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– Pues me imagino que no, señor.

– Ay, y el reguero de chamacos de piel morena y ojos azules que dejaron en Veracruz esas tropas del Imperio. ¿Nunca vio usted la película Caballería del Imperio?

– No, pero leí una novela maravillosa, Noticias del Imperio de Fernando del Paso.

– Menos mal -me dijo con conmiseración-. Algo sabe, pues.

Miró de lejos hacia el mar y la fortaleza de San Juan de Ulúa. Una masa gris, imponente y disuasiva, un islote prohibitivo. El Anciano me miró mirando y no le gustó mi mirada. Respondí como si me hubiese preguntado algo.

– No, señor Presidente… perdón, es que de niño recuerdo que un rompeolas unía el castillo de Ulúa a tierra firme.

– Yo mandé quitar el rompeolas.

– ¿?

– Afeaba el paisaje -dijo cuando el mesero se acercó a vaciar de nuevo el café hirviente desde lo alto de su cabeza al recipiente exacto de nuestros vasos de vidrio, con perfecta puntería.

El Anciano continuó: -Por eso me tiene sentado aquí, mirando al puerto de Veracruz para dar aviso si algún extraño enemigo, como dice nuestro himno, osare profanar con su planta nuestro suelo.

Empecé a cogitar que El Anciano del Portal era un monomaniaco que desvariaba mientras seguía su cantinela de los agravios históricos sufridos por México.

– Y los gringos, jovencito, los gringos que le han sorbido el seso a nuestra juventud. Se visten como gringos, bailan como gringos, piensan como gringos y quisieran ser gringos.

Hizo un gesto obsceno con la mano izquierda y levantó el bastón con la derecha.

– ¡Por la pata perdida de Santa Anna que a los gringos me los paso por el arco del triunfo! Aquí desembarcaron en 1847, otra vez en 1914… ¿Cuál será la siguiente?

Se acomodó la dentadura falsa que se le estaba desubicando en medio de tanta evocación y regresó al tema:

– Mire jovencito, para que no se vaya desilusionado, le repetiré mis máximas legendarias…

Y las repitió muy serio y casi meditando, sin dejar de menear el azúcar con la cucharilla dentro del vaso de café.

– La política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos.

No rió. Nada más apretó la dentadura falsa para fijarla bien en las encías.

– En la política mexicana, hasta los tullidos son alambristas.

Aprovechó mi fingida risa para pedirle al mozo un mollete.

– Bolillo caliente con frijoles refritos y queso derretido. Buenos para la digestión -dijo-. Y la mera verdad: La Presidencia es como la montaña rusa. Con la cara que uno pone cuando lo sueltan cuesta abajo, con esa cara se queda uno para siempre.

Le dio una severa mordida al mollete.

– Por eso me verá siempre con esta misma cara, la del primer día de mi Ejercicio…

Prosiguió, María del Rosario, con una sonrisa medio macabra:

– Lo que nadie sabe es que mi arsenal de dichos inéditos es inacabable.

Le interrogué cortésmente, sin decir palabra. Me dijo disimulando algo así como un sonido equivalente a la campanilla de la garganta si las campanillas de la garganta doblaran a muerto.

– Sépalo de una vez. A mí no me entran ni las balas ni los catarros.

Ante tan contundente máxima, me quedé callado, esperando las siguientes palabras del viejo y preguntándome qué hacía yo aquí sino seguir, mi bella dama, vuestras instrucciones:

– Habla con El Anciano del Portal. Ten paciencia y aprende.

– ¿Sabe usted, jovencito? Antes de ser Presidente hay que sufrir y aprender. Si no, se sufre y se aprende en la Presidencia y a costa del país.

¿De manera que María del Rosario Galván -a usted me refiero, señora, no se me haga la distraída le había comunicado al anciano expresidente su audaz promesa de llevarme a la Silla del Águila y yo estaba aquí para recibir lecciones? Si lo supuse, por supuesto que no lo dije. Sólo me atreví a remarcar:

– Cárdenas fue Presidente a los 36 años, Alemán a los 39, Obregón a los 44, Salinas a los 40…

– No me refiero a la edad, señor Valdivia. No he mencionado la edad, ese tema es tabú para su servidor. Me refería a sufrimiento y aprendizaje. Me refería a experiencia. Todos los que usted menciona eran jóvenes y tenían experiencia. ¿Y usted?

