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Teresa recibía sus cartas, que leía en los claustros de la Universidad, un tanto apartada de todos pero no lo bastante como para dejar de darse cuenta de que era observada y envidiada. Luego, la intrépida rubia y sus amigos colaboraron en un intento de huelga obrera que desgraciadamente fracasó. Era la primera vez que los estudiantes se adherían a un movimiento obrero, y en las aulas, el prestigio de las cuatro con pantalones iba creciendo con todo el merecimiento, la dignidad y el riesgo que ello comportaba. Corría de mano en mano un número especial de “Les Temps Modernes” dedicado a la “gauche”. Asombrosas noticias circulaban. Al mismo tiempo, empezó a destacarse en la Facultad de Letras un estudiante egipcio de aspecto profético, guapísimo, dueño de unos legendarios ojos negros y de un lenguaje apocalíptico (“Vengo a anunciaros que esta coña se acaba”) que mereció la categoría de “muy conectado” sin que nadie supiera jamás por bondad de quién, aunque se sospecha de una quinta chica-incubadora que a última hora se había unido al pequeño comité central. Regresó Luis Trías de Giralt (no volvió solo, como ya se sabe: le acompañaba el fantasma del tormento) ya indiscutible líder (categoría: conectadísimo) y empezó a vérsele a todas horas y en todas partes con Teresa Serrat, que durante su ausencia no sólo había continuado valerosamente su obra sino que además le había sido fiel. Entonces fue cuando juntos organizaron tantas cosas que habían de cubrirles de gloria y de prestigio -un día que estaban rodeados por la policía armada, sin poder salir del aula y llevando varias horas sin hacer sus necesidades, consiguieron, gracias a un vibrante discursó a dúo, que todos los alumnos, chicos y chicas, olvidaran sus complejos pequeño-burgueses y se decidieran a orinar allí mismo, sin vergüenza: el espectáculo revistió un carácter de solidaridad cuyos pormenores y encantos (algunos francamente adorables, por cierto) todavía muchos recuerdan-. Su actividad culminó con la famosa manifestación de octubre, después de lo cual, la Universidad estuvo cerrada por la autoridad durante una semana, a varios estudiantes se les hizo expediente -Teresa y Luis entre ellos- y otros fueron expulsados o detenidos. No sería justo silenciar cierto noble y valeroso sentido de la entrega, rayano en la temeridad, que caracterizó la actuación desinteresada de Teresa Serrat y de sus amigos. La naturaleza de este sentido de la entrega fue y sigue siendo materia de discusión.

Hoy, transcurridos casi dos años y cuando en la Universidad todo parece haber vuelto a su estado normal, el generoso ardor democrático sigue aún latente y acaso más febril que nunca, aunque, para ser exactos, habría que denunciar cierto sensible desplazamiento que tal ardor ha empezado a sufrir en el interior de los jóvenes cuerpos: digamos tan sólo que ha descendido un poco más en dirección a las oscuras y húmedas regiones de la pasión. Debido a ello, algunos han empezado ya a caer del pedestal (el egipcio, que en todo había sido un precursor y, anticipándose a muchos, se llevó una buena tajada del favor femenino, resultó no sólo que no estaba conectado sino que ni siquiera era egipcio) en tanto que otros se afirmaban más en el suyo, por lo menos de momento, como Teresa Serrat y Luis. En cuanto a ellas, solamente una alcanzó la dicha de conectar plenamente y hasta el fondo con el poder oculto, si bien fue para lamentarlo quién sabe si para toda la vida: era la quinta chica-incubadora de mitos, víctima propiciatoria (del egipcio, según luego se supo) que fue arrastrada por la otra vorágine, el movimiento subterráneo que también estaba agitando la superficie, y que acabó en París después de abandonar a su familia, con la carrera a medias, madre a medias, desengañada a medias y trabajando en una “pátisserie”. Un estudiante-poeta (que años después se haría famoso en el extranjero con un libro de poemas titulado “Pongo el dedo en la llaga”) dijo que por cada gota de su virginal sangre derramada nacerían flores de libertad y de cultura.

