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Antes de darle tiempo a que reaccionara, Manolo le volvió la espalda, alejándose. Probaría en otra parte: primero con su cuñada (cinco duros, un papel infecto que olía a pescado, pero que él agradeció sinceramente), luego con el Sans, al que tuvo que ir a buscar donde trabajaba (ahora limpiaba tranvías en las cocheras de la plaza Lesseps, con altas botas de goma, una gorra mugrienta sobre la cara de mono y una manga de riego) y finalmente acudió al Cardenal, que era, precisamente, el único a quien no deseaba acudir. Al bajar corriendo las escaleras que unían la calle Gran Vista con la calle del Doctor Boyé, al doblar un recodo, Hortensia se le vino encima inesperadamente. La muchacha parecía llevar tanta prisa como él y la fuerza del choque la desplazó contra la pared. El sol le cegaba los ojos glaucos. Él la sostuvo por el brazo mientras balbuceaba una disculpa. En una azotea que quedaba por debajo de ellos, en los primeros repechos de la pendiente, una mujer de grandes ojos negros, de aspecto juvenil y en cierto modo ultrajado, les observaba con una sonrisa complacida mientras bañaba a un niño en un recipiente de plástico amarillo que traslucía al sol. La Jeringa, despeinada, llevando en la mano la descolorida cartera escolar que le servía de botiquín, recostó la espalda contra la pared y levantó su vidriosa mirada hacia Manolo.

– ¿Adónde vas tan de prisa?

– A tu casa -dijo él-. A ver a tu tío.

– Te acompaño.

Llevaba unos zapatos blancos de tacón alto que Manolo nunca le había visto. El sol pegaba fuerte en la pared trasera del jardín, mientras rodeaban el chalet, y ella iba a su lado en silencio, cabizbaja, tembloteando un poco sobre los altos tacones. Llevaba la cartera correctamente cogida por el asa y con el brazo muy rígido y pegado al cuerpo, como en sus tiempos de colegiala. “He ido a ponerle una inyección al chico de la Luisa ”, dijo. “Ah, ¿sí?”. “Sí, ya es la segunda. Es muy fácil”. “Eso está bien, mira -dijo Manolo-, está bien ese trabajo… Y a ti te gusta ¿no?”. Se sentía inseguro, pero sólo cuando ella le hizo pasar al comedor comprendió por qué: el Cardenal no estaba en casa.

– Cuando me he marchado estaba… -empezó la muchacha. -Bueno, se habrá ido -la ayudó él, incómodo-. Volveré otro día.

– Espera, miremos en el jardín. ¿Tienes prisa?

La siguió hasta el cenador, pero ya antes de llegar se veía el sillón de mimbres vacío, con el bastón cruzado sobre los brazos. Hortensia no apartaba sus ojos del muchacho. Quitó el bastón y se sentó riendo, cogiéndose la nuca con las manos, desperezándose, agitando las piernas. “Manolo -dijo-, prometiste que un día me llevarías en moto”. Bajo su cuerpo, el descoyuntado sillón de mimbres crujía con un gemido casi humano. Él se había parado quince metros antes de llegar al cenador, no necesitaba ir más lejos para ver que el viejo no estaba allí. “Sí, un día de estos…”. Decidió esperar un rato y se sentó en el suelo, cruzando los pies, los ojos fijos en la muchacha a través del sol, observándola con curiosidad. Ella no se estaba quieta. “¿Te has enamorado alguna vez, Manolo?”, preguntó riendo. “No…”, dijo él. Y al ver la manera con que fijaba repentinamente su atención hacia algo del jardín (ladeando la cabeza, un poco asustada, como si de pronto hubiese descubierto la presencia de alguna alimaña entre la hierba que crecía libre en torno a ella) fue cuando constató una vez más su extraordinario parecido con Teresa Serrat. Esas piernas que se agitan en el aire, que parecen fustigar el sol desesperadamente, sólo necesitan un dorado de playa para ser las de Teresa. Entornando los párpados, Manolo observó detenidamente a la muchacha: estaba francamente graciosa, y él sintió la oscura necesidad de preguntarse de nuevo por qué, antes de enamorarse de Teresa, no se había enamorado de ella. El amor es irracional y ciego, dicen pero él sospechaba que eso era otro cochino embuste inventado para engañar a las almas simples: porque si hubiese conocido a Hortensia al volante de un coche sport, por ejemplo, como en el caso de Teresa, enamorarse de ella habría sido muy fácil. ¿Qué eso ya no habría sido amor? Amor y del grande.