Negué con la cabeza: -Lo admito, señor Presidente. Soy un novato. Pero una mañana con usted me enseñará todo lo que no aprendí en la ENA de París.

Sacudió levemente la cabeza, como si temiera que las piezas allí encerradas se descompusieran o se le soltaran las tuercas.

– Ta bueno -sorbió el cafecito-. Sabe usted, todo Presidente termina donde el siguiente debía empezar. Es decir, donde él mismo debió empezar. ¿Me explico? El anterior le habla al sucesor sin necesidad de decir palabra. Esa es la experiencia a la que me refiero.

– Sólo que el sucesor suele ser sordo o antipático frente al que lo precedió.

Creí que le iba a simpatizar mi aguda gracejada. Por el contrario, la ojerosa mirada se le oscureció aún más…

– La gratitud, señor Valdivia, la gratitud y la ingratitud. La primera es rara moneda política. La segunda, morralla de todos los días.

Se quitó discretamente una lagaña del ojo.

– Póngase a pensar cuántos presidentes salidos del PRI fueron leales con su antecesor. Después de todo, en el sistema PRI-Presidente el que llegaba a sentarse en la Silla del Águila llegaba por decisión del que ya estaba sentado allí. El Tapado pasaba a ser el Ungido. ¡Un perverso efecto del sistema! El nuevo mandamás tenía que probar cuanto antes que no dependía de quien lo nombró. Qué paradoja o mejor dicho, qué parajoda, señor Valdivia. Un sistema de Partido único en el cual la oposición siempre ganaba, porque el nuevo Presidente tenía que darle en la madre a su antecesor…

– Hubo excepciones -dije muy cartesianamente.

El Anciano escogió tres bolillos de la canasta de pan y dejó otros ocho adentro. No tuvo que decir más, aunque con el dedo de Dios escribió invisiblemente sobre el mantel 1940-1994.

– Pero ahora vivimos en democracia -comenté con forzado optimismo.

– Y el Presidente en turno sigue teniendo favoritos para sucederle, en su cabeza está pesando y sopesando quién servirá mejor al país, quién le será más leal, quién le respetará a su gente y quién no…

– Pero ahora el candidato del Presidente no será, como en tiempos de usted, el mero mero…

– No, pero el expresidente saliente será, letalmente, el expresidente, gane quien gane las elecciones. Y sucede que todo expresidente tiene esqueletos en el armario. Hermanos pillos, amantes insaciables, hermanitas impresentables, hijos perdularios, hombres de paja para los negocios, amigos de toda la vida que no pueden ser condenados a muerte, qué sé yo… ¿Qué le queda a uno sino compensar la extravagancia de sus allegados con una austeridad monástica? Ya ven lo que dicen de mí. Que me acuesto temprano para no gastar las velas.

– Sabe usted todo -le di mi mejor sonrisa. No me la contestó.

– Sufrir y aprender -suspiró y miró de nuevo con ensoñación hacia la masa brumosa del castillo de San Juan de Ulúa, la fortaleza que vigila la entrada del puerto.

Me percaté de que, atento al gesto y palabra de El Anciano del Portal, no había puesto una mirada atenta en la mole grisácea de Ulúa, que parecía una arquitectura aparte, inserta en el pasado, cargada de contingencias inamovibles…

– ¿Mira usted el castillo que es prisión? ¿Imagina la cantidad de políticos que debían estar allí purgando sus ofensas a la nación?

– Ya que usted lo dice, señor…

Se encogió de hombros, crujiendo levemente.

– Tenemos dos reglas de oro para la política mexicana. Una es benigna: la no reelección. Otra es más severa: el exilio. Pero la razón es la misma: todo malhechor es reincidente, mi joven amigo.

Me miró desde las profundidades de sus ojeras.

– ¿Sabe usted? Es un error creer que el Presidente sólo domina a los débiles. Lo más necesario pero lo más difícil es dominar a los poderosos. Le doy una regla y si quiere pásesela a los aspirantes a puestos públicos. Es esta. Si alguien quiere formar parte del Gabinete, primero debe ingerir un litro de vinagre por la nariz. Es la mejor preparación para llegar a la Presidencia, se lo aseguro…

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