Ciertamente, no todos estuvieron a la altura de las circunstancias. Por su escaso número inicial y su inveterada propensión al mito y al folklore, en la crónica futura sus nombres serán silenciados y al cabo olvidados (consignado quedará, sin embargo, y con nostalgia, que vivieron una primavera gloriosa y fecunda); no así en la presente historia, la cual, con todo el respeto (todavía hay heridas abiertas) se ve en el penoso deber de citarlos un momento en torno a Teresa Serrat para que ayuden a explicar mejor la naturaleza moral del conflicto que arrojó a la bella universitaria en brazos de un murciano. Y también para hacerles justicia, de paso: porque diez años después todavía estarían pagando las consecuencias, todavía arrastrarían trabajosamente, aburridamente cierto prestigio estéril conquistado durante aquellas gloriosas fechas, una gran lucidez sin objeto, un foco de luz extraviado en la noche triste de la abjuración y la indolencia, desintegrándose poco a poco en bares de moda con la otra integración a la vista (la europea, de cuyas bondades, si llegaban un día, ellos y sus distinguidas familias serían los primeros en beneficiarse), oxidándose como monedas falsas, babeando una inútil madurez política, penosamente empeñados en seguir representando su antiguo papel de militantes o conjurados más o menos distinguidos que hoy, injustamente, presuntas aberraciones dogmáticas han dejado en la cuneta. Empero también esto, lejos de perjudicarles, les favorece: así son mártires por partida doble, veteranos de dos frentes igualmente mitificados y decepcionantes. Pero la juventud muere cuando muere su voluntad de seducción, y cansado, aburrido de sí mismo, aquel esplendoroso fantasma del tormento se convertiría con el tiempo en el fantasma del ridículo personal, en un triste papagayo disecado, atiborrado de alcohol y de carmín de niñas bien, en los miserables restos de lo que un día fue espíritu inmarcesible de la contemporánea historia universitaria. Y la veleidad y variedad de voces en el coro, el orfeónico veredicto: alguien dijo que todo aquello no había sido más que un juego de niños con persecuciones, espías y pistolas de madera, una de las cuales disparó de pronto una bala de verdad; otros se expresarían en términos más altisonantes y hablarían de intento meritorio y digno de respeto; otros, en fin, dirían que los verdaderamente importantes no eran aquellos que más habían brillado, sino otros que estaban en la sombra y muy por encima de todos y que había que respetar. De cualquier modo, salvando el noble impulso que engendró los hechos, lo ocurrido, esa confusión entre apariencia y realidad, nada tiene de extraño. ¿Qué otra cosa puede esperarse de los universitarios españoles, si hasta los hombres que dicen servir a la verdadera causa cultural y democrática de este país son hombres que arrastran su adolescencia mítica hasta los cuarenta años?

Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda.

Frecuentaban el bar “Saint-Germain-des-Prés”, en el barrio chino. Aquella noche, después de cenar, con los ojos enternecidos aún por las bruscas roturas del sol entre nubes y la piel encendida de proximidades y roces pijoapartescos, Teresa Serrat conducía velozmente su automóvil hacia la plaza Sanllehy, donde tenía que recoger a Manolo. Hasta hoy había estado nutriéndose de ganas de presentarlo a sus amigos, y ahora de pronto la idea la inquietaba. No es que temiese alguno de aquellos coqueteos descarados de Leonor Fontalba, o alguna impertinencia de Luis Trías dictada por el resentimiento, sino el hecho mismo de introducir al chico en un clima intelectual, en aquellos centros nerviosos y teorizantes (de los cuales ella empezaba a estar francamente harta, se daba cuenta ahora que creía conocer bien a Manolo) que según el estado de depresión o de exaltación del grupo se traduciría en ganas de desconcertarle o de maravillarle. ¿Debería recordarles que el chico era un obrero: es decir, una persona que no está para alardes dialécticos, un hombre con otros problemas? Precisamente, cuando pensaba en eso se sentía tranquila y orgullosa: confiaba plenamente en el muchacho, en su natural poder de seducción, en su estilo, en su indiferencia mineral, un tanto cínica pero respetuosa, y sobre todo en cierto carácter moderno de sus actitudes, algo que no podían desvirtuar ni las mismas reminiscencias primitivas, de gitano solemne, que a menudo ella veía parpadear en torno a su orgullosa cabeza, como si la noche de sus cabellos hiciera guiños. Por cierto, la naturaleza estética de su modernismo era más bien europea, no hispánica; se lo diría a Leo Fontalba, que en la playa le había llamado xarnego. No era por supuesto como la de cierta alegre juventud (que no es joven ni alegre: es simplemente sevillana) que Luis Trías consideraba ideal para las tertulias en el barrio chino porque tenían una personalidad exclusivamente verbal, eran seres locuaces y divertidos pero sin cuerpo y por lo tanto inofensivos (eso decía Luis en medio de una extraña excitación, insistiendo en lo nefasto que para todos había sido el egipcio, aquella personalidad de piel oscura), sino que su imperio era forzosamente otro, ya me dirás si no, qué quieres, el imperio de los murcianos o es físico o no es nada, también eso se lo diría a Leo, porque en ese sentido, en el estético, el murciano puede ser más europeo que el catalán, y en fin que en todo caso sus actitudes hieráticas sólo eran ibéricas en la medida que él era orgulloso y estaba seguro de sí, y eso no era un defecto sino todo lo contrario… Desde atrás unas manos le taparon los ojos y se estremeció hasta la raíz de los cabellos.

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