia jaló un banco alto y se puso a hojearlo.
– Ya conocían los usos del aceite de liquidámbar -dijo levantando la cabeza en busca de su padre-. ¿Por qué me habías dicho que ésa era una preparación original de la botica Sauri?
– Es original nuestra porque ya nadie la usaba. Y el tiempo es el mejor amigo de la originalidad.
– Dice Monardes que calienta, conforta, resuelve y mitiga el dolor. Tal vez me sirva untármelo.
– Todo sirve para el mal de amores, golondrina -le dijo Diego-. Mientras haya inteligencia en el enfermo, cualquier aceite cura, y tú eres una enferma muy inteligente. Tanto, que muchas veces nos engañas. Hasta parece que ni te acuerdas de tu mal.
– De loca pongo cara de pena frente a Josefa Sauri. Si así le sobran discursos, imagínate si me nota la tristeza. No se le acaba el odio por Daniel en todo lo que le queda de vida -dijo Emilia.
– Tu mamá tiene debilidad por Daniel -inventó Diego, a quien lo aterraba la sola idea de una brecha entre su mujer y su hija.
– Eres fantasioso, papá. Te pareces a Monardes -dijo Emilia guiñándole un ojo-. ¿Ya viste para cuántas cosas dice que usaban el tabaco? Para cerrar heridas, para dolores de cabeza, reumas, males de pecho, dolor de estómago, ahíto, lombrices, hinchazones, dolores ventosos y de muelas, carbúnculos, llagas… Con razón no hay cosa que mi tía Milagros no resuelva liando un cigarrillo.
Pasaron la tarde leyendo y transcribiendo todo acerca del tabaco y sus utilidades. Cuando cerraron la botica para subir a cenar se llevaron el libro a la casa y abrumaron a Josefa con las más extrañas anécdotas sobre el opio y los fantasmas e imaginaciones que provoca.
– ¿Sabes lo que escribió Monardes? -le preguntó Emilia a su madre siguiéndose de largo a la cita-: "A los españoles cinco granos de opio nos matan cuando sesenta les dan a los indios salud y descanso".
– ¿De casualidad no dice cuántos trastornan a los mestizos? Porque yo a veces quisiera privarme de juicio y ver cosas y visiones que me den contentamiento -rió Josefa parodiando las descripciones del libro.
– Tú te mueres con los cinco granos de los españoles -le dijo su marido.
– ¿Ahora me vas a presumir de indio, diciendo que tú aguantas cincuenta? -preguntó Josefa irónica y divertida.
– Te lo demuestro -le dijo Diego.
– No inventes desperdiciar -dijo Emilia-. Con ese tanto aliviamos a cinco moribundos, y a ti puede matarte.
– ¿Matarme? Tú no sabes de qué estoy hecho -presumió Diego regodeándose en la paz de su sillón predilecto.
El poeta Rivadeneira irrumpió en esa paz, entrando a la sala exhausto y pálido como un cabo de vela.
– Se llevaron presa a Milagros -dijo. Y pareció que fuera lo último que podría decir.
– Vamos por ella -respondió Emilia, creyendo que sería cosa de repetir los trucos de unos días antes.
– Esta vez no va a ser fácil -dijo Rivadeneira-. A ella la conocen bien en las cárceles, no podemos inventar que es extranjera. Además el gobernador la detesta desde la noche en que le preguntó a su esposa de dónde sacaba estómago para vivir con un asesino. La detuvieron por orden suya, no de cualquier policía. Por supuesto, en ninguna cárcel hay registro de su entrada -explicó Rivadeneira. Nunca se había sentido mejor informado ni más inútil.
Diego Sauri abandonó su sillón para ir a sentarse junto a Josefa quien, muda desde que entró Rivadeneira, lloraba sin alardes, pero sin tregua. En su cabeza daban vueltas las mil veces en que le habló a su hermana de los claros beneficios de una vida regida por el sosiego. Y temblaba recordando los labios de Milagros al repetirle siempre como un edicto implacable: "Para que tú me veas quieta, tendrán que enterrarme."