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– Pues yo creo que no te vas por eso. Te vas porque tienes miedo.

– ¿Miedo de qué? Bueno, Maruja está muy mal, me preocupa… Además, necesito reflexionar.

Él se cruzó de brazos, suspiró.

– Reflexionas tú mucho, chavala.

Teresa se echó a reír.

– Qué divertido eres, Manolo. Un encanto. -Y ahora sí, ahora parecía haber hallado algo de sumo interés en la revista, porque fijó toda su atención en una página, mientras decía-: Pero seamos prácticos y hablemos claro, que para eso somos amigos. Vamos a ver, ¿qué hay entre nosotros? Amistad y nada más ¿no? A ver, dime.

Desde el cuarto contiguo, Dina, que les estaba escuchando, comprendió en seguida lo que pasaba y sonrió mientras le tomaba el pulso a la enferma: Teresa empieza a formularse los sentimientos de su amigo. Siempre seremos tontas, las mujeres, pensó. Dina sabía mucho del amor. Sabía, por ejemplo, que la afirmación amorosa del tipo más peligroso como amante consiste en negar en todo momento la existencia del amor, en no dejarse amar; pero sabía también que algo en ese tipo, en su tranquila voz sin historia, en sus agudos y sarcásticos ojos y en sus manos egoístas y rápidas, sugiere al mismo tiempo que no está aquí para otra cosa que para ser amado. Y el murciano también debía saber algo de todo eso, porque durante los últimos días, a despecho de lo tierno y reflexivo que se mostraba con Teresa (Dina les había sorprendido en el saloncito no pocas veces, arrullándose casi) había sabido mantener en todo momento ese tranquilo desafecto tan necesario para que las azules pupilas de su amiga se llenaran de duda y de interés.

Ahora, mientras el chico se dirigía hacia la habitación de Maruja:

– Eso es sólo amistad -aventuró-. Y basta de monsergas, te lo ruego. ¿Dices que Maruja está peor?

Y sin más, ahogando los latidos de su corazón con una indiferencia más o menos lograda (nunca sabría cómo le traicionaron sus ojos, cómo desmentían sus ásperas palabras) entró en el cuarto contiguo. Dejó abierto. Dina le estaba poniendo una inyección a Maruja. Él sabía que el médico solía pasar a esta hora, pero nunca le había visto porque él y Teresa se iban antes. Maruja parecía, en efecto, haberse consumido en veinticuatro horas: sus mejillas pálidas, transparentes, estaban hundidas bajo los pómulos, la frente era desmesuradamente grande y también la boca. Su expresión ceñuda se había acentuado, como si el mal sueño que la roía por dentro fuese cada vez más enojoso.

– ¿Está muy mal? -preguntó Manolo.

La enfermera, sin mirarle, desclavó la aguja del brazo y aplicó un pedazo de algodón.

– No. Sal fuera, que vamos a cambiarle las sábanas. -Pero ¿cómo se encuentra?

– Le han salido unas llagas en la espalda, eso es todo. -¿Y es grave?

– Te pido por favor que salgas. Va a venir el médico.

Cuando él regresó al saloncito, Teresa había desaparecido. Se volvió a la enfermera un poco perplejo: “Ha ido a buscar a su madre”, dijo, y se quedó allí quieto en la puerta, como esperando que Dina confirmara sus palabras. Pero la enfermera estaba atenta a su trabajo; dobló el brazo de Maruja y lo introdujo cuidadosamente bajo la sábana. “Mala suerte -dijo-. Vete y vuelve mañana”.

Desde luego, la mala suerte le hacía guiños: lo ocurrido, por ejemplo, con la última motocicleta que se decidió a robar para estabilizar un poco la situación económica, aprovechando que Teresa estaba en Blanes. Fue al día siguiente, después de convencer a su cuñada para que le sacara el traje del tinte (por lo menos, si Teresa volvía con su madre, que no le vieran vestido como un golfo). Era el 18 de julio, precisamente. A las cuatro de la tarde bajaba por la carretera del Carmelo y cerca del Parque Güell adelantó a dos parejas de novios del barrio. Les oyó cuchichear a su espalda, le criticaban, y el, repentinamente, como si hubiese olvidado algo, se paró y tanteó sus bolsillos. Sacó todo el dinero que tenía: rubias y calderilla. “Esto no puede ser, eres hombre muerto”. Entró en el Parque Güell. Sospechó entonces que la decisión no era repentina, sino que la llevaba dormida en la cabeza desde hacía días: si no había más remedio, lo haría, pero desde luego iba a ser la última vez. La motocicleta para el Cardenal y con lo que le diera liquidaría deudas y con prudencia aguantaría hasta el fin de las vacaciones de Teresa. Al mismo tiempo contentaría al viejo y volvería a tenerle a raya para nuevos anticipos. Y también daría un “tirón” (el último, esta vez de verdad) para gastos inmediatos.

