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– Esta vez no, Valdivia. Esta vez no.

¿Qué quería decir? El loro seguía misteriosamente callado, como si El Anciano lo hubiera rellenado de nembutales o el loro entendiese cuándo debía jugar al bufón para distraer y cuándo comportarse con eso que los franceses -¡némesis de El Anciano!- llaman sagesse, una sabiduría que tiene tanto de conocimiento como de experiencia, de contención y de cortesía.

– Sabe usted, lo sucio y lo sagrado comparten una cosa. No nos atrevemos a tocarlos -dijo mirando al perico, no a mí.

Las ojeras se le ensombrecieron aún más.

– ¿Recuerda usted a Tomás Moctezuma Moro?

Casi me sentí ofendido por la pregunta. Moro fue el candidato triunfador en las elecciones del año 12, pero cayó asesinado antes de asumir el poder. Se celebraron nuevas elecciones en medio de la conmoción nacional y en 2013 tomó posesión el incoloro Presidente de la Coalición de Emergencia, un mandatario gris, olvidado, de ocasión, marcado por la ineficiencia, la transitoriedad y la fragilidad acomodaticia. El Congreso gobernó en ese periodo y gobernó mal. Unidos para elevar a un Don Nadie a la Presidencia, en seguida volvieron a la guerrilla de la gorila. El Congreso dictó la política a su leal saber y entender, y el Ejecutivo -¡por Dios!, ¿cómo se llamaba?- obedecía con las manos cruzadas.

Por eso suscitó tanto entusiasmo Lorenzo Terán en el 2017, cuando su vigor y personalidad -tan evidente aquél, tan fuerte ésta- lo llevaron a la Presidencia en una ola de triunfo y esperanza, con el 75% de los sufragios para él y el 25% restante dividido entre los minipartidos que ya habían cansado y desencantado al elector…

Tomás Moctezuma Moro. Un incidente olvidado. Un fantasma político más. Presencia ayer, espectro hoy.

– Un hombre honesto -comentó El Anciano-. De ello doy fe. Se creía el Hércules que iba a limpiar los establos de la política mexicana. Yo se lo advertí:

– Es peligroso ser de verdad honesto en este país. La honestidad puede ser admirable, pero acaba por convertirse en vicio. Hay que ser flexible ante la corrupción. Sé honesto tú, Tomás, pero cierra los ojos -como la justicia divina- ante la corrupción de los demás. Recuerda, primero, que la corrupción lubrica al sistema. La mayoría de los políticos, los funcionarios, los contratistas, etcétera, no van a tener, otra oportunidad para hacerse ricos, mas que esta, la de un sexenio. Luego vuelven al olvido. Pero precisamente quieren ser olvidados para que nadie los acuse, y ricos, para que nadie los moleste. Ya vendrá otra camada de sinvergüenzas. Lo malo es cerrarle el camino a la renovación del pillaje.

– Te conviene -le dije a Tomás-, te conviene estar rodeado de pícaros, porque a los corruptos los dominas. El problema para ejercer el poder es el hombre puro que no hace más que ponerte piedras en el camino. En México sólo debe haber un hombre honrado, el Presidente, rodeado de muchos pillos tolerados y tolerables que a los seis años desaparecen del mapa político.

– Lo malo de ti -le dije a Tomás Moctezuma Moro- es que quieres que el mapa y la tierra coincidan. Mira lo que te recomiendo, tú vive tranquilo en el centro del mapa y deja que la tierra la cultiven los ejidatarios de la corrupción.

El Anciano suspiró y hasta sentí un temblor involuntario en su mano, que apresaba la mía con una fuerza increíble.

– No me hizo caso, Valdivia. Proclamó a diestra y siniestra sus intenciones redentoras. Dijo que así iba a obtener el máximo apoyo popular. Además, obraba por convicción, de eso no me cabe duda. Iba a acabar con la corrupción. Decía que era la manera más canalla de robarle a los pobres. Eso decía. Los rateros iban a la cárcel. Los humildes tendrían protección contra el abuso.

– Frénale, Tomás -le dije-. Te van a crucificar por andarte metiendo de redentor. No anuncies lo que vas a hacer. Hazlo cuando estés sentado en la Silla, como mi general Cárdenas. No destruyas al sistema. Eres parte de él. Bueno o malo, no tenemos otro. ¿Con qué lo vas a reemplazar? Esas cosas no se improvisan de la noche a la mañana. Confórmate con castigar ejemplarmente a unos cuantos chivos expiatorios al principio del sexenio. Da tu campanazo moral y descansa en paz… -no me hizo caso. Era un Mesías. Creía en lo que decía.

Me dejó asombrado. Se santiguó.

