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Era media noche cuando a Emilia la despertó el frío sobre su cuerpo trenzado a la desnudez de Zavalza. Amodorrada y tiritando, Emilia recordó en desorden todas estas cosas mientras jalaba sobre su cuerpo y el de Antonio el edredón de plumas que siempre consideró un símbolo perfecto del cobijo que todo le prodigaba en torno a ese hombre. Se acurrucó contra su espalda dormida y lo escuchó decir entre sueños palabras de esas que penetran la noche con su significado y se quedan para siempre en los tímpanos de quien las escucha. Eso, pensó, debía ser lo que sus padres llamaron siempre felicidad.

Dos años después, para marzo de 1919, el hospital tenía veinte camas y siete médicos más. Sol García se

había convertido por azares de la mala fortuna que la revolución trajo a los bienes de familia de su marido, en su administradora, la más perfeccionista y racional del mundo. Zavalza decía que ni con lupa ni en Alemania podrían haberse encontrado una maravilla como ésa y, al escucharlo, Emilia se llenaba de orgullo como si la misma sangre de Sol latiera en ella. Si les hubiera interesado saberlo, ambas se habrían enterado de lo mal visto que estaba entre alguna gente ver trabajar a dos mujeres como ellas. Pero ninguna tenía tiempo ni ganas de preguntarse por la opinión ajena, así que gozaban con su quehacer sin necesidad de que alguien, aparte de ellas y sus corazones, estuviera en paz con el asunto.

Esa primavera Emilia y Zavalza aceptaron la invitación del doctor Hogan para presentar en el Geneve College of Medicine de Nueva York, una conferencia sobre los parásitos intestinales, tema que hasta la fecha nadie conoce con más precisión que los médicos mexicanos. Aun en esas épocas de epidemias y asesinatos, Sol había contado que de cada diez enfermos, cuatro lo estaban de algo relacionado con un mal en sus estómagos.

Emilia tenía particular devoción por el Geneve College porque en 1847, cuando ninguna universidad norteamericana permitía la entrada de mujeres a la carrera de medicina, los alumnos de esa escuela, consultados por el decano sobre si aceptarían a una mujer entre ellos, dieron por escrito un sí unánime, pensando que la pregunta era una broma. Elizabeth Blackwell, como se llamaba la joven en cuestión, armó con semejante asunto tal revuelo que convenció a sus futuros compañeros de que no había motivo para retractarse de lo que decidieron jugando. Entonces, a pesar de que las autoridades habían predicho graves incidentes por la presencia de una mujer en las aulas, poco a poco apareció, entre los estudiantes y su colega femenino, un aprecio genuino. Tanto que cuando uno de los maestros pidió a la señorita Blackwell que se ausentara durante las explicaciones anatómicas del aparato reproductor masculino, sus compañeros secundaron su negativa a marcharse. Tras los dos años que por esas épocas duraba la carrera de medicina, Elizabeth se licenció con las más altas calificaciones de su grupo.

La doctora Blackwell había sido maestra de Hogan, y el hombre sentía por su historia y su vida una devoción que sembró completa en la conciencia de Emilia. Como si la hubiera conocido, Emilia sabía de las tribulaciones de esa mujer durante su visita a Londres, donde se le permitió el acceso a las clases y los hospitales, pero fue rechazada por muchas de las mujeres a las que intentó atender. No había encontrado menos penas en su paso por Francia, donde en su afán por aprender aceptó trabajar en la escuela de comadronas, única en la que se le permitió practicar la obstetricia.

A encontrarse con Emilia y Zavalza fueron a Nueva York el doctor Hogan y la intrépida Helen Shell, quienes se habían enamorado como si uno no fuera treinta y cinco años mayor que la otra, o por eso mismo. Helen seguía siendo la impulsiva que encantó a Emilia cinco años antes y, tocado por la magia de la joven filósofa, Hogan se parecía a las fotos de la época en que su primera mujer vivía encendiendo sus treinta años.

Cuando volvieron a México, Emilia dedicó las noches del siguiente mes a columpiarse en la mecedora. Tenía la suposición de que todo lo que quisiera recordar cuando fuera vieja debía archivarlo ahí como en un sobre del que podría extraer enigmas y sueños cuando la vida empezara a volverse sólo un manojo de impulsos y formas inconstantes. De ese paraíso, tejido con recuerdos, no habría nunca nadie que pudiera expulsarla.

