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– Manolo… Ay, qué haces. Qué puntual.

No era cierto. Llevaba esperándole más de media hora, sentada y con los brazos sobre el volante, divagando, sin enterarse del paso del tiempo. Una vez más, él cerró la puerta con seguridad y firmeza.

– Naturalmente, son muy listos -le explicó ella más tarde, mientras maniobraba estirando el cuello y moviendo perezosamente las manos en torno al volante, como en sueños. Bajaban ya por las Ramblas y Manolo miraba, por pura deformación profesional, las motocicletas aparcadas bajo los árboles-. Pero si te parece que están de guasa, o si se ponen pesados hablando de literatura o de nuestras cosas de la Universidad…

– Yo nunca hablo de política -previno él.

– …no tienes más que hacerme una señal y nos largamos. Les quiero mucho pero les tengo muy vistos. Y estas reuniones en el bar de Encarna me las sé de memoria.

Manolo, que por supuesto no conocía a los amigos de Teresa (aunque sí el bar, que había frecuentado tres años antes, con intenciones que sorprenderían no poco a Teresa, si las supiera) presintió que esta noche podía ocurrir algo decisivo, algo que si él acertaba coger por los cuernos acaso le permitiría apuntarse un buen tanto. Porque si bien era cierto que Teresa parecía creer en él, su posición no estaba consolidada ni mucho menos. Hasta ahora, a solas con la muchacha había podido ir trampeando el asunto, aquella extraña personalidad que le había designado tan guapamente (está un poco de moda eso, pensaba a veces, son los tiempos que corren); pero comprendía que las cosas debían naturalmente complicarse, que había llegado la hora de afrontar riesgos cuya naturaleza seguía siendo oscura, si bien ya no tanto como al principio. Nada más entrar en el bar notó en el rostro el soplo helado del peligro, la onda expansiva que procede a la explosión (en sus comienzos como descuidero de coches también la había experimentado), y mientras avanzaba hacia ellos se prometió no hablar más que lo estrictamente necesario: intuía que iba a ser objeto de un ataque, premeditado o no, e ignoraba de qué lado vendría.

La barra estaba bastante concurrida. Ellos habían ocupado dos mesas bajo el cuadro daliniano de la exuberante y rosada mujer envuelta en gasas. Además de Luis Trías, que iba ya por su cuarta ginebra, el grupo lo componían dos chicas y tres chicos, uno de los cuales se despedía envainando el sable: le había sacado un billete de quinientas a Luis Trías. “Mañana te lo devuelvo”, dijo. Se llamaba Guillermo Soto, era alto y desgarbado, acababa de regresar de Heidelberg, donde había estado estudiando, y no se había enterado ni le interesaban las actuales inquietudes universitarias de sus amigos (“ya pasé por este sarampión”), que por su parte le consideraban un decadente y un sablista profesional. Soto se lanzó durante un rato a una extraña y apasionante explicación a propósito de los funestos baños de sol que aceleraban las ansias matrimoniales de su prometida María José Roviralta, que estaba en la Costa con sus padres vigilando las obras de un hotel, y que para sacarla de allí necesitaba poner gasolina en el coche. Al irse estrechó las manos, sin pararse, de Teresa y Manolo, el billete de quinientas todavía en su mano izquierda (notó entonces la rápida, inconfundible mirada que el murciano dirigió al billete, y él a su vez le clavó sus ojos torvos y fatigados, siempre sin detenerse, y soltó su mano cuando iniciaba una simpática sonrisa no sólo de afecto sino también de complicidad, como si con ella quisiera decirle: “todavía quedan”) y desapareció por la puerta. “Eres tonto, Luis, al prestarle dinero”, se oyó decir a una de las chicas. María Eulalia Bertrán era alta y delgada, somnolienta, descotada, muy elegante, cubierta con toda clase de adornos, fetiches y extraños objetos: más que vestida iba amueblada. Escuchaba con cierta incalificable atención, como de ave de presa hipnotizada por su propia presa, lo que en aquel momento le estaba leyendo Ricardo Borrell, sentado junto a ella con un libro abierto sobre la mesa, un chico fino y pálido, dúctil, plástico, con una manejable cualidad de muñeca sobada que años después se remozaría escribiendo novelas objetivas. La otra muchacha era Leonor Fontalba, que él ya conocía de la playa; pequeña y graciosa, hacía guiños, hablaba a una velocidad endemoniada y sonreía por los hoyuelos de sus mejillas de celuloide de una manera equívoca, continuamente. El cuarto se llamaba Jaime Sangenís, estaba borracho, estudiaba arquitectura, usaba una barba negra de traidor de película y camisa caqui estilo mili. Todos estaban muy bronceados, veraneaban en distintos puntos neurálgicos de la Costa (límpidas aguas azules, conversación en francés, melodías epidérmicas: la conciencia duerme tranquila en sus vientres como una serpiente enroscada al sol) y en cierto modo sólo resultaban peligrosos en invierno, cuando el trato frecuente, las reuniones, la feroz locuacidad y su estado anímico habitual en colectividad -una sorda mezcla de júbilo intelectual y de renuncia vital- les empujaba a emitir toda suerte de juicios morales sobre sus amigos. En realidad, el murciano causó sensación. Teresa presentó al muchacho, que estrechó con fuerza las manos de todos, advirtiendo que el saludo de Luis, que fue el último, resultaba innecesariamente largo, cálido y afectuoso: acaso de ahí partiría el ataque.