– ¿Quién lo mató, Valdivia? El reparto es tan enorme como el de la película Los Diez Mandamientos, ¿recuerda? Narcos. Caciques locales. Gobernadores. Presidentes municipales. Jueces venales. Policías degradantes. Banqueros temerosos de que Moro les arrebatara subvenciones oficiales a su incompetencia privada. Líderes sindicales temerosos de que Moro los sometiese al voto y censura de los agremiados.

Camioneros explotadores del abasto. Molineros explotadores del campesino productor de maíz. Maquilas resistentes a cumplir las leyes laborales. Rapamontes que convierten los bosques en desiertos. Neolatifundistas que acaparan el agua, la tierra, la semilla, los tractores, mientras los ejidatarios siguen usando el buey y el arado de madera.

¿Suspiró El Anciano o cotorreó el loro?

– La lista es infinita, le digo. Añada a los iluminados, los locos que quieren salvar al país matando presidentes. Añada además las teorías de la conspiración internacional. Los gringos siempre temerosos de que México se les salga del huacal porque a Moro no lo iban a manipular fácilmente. Los cubanos de siempre, los de Miami temerosos de que Moro ayudara a Castro, los de La Habana temerosos de que, apóstol de los derechos humanos, Moro le creara problemas a Castro. El cuento de nunca acabar…

Ahora me miró a los ojos.

– No he conocido un político que se haya hecho de tantos enemigos tan rápido. Era un estorbo para todos. Le advertí que tenía demasiados enemigos, que era un estorbo para todos, que corría peligro…

No me soltó la mano. Pero esos ojos ya no eran suyos. Eran los ojos de la noche, del murciélago, del calabozo.

– A Tomás Moctezuma Moro lo mandé matar yo. ¿Necesito explicarte por qué debes destruir esta cinta y por qué me urgía comunicarme contigo?

Te quiero, N

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Nicolás Valdivia a Tácito de la Canal

Señor: Soy breve. Esta se la entregará el señor Jesús Ricardo Magón, persona de todas mis confianzas. No abundaré sobre asuntos que usted conoce de sobra y yo también. Simplemente, quiero advertirle que los documentos incriminatorios están en mi poder y bien salvaguardados.

Reconociendo su nunca desmentida inteligencia, comprenderá por qué no los hago públicos. La publicidad lo eliminaría a usted de cualquier aspiración política superior. Es decir, que su candidatura presidencial no prosperaría a la luz de tamaño escándalo. Esto lo sabía el señor Presidente Terán. Lo sabe su contrincante el exsecretario de Gobernación Bernal Herrera, a quien tengo el honor de sustituir en este despacho. Lo sabe doña María del Rosario Galván, a quien de manera tan poco caballerosa ha tratado usted pero que, siendo mujer de vasta inteligencia política, entiende que es mejor pedirle, señor De la Canal, que se retire de la vida pública a cambio del discreto silencio de quienes conocemos sus objetables manejos.

Los papeles permanecerán en sitio bien sellado por una sencilla razón. Incriminan a demasiadas personas. Banqueros, gestores y capitanes de empresa que le son más útiles al país fomentando el desarrollo que purgando penas en la cárcel de Almoloya. Al fin y al cabo, ¿qué fueron sus indiscreciones en el negociado de MEXEN sino eso, riachuelos de un caudaloso río de inversiones, subafluentes del indispensable capital y ahorro que el país necesita para avanzar?

Ponga dos cosas en la balanza. El progreso de México en un platillo. Su culpabilidad en el otro. ¿Qué pesa más? Me dirá que usted no es el único culpable. ¿Arrastraría por puro despecho a sus poderosos cómplices a la catástrofe? Mejor será que todos mantengamos la compostura y un discreto silencio sobre este asunto. Estimo que a usted le conviene tomarse una larga vacación. Una vacación perpetua, le recomendaría yo. Seguramente Acapulco es más apetecible que Almoloya. A sus compañeros de travesura no les diremos nada, ni usted ni yo. Vamos dejándolos en paz, ¿no le parece? Lo que yo haré es promover leyes de vigilancia sobre las operaciones de compañías públicas y privadas a fin de eliminar el fraude y la información privilegiada, asegurar el acceso a la contabilidad de las empresas y castigar severamente a los PDGs (perdone mi formación francesa: Présidents Directeurs Généraux) que vendan acciones en alza semanas antes de que caigan en picada, a sabiendas de que quienes se aprovecharon de valores inflados se escabulleron a tiempo, como los lamentados Bushito y Cheney, y abandonaron a su suerte a los pequeños inversionistas, como esa señora doña Penélope Casas que trabajaba en su oficina, ¿se acuerda? Para muestra basta un botón…

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