Modelos históricos, señora. ¿A cuál de ellos acabaré pareciéndome? Ah, un valido vale tanto como su protector, pero también tanto como sus enemigos. Y usted y Bernal Herrera no me sirven, para qué es más que la verdad, ni para el arranque.
– Usted no es más que una caña disfrazada de espada -me dijo un día nuestro dilecto secretario de Gobernación.
– Y usted, señor, es una sardina que se cree tiburón -le contesté.
– ¿Y yo? -se atrevió usted, muy petulante, a preguntarme.
– Un fideo, señora, apenas un fideo…
Anda usted diciendo que soy un masoquista que se deleita contando sus humillaciones y cómo las soporto en el servicio del señor Presidente. La mera verdad es que avanzo por los pasillos de la casa presidencial pensando esto, castigándome por mis propias bajezas, pero elogiándome a mí mismo porque gracias a que soy un miserable, no sólo vivo: sobrevivo. Vuestro amigo el tal "Séneca" dice de mí:
– Tácito es capaz de corromper al diablo.
Murmura a mi paso:
– Ahí va Su Excelencia el Mal.
(Frase tomada de Talleyrand, como sabe usted que fue educada por gabachos.)
Pero yo le pongo plomo a mis zapatos para que no me lleve ningún ventarrón. Lo aguanto todo, señora, porque el que aguanta más es el que ríe al final. Puedo, como usted con escasa cautela me lo avisa en su carta, derrumbarme en cualquier momento. Pero le advierto a sus señorías que los arrastraré a todos conmigo al precipicio.
Me dijo usted un día:
– Eres un murciélago, Tácito. No te aparezcas de día.
No me atreví a confesar que la admiro de noche, señora, cuando usted se encuera con la luz encendida. Fui más fino.
– Qué va. Soy una mansa paloma.
– Serás el primer halcón que se vuelve paloma.
– Qué va. Somos parvadas.
Sus comparaciones no son felices, María del Rosario. Llámeme mejor "El Hombre Bruma". Verá que no soy fácil de atrapar. Y que me cuelo debajo de las puertas mal defendidas. Como las de usted y su amante Bernal Herrera. Sin olvidar al infeliz bastardo nacido de sus amores y abandonado en un asilo de idiotas.
42
Bernal Herrera a María del Rosario Galván
Marucha, Marucha mía, ¿qué te ha ocurrido? No te reconozco, no me reconozco a mí. ¿Por qué has permitido que un impulso vengativo te domine? ¿Por qué no has gobernado tu pasión? ¿Por qué has dejado que tus hormonas se anticipen a los calendarios acordados por ti y por mí, nosotros dos, tan unidos siempre, siempre tan sincronizados? Jamás hemos confundido lealtades, tú y yo… Nuestra unión política nace de una unión carnal y ahora recuerdo qué distintos éramos cuando nos conocimos y nos amamos, pero pagando los precios inevitables de toda iniciación amorosa. Estaba en nuestra naturaleza psicológica y política dudar de todo. Nos conocimos. Nos atrajimos. Pero tú dudaste de mí, como yo de ti. Hasta que nos dimos cuenta, una noche, juntos, con una botella de Petrus compartida, que nos queríamos aunque sospechásemos el uno del otro y con una carcajada común (¿fue el vino, fue el deseo, fue el riesgo, sin el cual no hay encuentro erótico que valga?) dijimos:
– Duda de todo y nos vamos a entender.
Te dije que el hombre público debe dudar siempre y esto nos lleva a vivir en perpetua angustia e inseguridad, sin jamás demostrarlo. Esa es la otra regla, Marucha mía. La duda, la angustia, son la levadura de nuestra lucidez y tranquilidad públicas. Llegamos a ser políticos profesionales porque no sofocamos nuestra inseguridad -es decir, nuestra capacidad de sospecha-. Profesión, político. Partido, sospechosista. O sea, potenciamos nuestras angustias para que la coraza de la serenidad se nutra de materia humana. Tuvimos un hijo, María del Refugio. Un niño mongoloide, o para hablar científicamente, con el síndrome de Down. Tuvimos que optar. Vivir juntos para cuidar al niño y sacrificar nuestra ambición política, o quedarte tú con el niño y dejarme libre a mí -libre y doblemente condenado por frustrarte a ti y abandonarlo a él-. O hacer lo que hicimos. Internarlo en un asilo, visitarlo de cuando en cuando -cada vez menos, acéptalo, cada vez menos atados a ese destino sin destino, cada vez más temerosos de que esa criatura inerme, con su mirada tierna y alegre, pero lejana e indiferente, que ese niño sin más porvenir que una muerte temprana, nos arrebatase nuestras propias vidas a cambio, estrictamente, de nada.