Un poco más allá de la entrada del Parque, junto a los setos polvorientos, coches y motos con sidecar aparcados sin orden. Entre los árboles, chillidos de niños y pájaros. Entraban parejas enlazadas, con paso lento y religioso, que le impacientaban: ya le había echado el ojo a la motocicleta. Era una Montesa nueva, de un rojo brillante, que le miraba fijamente desde la espesura con su aire de avispa rencorosa. Tuvo que esperar durante más de tres cuartos de hora y se fumó medio paquete de Chester (a la cuenta sin pagar del Delicias) sentado en una de las grandes bolas de piedra que bordeaban el paseo de palmeras; pero luego todo fue muy rápido: aprovechando un momento que no pasaba nadie, montó en el sillín y puso el motor en marcha después de hacer saltar el candado. Bajo él, el caballete se plegó como una trampa. Al darle gas salió disparado del Parque y se lanzó a toda velocidad por Ramiro de Maeztu y luego por Avenida Virgen de Montserrat. Iba con las piernas muy abiertas para no mancharse el traje: era lo único que le preocupaba.

Segundo objetivo: un bolso de señora en un paraje favorable (cerca de Horta, era una calle desierta, sin asfaltar, flanqueada de obras), un gran bolso negro que golpeaba la cadera de una mujer delgada y madura, vestida de negro, con gafas oscuras, que había salido de un portal y se alejaba por la acera. Con el motor en ralentí, se deslizó tras ella arrimado al bordillo. En la calle resonaban golpes de piquetas y voces de albañiles. Él había visto ya las piernas un poco musculadas sobre los grandes zapatos planos, y las caderas escurridas, y la espalda hombruna muy ceñida por la blusa negra, y el cabello recogido en un moño sobre la nuca, pero ahora sus ojos estaban atentos a otra cosa: no pasaba nadie por la calle. Se aproximó más a la mujer, y cuando estuvo a su altura (un perfil severo, labios sin pintar, con una leve pelusilla negra en el superior) y avanzaba al ritmo de su paso, ella volvió inesperadamente el rostro hacia él. La ocasión no era propicia: el bolso pendía ahora sobre su vientre, lo cual le valió a la dama saborear un poco de simpatía pijoapartesca antes de morir. “Perdone -dijo el muchacho con su mejor sonrisa-. ¿Sabe qué hora es?” Ella, tranquila, inexpresiva, dobló el codo (el bolso se balanceó favorablemente en su brazo, como un péndulo) y, sin detenerse, miró el reloj de pulsera que apenas asomaba bajo la ceñida manga de la blusa, y en este momento salió la mano del Pijoaparte disparada como el rayo y se apoderó del bolso: un fuerte tirón, que ella adivinó e intentó neutralizar levantando el brazo (al tiempo que emitía unos ruidos guturales) de modo que el asa de cuero quedó durante unos segundos enganchada en la correa de su reloj, pero el nuevo tirón fue decisivo y en un abrir y cerrar de ojos el bolso ya estaba entre la americana y la camisa del muchacho, que dio todo el gas a la moto (¡al ladrón, al ladrón!) y se lanzó en dirección a la plaza de la Fuente Castellana para luego bajar por Cartagena. Formidable arranque el de la Montesa, instantáneo. Pero los gritos de la desconocida resonaron en sus oídos durante un buen rato. Cinco minutos después, detrás del Hospital de San Pablo, con la motocicleta parada y los pies en tierra, Manolo registraba el bolso: lápiz para las cejas, un pañuelo perfumado con una M bordada en azul (Margarita, Margarita), un monedero con rubias y calderilla, un carnet de conducir, otro de Asistencia Social, agenda, bolígrafo, una vieja fotografía de un equipo femenino de baloncesto (pesadas faldas azotadas por el viento, rodillas y sonrisas desvaídas en un campo desolado: una cruz de tinta sobre la cabeza de una muchachita gatuna) un peine, un tubo de aspirinas, un librito (“Almas a la deriva” o algo parecido) y, en efecto (los temores eran fundados) sólo un billete de cien y otro de cincuenta. Mala suerte. El muchacho dejó todo en el bolso excepto el dinero y el pañuelo perfumado. Emprendió la marcha, y luego, sin pararse, arrojó el bolso por encima de la tapia de un jardín. Lo encontrarían y sería devuelto. Pasaban diez minutos de las cinco. Dejaría, como sin querer, que Teresa viera este pañuelo: pues nada, un recuerdo de Margarita, la hija de un exilado, un amor muerto por culpa de la guerra, una herida sin cicatrizar… No, qué absurdo (tiró también el pañuelo). No divaguemos.

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