Se sentaron junto a Leonor.

– Tenéis un aspecto magnífico -dijo Luis Trías-. ¿Habéis ido a la playa? -Se volvió hacia Manolo-. Conque tú eres el célebre Manolo. ¿Sabes que Tere no habla de otra cosa desde hace meses? (Teresa le fulminó con la mirada). Cuando tú aún no la conocías. Meses y meses…

– Aaaaños -dijo Jaime Sangenís.

– Yo diría siglos -añadió Leonor, y se inclinó hacia Teresa para decirle algo al oído. Manolo las envolvió en una mirada de hielo: ¡y dale con los secretillos, como si no hubiese ya bastantes!

– Tere, cuéntanos, ¿en qué locas aventuras estás metida, se puede saber? -preguntó María Eulalia sonriendo, mirando a Manolo de reojo.

– Teresa -dijo él-, ¿qué bebes?

– Pues no sé…

– ¿Todo va bien, Manolo? -preguntó Luis Trías.

– Tirando.

– ¿Cómo está Maruja?

– Mal.

– Ya lleva mucho tiempo así, ¿no?

– Casi un mes.

Quería ir a verla, pero doña Marta me dijo que los médicos no quieren visitas. Hay que ver la mala suerte de esta chica, una caída tan absurda… Algo absolutamente increíble. Yo la quiero mucho, a Maruja. Bueno, Teresa, ¿qué vas a beber? -Y de nuevo a Manolo-: Supongo que tú bebes vino.

Manolo le miró recelando algo. El tal Luisito luchaba con armas que él no conocía, habría que andarse con cuidado. Sonrió.

– De momento quiero un vaso de leche.

Luis le palmeó la espalda.

– Como en las películas, ¿eh? ¡Chico, eres un duro!

María Eulalia llamó la atención de Teresa en un aparte, señalando a Manolo: “Oye, ¿de dónde lo has sacado?” “Ah, misterio.”

– ¿No nos hemos visto en alguna parte, Manolo? -le preguntó Leonor.

– Sí, esta tarde.

– No, quiero decir antes.

– Coñi -exclamó María Eulalia-, yo iba a preguntarle lo mismo.

De pronto empezaron a llover cantidades de preguntas, todas femeninas (incluso alguna formulada por Luis Trías) y pueriles, y él dejaba caer a un lado y a otro la nieve flemática de sus sonrisas. Su frente morena fue descaradamente tasada, medida, recorrida en busca de esa señal reveladora del talento o de la inteligencia que a menudo la belleza de los rasgos, abusando de su potestad, tarda en dejar que se manifieste. Pero él contestaba con monosílabos y recuperó en seguida y sin esfuerzo su querido silencio, con el que se expresaba mejor. La atención general volvió a centrarse en lo que leía Ricardo Borren, encogido junto a María Eulalia, que iba ganándole terreno con un brazo adornado de pulseras y sedas, desplegado como un ala.

– Encarna! -llamó Teresa, levantándose-. Una ginebra Giró y una leche.

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