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Hay mil hilos en este tejido, señor general, y sin embargo mi intuición de viejo soldado me repite: Ulúa, Ulúa, ¿qué sucede en Ulúa?

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Bernal Herrera a María del Rosario Galván

Ya estuvo a visitarme el expresidente César León. A primera vista, no lo reconocí. Aquel joven de pelo negro ondulado es ahora un hombre maduro de pelo blanco ondulado. Son esas ondas de galán vetusto las que me fijan no sólo la imagen física de César León sino su imagen política y moral. Es como la vieja canción Las olas de la laguna: unas vienen y otras van, dice la canción, unas van para Sayula, otras para Zapotlán. La cuestión es esta: ¿dónde queda Sayula en la mente de César León, y dónde Zapotlán?

Te recuento nuestra breve conversación, junto con mis conclusiones, ya que León fue (¿sigue siendo?) tu amigo. Tú le diste los consejos que aseguraron su popularidad inicial. Libere a los presos políticos, señor Presidente. Agasaje a los intelectuales. Vaya a todas las ceremonias cívicas y culturales. Póngase la toga republicana de Benito Juárez. Renueve las dirigencias sindicales. Caras nuevas. La novedad es aceptada como signo de renovación moral. (Ya sabemos que es todo lo contrario: un nuevo funcionario tiene ambiciones que uno viejo ya satisfizo. El nuevo será, en consecuencia, más voraz que el antiguo.) Coopere en todo con los gringos, menos en el asunto de Cuba. Cuba ha sido, es y será la hoja de parra de nuestra independencia. A Cuba le debemos no ser ya el objeto primordial de las campañas, intrigas y a veces violencias de los USA contra América Latina. Los USA son un capitán Ahab a la caza de su indispensable Moby Dick que satisfaga la obsesión norteamericana de entender el mundo en términos maniqueos. Los gringos se vuelven locos si no saben quién es el bueno y quién es el malo, México fue el malo de la película durante siglo y medio, hasta que apareció el bendito Fidel Castro y se convirtió en nuestro pararrayos. César León le hizo entender a los gringos que el problema tenía otra dimensión más compleja que una película de vaqueros. México sería el más leal amigo de los USA en Latinoamérica, pero sólo sería creíble si mantenía una buena relación con Castro a fin de mantener, en consecuencia, abiertos los canales de la comunicación (asunto número uno) y de la transformación de Cuba al morir Castro. Este "asunto número dos" nos falló a todos. Allí sigue el Comandante, ya cumplió 93 años y veo en la prensa de Navidad que acaba de inaugurar el Parque Temático de la Sierra Maestra.

Bueno, no es que tú hayas inventado la política hacia Cuba y los USA, mi querida amiga, porque eso es como inventar el agua tibia. Simplemente la implantaste, con tus acostumbradas seducciones, en la cabeza del entonces joven Presidente César León, que llegó a la Presidencia muy agringado, formado en Princeton y el MIT y hubo de hacerse cargo de las razones defensivas de la política exterior de México, la tortuga que duerme junto al elefante.

Ah, y le recordaste que un Presidente entrante en el régimen del PRI resurrecto de hace catorce años tenía que agraviar a parientes y amigos del jefe de Estado saliente para darle gusto a la opinión y crédito a la ilusión de un nuevo amanecer.

César León. No hemos vuelto a mencionarlo en todos estos años, desde que ganó la elección del 2006. Decidimos que era una no-persona.

El hecho es que ha regresado, el Presidente Terán le ha abierto los brazos, y cuando le dije:

– Cuídate, Presidente. César León es como el famoso alacrán que le pide al sapo: "Llévame en tus espaldas al otro lado del río. Te juro no picarte." Y sin embargo, lo pica…

– Ya sé. "Está en mi naturaleza." -sonrió el Presidente-. Sólo que en este caso, él es el sapo y yo el alacrán.

– ¿Qué quieres entonces, picar o llegar al otro lado?

– Eso lo decidiré en su momento. Paciencia.

Te doy, querida amiga, estos antecedentes para que entiendas mi plática de anoche con César León.