Zavalza la veía columpiarse en la silla lo mismo para recontar sus yerros que para conversar sus ilusiones o quebrantos. Había aprendido a conocerla por completo y sabía, quizás tan bien como ella misma, qué obsesiones la despertaban, qué sobresaltos y por qué abismos de nostalgia cruzaba algunas tardes de silencio, cuánta azúcar le ponía al café de las mañanas, de qué modo había dado en gustarle la sal, cómo dormía doblada sobre su lado derecho y qué caminos debía él seguir para tocar sus sueños.

Agradecía de Emilia la ventura de saberse querido y la emoción diaria de verla ir por el mundo persiguiendo siempre una sorpresa. No sabía darse por vencida, no usaba nunca la palabra incurable, no creía en Dios, pero de qué manera en algo así como la Divina Providencia. Cuando no le funcionaba un tratamiento intentaba otro. Le había enseñado a Zavalza que nadie se enfermaba igual de la misma cosa y que por lo mismo nadie tenía por qué curarse de lo mismo con lo mismo. Diagnosticaba los males de la gente con sólo verle el color de la piel o la luz en los ojos, con sólo detenerse en el tono de la voz o el modo de mover los pies. Zavalza la consideraba tan eficaz como un laboratorio ambulante. Nunca la escuchó hacer preguntas tan imprescindibles como el simple y directo ¿qué le duele? Y cuando nadie se atrevía a decir de dónde venía un mal o todos lo encontraban desconocido y peligroso, ella salía con tres contundencias increíbles y la mayor parte de las veces acababa teniendo razón. Gracias a su empeño conciliador el hospital a veces parecía más un consejo de locos que un centro científico, pero en el fondo estaba de acuerdo con su eclecticismo y sus búsquedas.

Para cuando al país entero lo tomó la epidemia de influenza española, además de la planta de médicos con título universitario, Emilia había ido llevando poco a poco a un tanto igual de curadores sin título, cuya presencia dio al hospital la fama de ser un sitio en el que todo era posible. Convivían ahí enriqueciéndose con el intercambio indiscriminado de sus conocimientos, tres célebres médicos homeópatas, dos autoridades indígenas que se llamaban a sí mismos médicos tradicionales y una partera de oficio más apta para el trance de sacar hijos que el más famoso ginecólogo neoyorquino. Además, enviado por Hogan, cada semestre los visitaba un médico extranjero, dispuesto como nadie al sorprendente intercambio de conocimientos.

Como llamada por la fuerza de un eco, la pequeña Teodora apareció un mediodía en la botica de los Sauri. Cuando Emilia y Zavalza llegaron a la Casa de la Estrella muertos de hambre, por ahí de las cuatro de la tarde, encontraron a Josefa acostada en el suelo, con Teodora subida sobre su espalda apretándole los sitios que desde su caída no encontraban alivio. Por Emilia, Zavalza sabía de aquella vieja y sus manos de artista, así que no lo sorprendió oír a su mujer nombrarla con la intacta devoción de una alumna y alegrarse, pero nunca sorprenderse con su llegada.

Total, para que aquel hospital fuera lo más parecido a un circo de tres pistas, un atardecer anaranjado apareció Refugio con su colección de enigmas bajo el brazo. Al verlo entrar en su despacho, guiado por Diego Sauri, Emilia sintió el recuerdo de unos pájaros en el centro de su estómago y se preguntó mientras lo abrazaba qué sería del marido que le vaticinó como un imposible. Llevaba casi cuatro años sin verlo, y aunque vivía en paz y su corazón estaba mejor cuidado que nunca, Emilia sabía como quien sabe que tiene ojos, sin por eso vivir siempre pensando en ellos, que su cuerpo guardaba inamovible su devoción por el otro hombre de aquella vida. No pensaba de más en esa certidumbre, la guardaba para sí como todo el mundo guarda secretos bajo el alma con que sonríe, pero a veces, se permitía incluso alimentarla, y aunque no hiciera una sola pregunta cuando Milagros resumía sus cartas en ausencia de Zavalza, sabía todo lo que necesitaba saber de él. Que estaba bien y vivo, que seguía escribiendo para varios periódicos y que aún la quería a pesar de la furia con que la había odiado durante todo el primer año que siguió a la separación que él llamaba sin más, su arbitrario abandono.

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