Estas fueron nuestras razones y hemos guardado el secreto durante catorce años. Te lo advertí, María del Rosario, que nunca lleguen a mi oficina las cuentas del asilo. Estoy de tal manera vigilado, asediado, rodeado de espías al servicio de mis enemigos -que son los tuyos, no lo olvides-, que cualquier descuido puede ser utilizado contra mí -y contra ti.
Así ha sucedido. Faltaría saber quién vio la cuenta del asilo y olfateó, la verdad. ¿Crees que no lo sé? Mis amigos se dicen enemigos de Tácito -pero yo estoy obligado a pensar que lo mismo le dicen a Tácito:
– Somos tus amigos. Detestamos a Herrera. Vamos contigo a la Grande.
Las pruebas a las que hay que sujetar a quienes nos rodean son útiles algunas veces, inútiles la mayoría y siempre dañinas para la paz interna. Llegas a convencerte de que amigos y enemigos pueden ser amigos entre sí y terminas, lo quieras o no, repitiendo esa frase de Stendhal que tú me enseñaste:
– ¡Qué inmensa dificultad esta hipocresía de cada instante!
Dime tú cuántas veces no hemos reflexionado juntos sobre un tema central de la vida política:
¿Cómo tratar al enemigo?
¿Con ritos de apaciguamiento?
¿Con un ataque frontal?
¿Con violencia, cortándole la cabeza?
¿Derrotándolo primero para enseguida honrar al enemigo?
¿Vencer a traición sin que la desgracia de tu victoria caiga sobre tu propia cabeza?
¿Cortándosela primero al enemigo?
¿Pensar siempre -además-: Esa pudo ser mi cabeza?
¿Transformar al enemigo vencido en guardián y amigo, levantarle estatuas y dedicarle placas -a condición de que haya muerto?
Estoy inquieto, María del Rosario. Tu ímpetu viola la ley de la justicia política. El verdugo político debe ser invisible. Has violado, por pura emoción femenina y materna, tus propias leyes.
Tácito nos ha forzado la mano. Nos obliga a revelar nuestro juego, a denunciar sus chanchullos en el negociado de MEXEN. Más que nunca, debemos pensar en la oportunidad de nuestro ataque. Tácito sabe que sabemos porque tú, mi impaciente amiga, se lo has hecho saber, sin medir las consecuencias. Has saboreado prematuramente las mieles de la victoria. Error primario. Tácito ha respondido con habilidad a nuestra propia regla:
– En política, nunca anuncies, actúa…
Sabes, Marucha, yo soy un hombre que tiene un tribunal sentado siempre dentro de la cabeza. El juez es un Nosotros y a veces un Ustedes. Hoy, ese juez nos está juzgando, ahora es un Yo-Tú que me dice:
– Le confiaste a esta mujer un secreto del cual depende la derrota de mi rival y mi propio éxito. Pero si mi mujer lo revela, mi rival nos mandará condenar a los dos.
Así lo ha hecho por vía de la prensa, revelando la existencia de nuestro hijo tarado. Asúmelo, entiéndelo, yo el precandidato a la Presidencia, tú la profesional de la política más afamada del país, reducidos al papel de un par de padres desalmados, dos infames sin sentimientos, dos monstruos de crueldad…
Respira en paz, María del Rosario.
El Presidente se ha comunicado personalmente con los cinco o seis magnates de la comunicación para decirles:
– No se equivoquen. Ese niño es mío. Es el fruto de viejos amores con la señora Galván. Mírense al espejo y digan si uno solo de ustedes no posee un secreto de amor en su pasado. Maten la noticia. Nunca les he pedido un favor personal. Si lo hago esta vez, es porque concierne a una dama. Y también, ustedes lo entienden, a mi propia investidura.