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El mozo de La Parroquia se acercó con la humeante y enorme cafetera. El Anciano se excusó. No me había invitado a beber un tercer café. Me arrimó el vaso de vidrio. El fantástico servidor cumplió con ese rito extraordinario que conocen todos los que desayunan en La Parroquia. El mozo levanta la cafetera por encima de su cabeza. La inclina y hace que el chorro del aromático líquido (¿así se dice?) caiga precisamente dentro del vaso.

Parece -es- un acto de magia. Fue en ese momento, inoportunamente, cuando le pregunté al exjefe del Estado:

– Y usted, señor Presidente, ¿se inclina por alguien para la sucesión de Lorenzo Terán?

El viejo pudo guardar silencio, mirar los cuervos anidándose para pasar una buena noche en los laureles de la plaza: nubes de aves buscando guarida nocturna con un alboroto que por fortuna opaco mis palabras, aunque El Anciano las escuchase. Le puedo decir desde ya, señora, que no he conocido oído más fino que el del expresidente al que, estúpidamente, quienes le pedían favores lo conducían al rincón más apartado del despacho para decirle:

– Como dicen que en el fondo es usted muy buena gente…

Yo no sé si El Anciano del Portal es buena o mala gente. Sólo sé que es un viejo astuto, que se las sabe todas y que no suelta prenda. ¿Me oyó, no me oyó, no quiso que el camarero oyese? El hecho, mi admirada aunque cruel amiga, es que el viejo empleó esos minutos de silencio, interrumpido sólo por el alborotado (¿o plañidero?) graznar de las aves crepusculares, para darme una clase de cómo se dice todo sin decir nada en la política mexicana.

Le ruego repetir ante un espejo cada una de las indicaciones mímicas del viejo expresidente.

Se llevó un dedo al lóbulo de la oreja y se lo restregó. Hay que saber escuchar.

Luego se pasó las manos por los ojos, tapándolos. Si te vi, no me acuerdo.

Acto seguido, tiró con el índice del párpado inferior de un ojo, abriéndolo desmesuradamente. Mucho ojo. Cuidado. Alerta.

Acto inmediato, arqueó una sola ceja como para comunicar escepticismo. No te dejes tomar el pelo por este individuo.

Y al mismo tiempo, hizo un gesto de volar con una sola mano. Cuidado con este. Es más largo que la cuaresma. Sabe sostener un engaño.

Y acabó con el dedo índice sobre una de las aletas nasales. No te dejes engañar. Huéletelas.

Enumero, querida amiga, la rápida sucesión de señas que siguió al simbolismo nasal. La mano sobre el corazón. Ambas manos agitadas en signo de separación de asuntos incomparables. La mano a la bragueta para indicar muchos güevos. El pulgar levantado como César que otorga vida en el Circo Máximo y en seguida volteado para condenar a muerte. El dedo índice cortando el gaznate como una navaja. El índice y el pulgar unidos para formar la perfecta "O" del éxito. La mueca de los labios para inyectar escepticismo en la ilusión de triunfo. Los ojos achicados por la duda y el "¿qué te crees?" Los hombros levantados con resignación, "¿qué se le va a hacer?" Las manos abiertas con el "ni modo" fatal. Luego su famoso dedo índice levantado en ominosa advertencia. Y finalmente el mismo dedo pasado por los labios como invisible zíper. Ni una palabra. Chitón. El silencio es oro.

Después de esta muestra de soberanía gestual, mi admirada y deseada señora, qué me quedaba sino agradecerle a El Anciano del Portal sus consejos, su tiempo, su atención. Me miró con la máscara de la imparcialidad. Quiso que viera en él a un personaje interpretando un papel. El benigno Patriarca de Provincia. El Sabio Cincinato Mexicano. Me estaba educando: -Niño: juega al pendejo. Hay que saber pasar por idiota. Sé el Pacheco del drama. Puro gesto. Ni una palabra. El maestro de la perífrasis. El malabarista de lo no dicho por sobrentendido. El rey del eufemismo.

