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Durante tres sexenios consecutivos, el A. P fue factor decisivo de la política mexicana. Pasó de una Secretaría de Estado a otra, siempre como poder en la sombra, siempre como operador político a favor de la jugada grande, es decir, llevar a su ministro a la candidatura del PRI y de allí a la Presidencia. Como nunca acertó, contó con la confianza del ganador. No hay nada como perder para ganar confianza. Siempre en la sombra. Siempre como manipulador secreto. No podía aspirar a más, porque nació en Italia de padres italianos, los Canal¡ de Nápoles. Por eso también era digno de confianza. Sus ambiciones tenían un límite legal. Nunca podría ser Presidente. Tres sexenios. Hasta que se le juntaron demasiados secretos, ese fue el problema. Tantos que nadie creía que fueran la verdad, porque los secretos son por naturaleza contradictorios e inciertos y lo que es necesidad en A es necedad en B, lo que es virtud en X es vicio en Z y así en adelante. O sea que todo lo que mi padre sabía, por saber demasiado se volteó en contra de él.

"A" le reprochó guardar el secreto cuando resultaba útil revelarlo.

"B" se le echó encima porque no entendía que el silencio de mi padre lo protegía, cuando "B" lo que quería es que su secreto se supiera como amenaza política.

"X" pidió que sacrificaran a mi padre en virtud misma de su secrecía: lo que guardaba escondido eran crímenes de Estado.

Y "Z" le reprochó, por el contrario, una serie de supuestas indiscreciones…

Sí, el A. P tenía demasiados hilos entre las manos, la madeja se le hizo, literalmente, bolas, manejaba demasiados títeres y el teatro de su vida era una casa de naipes.

Mi padre fue demasiado hábil. Se pasó de listo. Se le fue la mano. Se le olvidó purgar a los que purgan. Se le olvidó que para asegurarle la vida a un enemigo, primero hay que matarlo. Se le olvidaron las inmortales lecciones de las más longevas dictaduras: servir invisiblemente al poderoso puede ser motivo de premio o de castigo. Llegó un momento en que mi padre sabía tantos secretos que todos le tuvieron miedo y se volvió famoso. Su discreción no lo salvó. Al contrario, decidieron matarlo antes de que abriera la boca.

¿Cómo lo destruyeron? Alabándolo, mi Pepa. Colmándolo de elogios. Arrancándolo de las sombras que eran su hábitat natural. Exhibiéndolo en el centro del redondel político con aplausos y vueltas al ruedo. Mi pobre papá sufría dudando entre la costumbre de mantenerse en la sombra y gozar del elogio público. Se le olvidó el grito del colaborador de Stalin,

– Por favor, ¡no me alaben! ¡No me manden a Siberia…!

Sí, mi A. P recibió demasiados aplausos. No los públicos, que no importan, sino los privados, los del Presidente en turno, los aplausos que más envidia y venganza generan en contra del favorecido…

En resumen: llevaba demasiado tiempo en la paradoja de ser candil de la casa y oscuridad de la calle.

Dicen que un hombre público debe vivir en perpetua angustia, pero no demostrarlo. A veces, sin embargo, la angustia debe trasladarse a la acción. Stalin le tenía miedo a los dentistas. Prefirió que se le pudriera la dentadura a exponerse al peligro. O sea que uno cree hasta el final que lo que se premia no es la capacidad, sino la lealtad. Ríete de mí, recuerda mis abyecciones, échame en cara mi vanidad. Y ten piedad de mi derrota. Es el segundo acto del derrumbe de mi propio padre.

Llevaba años sin verlo. Nunca dejé de enviarle dinero. Pero su cercanía me daba miedo. El fracaso se contagia. No quería repetir su vida. Yo iba a triunfar donde él fracasó. Yo llegaría a la Silla del Águila. Bernal Herrera, María del Rosario, mis enemigos grandes, tú misma, traicionera, los pequeños enemigos a los que nunca hay que despreciar, las viborillas dentro de mi propia oficina, Dorita la de los moños celestes, Penélope la prieta cuadrada y el verdadero arquitecto de mi derrumbe, Nicolás Valdivia, hoy secretario de Gobernación, el hombre que forjó la intriga que me costó el poder, esos malditos papeles conservados por el imbécil archivista Cástulo Magón, esos papeles que yo rubriqué sólo porque me lo pidió, el señor Presidente César León, una solicitud que era una orden y una consolación:

