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Sí, señor Presidente, lo siento y me da usted pena, vergüenza y odio. Creo que se ha vuelto usted loco. Es usted un perturbado mental, un monstruo senil que juega con las vidas y emociones de las gentes sin humanidad cual ninguna… Con razón me mandó a mí a ver a Tomás y fui con alegría pero con el corazón en la garganta, palpitante, inquieta, desasosegada, sin saber en realidad qué cosa me esperaba…

Me guiaron por esos túneles sombríos con olor a muertes olvidadas. Una rata inmunda me miró como si me deseara. Goteaba sal de las bóvedas y el castillo entero crujía como si mis pasos lo ofendieran. Le digo esto para que sepa la elocuencia que se apoderó de mi cabeza y de mi lengua, preparándome para la emoción más grande de mi vida…

Tenía la máscara puesta cuando entré al calabozo.

– Tomás, mi amor, soy yo…

Hubo un silencio. El más largo de mi vida, suficiente para recordar mi encuentro con Tomás en el Museo de Monterrey y luego todos y cada uno de los minutos de nuestro amor.

– Tomás, mi amor, soy yo…

Me dio la espalda.

Escribió en la pared con un gis lo que ha escrito mil veces, pues las celda está llena de esos garabatos blancos, desvaneciéndose en la humedad:

PAN. TIEMPO. PACIENCIA.

Lo abracé. Se libró de mí con un movimiento áspero de los hombros. Me desconcerté, partida por un rayo inesperado. Me hinqué abrazándole las piernas.

– Tomás, he regresado, soy yo…

Lo miré implorando.

Estaba encerrado en el silencio.

Lo acaricié hincada. Lo miré implorando.

– Quítate la máscara. Déjame verte otra vez.

Se rió, señor Presidente. Nunca he oído una carcajada igual, ni espero volver a oírla. Era como si tuviera cadenas en la garganta. Reía como si arrastrase fierros en vez de palabras. Mi propia voz tembló, como si yo fuera la novia de la muerte, una enamorada surgida del mismo sepulcro que he visitado durante ocho años, llevándole flores, llorando a veces, a veces negándome a regar de lágrimas esa losa. Mi propia voz tembló, como si yo fuera una enamorada que un día se resignó a desaparecer y ahora debía cortejar a la muerte, porque ese hombre que usted cruelmente engañó, encarceló y manipuló perversamente, sí, perversamente, señor, ese hombre ya no es mi hombre.

Es otro y no sé cómo llamarlo, ni cómo hablarle.

No respondía a mis palabras. Con las manos arañé la máscara, quise abrirla como una lata de conservas. Él nomás se rió. Entonces salió una voz ahogada, una voz peluda, una voz que no reconocí y me preguntó que quién era yo, qué hacía allí, como me atrevía a meterme en el lugar que era sólo de él.

– Tu cara… déjame ver tu cara, Tomás…

Que no fuese idiota, que no me gustaría ver la cara debajo de la máscara, ¿por qué pensaba que se la habían puesto si no era para ocultar algo horrible, un rostro de monstruo, una cabeza de águila en cuerpo de hombre, unos ojos de serpiente y una boca de perro?, ¿eso quería yo ver, pobre idiota de mí?, que tenía cara de loco, que la barba lo ahogaba y le deformaba la voz, que ni los carceleros querían mirarlo cuando le quitaban la máscara para darle de comer, lo vigilaban y se la volvían a poner, él ya no peleaba, dejó de pelear hace siglos, él se acostumbró -"pan, tiempo, paciencia."- él se volvería totalmente loco si salía a la luz, él no creería que la realidad estaba fuera, él creerá siempre, hasta morir, que la realidad está allí adentro, prisionera pero libre del engaño del mundo, la mentira está afuera, afuera rondan la ilusión y el sueño…

– Aquí está mi casa, la verdad, la paz, el tiempo, la paciencia…

Todo esto me dijo, hiriéndome, sin reconocerme o fingiendo que no me reconocía, yo no sé, negándose a darme la cara, la voz ahogada por la pelambre como por esa selva que usted cruelmente le inventó, la voz encerrada detrás de la máscara y luego sus extrañas palabras:

– Despierten a los muertos, puesto que los vivos duermen…

No me reconoció. Pero se lo digo yo, que conocí a Tomás Moctezuma Moro mejor que nadie. Él ha encontrado su hogar entre esas cuatro paredes heladas. Ni siquiera el mar puede verse, ni el oleaje sentirse, en ese hoyo profundo que ya es parte del fondo del Golfo. Para él, el calabozo de Ulúa es la única realidad conocida o admisible. Esa es su obra cruel y maligna, Señor Anciano…

¿Cómo sé qué es él?