Hortensia, sin dejar de balancear las piernas, recostó la cabeza en el respaldo del sillón.

– Ya no llevas el vendaje -dijo.

– Ya no.

– ¿Por qué?

– Estoy curado. -De pronto volvió el rostro, dejó de mirarla.

– Manolo ¿qué te pasa? últimamente pareces tonto. No eres el mismo.

– Mira, Jeringa, tengo muchos problemas. -Tumbándose de espaldas sobre la hierba, añadió-: Todavía no puedo devolverte el dinero… ¿Se enteró el viejo?

– Claro.

– ¿Y qué dijo?

– Oh, me pegó. Sí, me pegó una bofetada. Y está muy enfadado contigo.

– Te lo devolveré -dijo él-. Te devolveré hasta el último céntimo… No quiero deudas contigo.

– Tienes miedo -dijo ella, y se echó a reír-. ¡Qué divertido, nunca lo hubiese creído! Y además te has vuelto tonto.

– ¡Niña…!

– La niña ya trabaja ¿sabes?

– Eso está bien. -Se levantó del suelo-. Sí, eso está pero que muy bien. En fin, me voy. Volveré otro día.

Al pasar junto a ella (prefirió salir por la puerta trasera del jardín), le rozó la barbilla con los dedos. Creyó que le acompañaría, pero no, Hortensia se quedó allí, repantigada en el sillón. Manolo notó en su espalda los ojos metálicos de la muchacha hasta que cruzó la puerta. “Lo tengo peor que antes”, se dijo pensando en el enfado del Cardenal. Mientras se dirigía hacia la clínica fue recuperando la seguridad: a fin de cuentas, sólo era en el barrio donde se hallaba a disgusto, y siempre fue así, no había por qué darle vueltas.

Dina acababa de entrar en el cuarto de Maruja y Teresa estaba en su butaca, igual que Hortensia en el sillón, pero componiendo aquella actitud de autodefensa con las piernas cruzadas y sin mirarle. Tenía aspecto de haber dormido mal. “Me voy a Blanes”. Las lujosas páginas de la revista crujían en sus manos. Él comprendió en el acto que algo nuevo bullía también en esta cabecita rubia.

– ¿Qué ocurre, Teresa?

– Nada. Excepto que la pobre Maruja está cada vez peor y que yo… estoy agotada, nerviosa. Voy a buscar a mamá.

– Pero si vino anteayer.

– Pues que vuelva. Que vuelva en seguida.

Pasaba las hojas de la revista con una rapidez asombrosa. Indudablemente no podía ver ni leer nada, pero tampoco parecía desearlo.

– ¿Volverás pronto? -preguntó él.

– No lo sé. -Y después de un corto silencio, como si prosiguiera una conversación iniciada con otra persona-: Además, te has quedado sin dinero por mi culpa.

– ¿Cómo dices?

– Chico, ¿estás sordo?

– Debiste suponerlo: a ninguna chavala le gusta salir con alguien que no tiene dinero, pensó. La oyó murmurar: “anoche estuvo pensando en ello. Somos unos insensatos…”.

– Déjate de monsergas -cortó él con una voz sorprendentemente baja-. Y dime qué te ocurre, anda.

Teresa había terminado de pasar las hojas, pero, dándole bruscamente la vuelta a la revista, volvió a empezar.

– A mí nada. No me ocurre nada.

Manolo paseó ante ella con la cabeza gacha y la mano izquierda hundida en.el bolsillo trasero del pantalón (exactamente igual que ayer tarde en una tasca de la Trinidad llena de camioneros escandalosos, mientras le ofrecía a Teresa un ramo de violetas que vendía una vieja, cuando tocó en el fondo del bolsillo el triste montón de calderilla. “No te preocupes, yo llevo -había dicho ella al comprender su apuro-. Así tengo ocasión de pagar alguna vez”).

– Oye -dijo él ahora-, no veo que tengas que ponerte así por eso. No tiene nada que ver… Quiero decir que precisamente estoy esperando un cobro…

– Claro que tiene que ver, Manolo. ¿Qué te has figurado que soy? ¿Una estúpida Malcriada que desconoce el valor de las cosas? ¿Crees que puedo consentir ese gasto? Conozco a los chicos como tú, sois demasiado buenos, demasiado tontos. Entendéis mal la amistad. Lo que me enfurece es no haber caído en ello hasta ayer… Seguro que ya te has gastado todo el sueldo de las vacaciones.

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