Comenzó con su cantinela de "humildad":

– He aprendido muchas cosas en el exilio. Quiero ser factor de concordia. Se acercó la sucesión del Presidente Lorenzo Terán y tendremos elecciones en medio de dificultades serias.

Las enumeró, tú y yo las conocemos, los estudiantes, los campesinos, los obreros, los gringos… Prácticamente, se ofreció como intermediario en cada caso. Habló de sus apoyos en el viejo PRI cuarteado, en gran medida por su soberbia intolerante y autoritaria hacia el final de su sexenio. Se aventó su cita latina (parece que se ha pasado el tiempo en Europa leyendo a los clásicos): Divide et impera…

Me hice güey, le pedí que tradujera.

– Divide y vencerás -me dijo muy ufano.

Conque sí, me dije por dentro, vienes a triunfar dividiendo, cabrón. Me guardé por el momento el comentario. Quería oírlo como quien oye una canción rayada que fue éxito hace veinte años. Me repitió aquello de que quiere ser el mejor expresidente, el Jimmy Carter mexicano, nunca quejarse, actuar como si nunca hubiese habido una sola afrenta contra él. Léase: Ha regresado con una sed de poder propia del náufrago que lleva años flotando en la balsa de la Medusa, rodeado de agua y sin poder beber gota.

Dijo que quiere ser factor de unidad y cooperación en lo que queda del viejo PRI fracturado. Léase: Quiere adueñarse del partido, reconstruirlo a partir de promesas a las antiguas bases corporativas, hoy disminuidas pero latentes, y convertir lo que hoy es dispersión -los poderes locales y cacicazgos que por desgracia han propiciado nuestra democracia y el dejar hacer del Presidente- en unidad opositora para arrojarnos del poder.

Y dijo el muy cínico que sería conducto entre la Presidencia y nuestro inmanejable Congreso, puesto que no hay mayoría en San Lázaro y las iniciativas del Ejecutivo se ven estancadas o archivadas.

Me ofreció, en una palabra, colaboración para salvar estos obstáculos y llegar con el camino desbrozado a la elección presidencial.

Me le quedé mirando sin decir palabra. No necesito decirte que esto no lo desconcertó. Sus ojillos

de pillete brillaron y dijo muy despacio: -Herrera… todo lo que pasó… no pasó. Lo miré intensamente.

– Señor Presidente -le dije con la cortesía del caso-. Cuando usted era incomparable, no odiaba a nadie. Ahora que es comparable, ¿a quiénes odia?

El muy astuto me contestó:

– La cuestión, señor secretario, es ¿a quién se compara usted?

Tuve que reír ante su nunca desmentido ingenio, pero la risa se me heló en los labios cuando los ojillos dejaron de brillarle y me dijo con ese tono de fuerza y amenaza que tanto amedrentaba en su día a sus colaboradores y enemigos por igual:

– Si quiere mi consejo, no se meta para nada en el caso Moro.

Supongo que previno, a menos que se haya vuelto demasiado tonto o demasiado confiado, que viene a ser lo mismo, mi reacción. Una reacción, comprendes, indispensable ante hombre tan astuto y peligroso:

– Por lo visto no se da usted cuenta de que su tiempo ya pasó…

– ¿Todo lo que pasó antes… no pasó? A ver, ¿cómo está eso?

– No, simplemente la ley de usted ya no es la ley de hoy… Ya no son los mismos problemas, no son las mismas soluciones, ni es, le repito, el mismo tiempo.

Ah, pero usted y yo, con problemas y tiempos diferentes, acabaremos por hacer el mal cuando hacer el mal sea necesario, ¿verdad?

Alzó la cabeza leonina y me miró con una mezcla de altanería y desprecio.

– No toque el caso Moro, señor secretario. No lo toque y nos llevaremos a todo dar.

– Cállese usted -perdí la paciencia-. Conozco la verdad del caso, pero no me interesa hacerle el trabajo a la policía.

– Pues veremos si la policía no hace su trabajo tan espléndidamente, que el que acaba en un calabozo es usted…

Me puse de pie con violencia y le espeté:

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