Esa voz no se olvida, por más deformada que me llegue.

¿Cómo sé que está vivo?

Por el miedo en sus ojos, visible a través de las rendijas de la máscara.

Por el miedo en sus ojos, señor Presidente. Un miedo que ni en mi peor pesadilla pude imaginar, un miedo a todo, ¿entiende usted?, un miedo a recordar, amar, desear, vivir o morir… El miedo que usted le puso allí, señor Presidente a quien el Diablo hunda en lo más hondo del infierno el día de su muerte. Que desearía próxima si no supiera desde ahora que su vida es ya un infierno.

Todo fue en balde. Sacrificó usted por nada a mi hombre. Tomás Moctezuma Moro no saldrá nunca de Ulúa. Ni vivo ni muerto. Esa celda es su hondo e inconmovible seno materno. No reconocería otro hogar.

El de usted debería ser la casa de la vergüenza. O lo que para usted es peor, la de la oportunidad perdida. Por primera vez, sospecho, las cosas no le salieron como esperaba. Me da usted horror. Pero más me da pena.

Sólo le suplico una cosa. Siga sobornando a los guardianes del cementerio para que al menos allí, como sucedió un día, yo pueda abrir la falsa tumba de Tomás Moctezuma Moro.

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Tácito de la Canal a "La Pepa" Almazán

No te preocupes por mí, mi amor. Lo he perdido todo. Salvo el refugio más íntimo del alma, que es mi amor por ti. No me importa que me desprecies, me insultes, me apartes para siempre de tu lado. No me importa. He regresado al puerto más seguro. Quiero que lo sepas. No es un triunfo ni una derrota. Me echas en cara servilismo y vanidad. Me humillas y lo merezco. Todo lo que parecía fortuna se me ha volteado en un instante y al mismo tiempo.

Sí, yo soy aquel al que el Presidente podría decirle,

– Salta por la ventana, Tácito,

y yo contestaría,

– Con su venia, señor, saltaré desde el techo.

Tuve un presentimiento, ¿sabes?, el día que un jefe de Estado extranjero llegó a Los Pinos a ver al Presidente. Yo lo esperaba a la puerta. El dignatario me entregó el impermeable como si yo fuera el mozo. De eso me vio cara. Yo debí haber cruzado los brazos detrás de la espalda como hacen los royals británicos para indicar cortésmente que no era el mayordomo de Palacio. Pero como en verdad lo era, tomé el impermeable del visitante, incliné la cabeza y le indiqué que pasara adelante. No me miró siquiera. Me quedé con la gabardina del Presidente de Paraguay entre las manos mientras el personaje se alejaba murmurando,

– ¡Qué frío que hace en México!

Yo era el criado, es cierto. Volví a hacerme la pregunta de cuando entré a servir al señor Presidente Lorenzo Terán,

– ¿Qué diablos quieren de mí? Si yo no soy nadie…

Vas a decirme:

– ¡Qué fácil! Ahora que no eres nadie, te das el lujo de jugar al humildito.

Créeme. No me creas. Qué más da. Te escribo por última vez, mi Pepona. No lo haré nunca más, te lo juro. Sólo quiero que sepas cuál ha sido mi final y aceptes que lo acepto con humildad verdadera.

Mi padre vive muy aislado en su casita del Desierto de los Leones. Es una casita modesta y decente, muy escondida. Se llega a ella por esos caminos escarpados de curvas con el Ajusco a la vista. Mi padre es muy anciano. Lo llamo el A. P, el Antiguo Padre, recordando alguna lectura, antigua también, de las novelas de Dickens, cuando era joven.

Porque un día fui joven, mi Pepa, aunque ni tú ni el mundo lo crean. Fui joven, estudié, leí, me preparé. Me impulsaba la ambición y algo más: el destino de mi padre. No repetirlo, ¿ves? No quería ser como él.

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