– No te preocupes, Tácito. Yo tengo un archivo listo para el momento en que deje la casa presidencial. Lo necesito para mis memorias. Seré selectivo. Pero no puedo sacrificar un solo documento de mi mandato. Tú me entiendes. Un Presidente de México no gobierna para el sexenio. Gobierna para la Historia. Hay que preservarlo todo, lo bueno y lo malo. ¿Quién quita, mi buen Tácito, que el tiempo le dé la razón a las necesarias elipsis de la ley? ¿Qué va a importar más, el fraude a los pequeños accionistas o la salvación de las grandes empresas motores de una economía de exportación como la nuestra?

Sonrió pícaramente.

– Además, el archivista tiene órdenes de pasar los originales de esos documentos por la trituradora. Yo me quedo con las copias certificadas.

Había una desnuda amenaza en sus ojos de mosca. Ah sí, mi Pepa, ese hombre, como las moscas, tiene ojos que miran en todas las direcciones simultáneamente. Tiene antenas muy largas en la cabeza. Tiene dos pares de alas, un par para volar y otro para guardar el equilibrio. Se posa encima de la basura. Es mosca vieja, de color gris y panza amarilla. Eso lo delata. Cuídate de él. Tiene patas glandulares que le permiten detenerse en las paredes y caminar por el techo. Sus carnadas se llaman gusanos y se crían de preferencia con carne de cadáver. Tú me odias. Yo no y por eso te aconsejo. No te duermas en tus laureles con Arruza. No te dejes embaucar por la pura fuerza brutal del general. Mucho ojo con César León. Siempre trae un as en la manga.

Se lo dije a Valdivia. Te lo digo a ti, sobre todo ahora que te acuestas con un lobo. Que el lobo Arruza le tema a la mosca León. Se engaña el que crea que el expresidente está dispuesto a retirarse. Va a seguir dando guerra hasta el día que se muera.

Pero déjame volver a mi Antiguo Padre. El mundo se le vino encima, mi Pepa, igual que a mí, peor que a mí porque él no ambicionaba la Silla y sólo quería permanecer operando desde la sombra. Sí; porque era menos ambicioso, le dolía más perder. Era como una afrenta a su moral de la discreción, ¿ves? Tenía, gracias a su modestia, un horizonte vastísimo, tan largo como su vida de consejero indispensable, Talleyrand, Fouché y el padre Joseph Le Clerc de Tremblay, "eminencia gris" original a la vera de Richelieu. Mira nomás cómo se me regresa la memoria del joven estudiante apasionado de historia que fui. Es la mejor demostración de que ya soy otro, Josefa, soy otro, ¿me entiendes? Me siento purificado por el fuego. En fin. La invisibilidad era el don de mi padre, era su fuerza. Le ganaba la confianza de los poderosos. Pero lo volvía sacrificable cuando llegó a saberlo todo siendo nadie.

Entré a la casita del Desierto de los Leones.

La muchachita que le sirve al A. P estaba vestida de china poblana.

– ¿Cómo te llamas? -le pregunté, porque aunque le pago el salario, nunca la había visto.

– Gloria Marín, para servir al patrón.

Sonreí. -Ah, como la actriz.

– No señor. Yo soy la actriz Gloria Marín.

Y es cierto, se parecía a una de las más bellas e inquietantes mujeres del viejo cine mexicano. Gloria Marín la del pelo negro azabache, los ojos de melancolía desconfiada pero sensuales detrás de las inevitables defensas de mexicana escarmentada. El perfil, perfecto en el óvalo de un rostro de morena clara. Y esos labios de sonrisa difícil, siempre al límite de un rictus de amargura. Sumisa en apariencia, rebelde en realidad.

– ¿Y mi papá?

– Donde siempre, señor. Mirando la tele. Noche y día.

Se cruzó con donaire el rebozo sobre los pechos "turgentes", como se decía entonces, y no tuve tiempo de decirle que las antenas de televisión estaban muertas desde enero.

– Ah. ¿Noche y día?

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