Me retiré dando las gracias mientras El Anciano me inclinaba la cabeza, una cacatúa se le paraba en el hombro y el mesero le ofrecía la caja con fichas de dominó.

El sol se ponía alarmantemente, los cuervos graznaban escondidos y el castillo-prisión de San Juan de Ulúa, tan turbio durante el día, cobraba resplandores de leyenda al caer la noche.

Posdata: Me ha retirado usted el derecho a tutearla mientras no me muestre a la altura de las circunstancias. Me ha enviado como un párvulo a recibir lecciones de El Anciano del Portal como si la nueva Academia de Platón se encontrase en la plaza central de este vagabundo puerto. No crea que me ofende. Nada más me acicatea. Vale. NV

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Dulce de la Garza a María del Rosario Galván

Señora: Si me atrevo a escribirle es porque no tengo otra manera de dirigirme a usted. Y usted es quien es. Todo el país lo sabe. No hay mujer con más influencia (no sé si lo digo correctamente, ¿debo decir mejor no hay mujer más influyente?) que usted. Todas las puertas se le abren. Tiene usted el oído de los poderosos. Pero sus puertas están cerradas para las personas sin poder. Y yo soy una mujer insignificante. Pude ser tan poderosa como usted. Pero mi nombre le dice a las claras que pude, pero no fui. Entonces le escribo, lo admito, porque usted es poderosa y yo no. Pero también le escribo, señora, de mujer a mujer. ¿Qué es de mi hombre, señora? ¿Puede usted darme una respuesta? ¿Quién está enterrado en la tumba de mi amante en Veracruz? ¿Por qué hay dos tumbas de mi hombre, una encima de la otra? ¿Una con un monigote de cera que se está derritiendo en el calor y otra vacía? Señora, si alguna vez ha sentido usted amor por un hombre, y yo no dudo que así sea, téngame un poquito de piedad. Por el hombre que más haya querido en su vida, piense en mí, tenga piedad de mi soledad y de mi pena y sírvase decirme, ¿dónde está el cuerpo de mi amante?, ¿a dónde puedo llevarle flores, hincarme, rezarle, pensar en él y decirle cuánto, cuánto lo extraño, qué falta me hace? ¿Puede usted ayudarme? ¿Es esto pedirle mucho? ¿Es pedirle demasiado? ¿Es pedirle lo imposible?

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Expresidente César León a Presidente Lorenzo Terán

Quiero agradecerle, señor Presidente, la amistad y aun la confianza que me ha demostrado usted, levantando el veto tácito a mi presencia en el país durante todos estos años de, digámoslo así, mi "expresidencia". Su generosidad para conmigo sólo es prueba de su confianza en sí mismo. Yo no vengo a quitarle nada, señor Presidente. Ojalá que sus predecesores hubiesen pensado así. El exilio, por dorado que sea, es amargo. La Patria la llevamos en el corazón, en la sangre, en la cabeza. Pero también en los pies. Volver a pisar tierra mexicana, señor Presidente, es un regalo que usted me hace y que yo sólo puedo pagar con gratitud y lealtad.

Llegué pensando, a este respecto, que prueba de mi lealtad ha sido mi silencio. Usted, con amplitud de criterio que mucho le honra, me pide, como parte de esa misma lealtad, mi consejo.

¿Imagina lo que ello significa para un hombre como yo, un expresidente rodeado un día de toda la adulación del mundo sólo para amanecer, otro aciago día, habiendo dejado el poder, preguntándose dolorosamente:

– ¿A dónde se fueron todos mis amigos?

Hubo momento inicial en que tuve la horrible experiencia de Graco, el noble romano que corre a la playa creyendo que los soldados vienen a liberarlo y descubre que en realidad son sus verdugos. Nada más veloz, en materia de vestimenta, que el cambio de chaqueta. Al que hace unos minutos apenas era mi amigo, le bastó media hora para convertirse en mi enemigo… Pues bien, señor Presidente, ya que me pide hablar con franqueza, este es el mensaje.

Aunque haya ganado las elecciones, jamás olvide que al final va a perder el poder.

Se lo digo yo.

Prepárese usted.

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