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– Un momento, un momento. Vamos a ver. Yo sólo conozco una manera de hacer las cosas: hacerlas bien. Y este señor me ha manchado y me ha quemado, y las mujeres a veces, perdona, pero las mujeres sois unas bledas. Ya sé que es un pobre viejo, pero ¿es que no puede uno quejarse?

– En cierto modo, no -y brotó al fin de aquellos labios de fresa, anhelante espuma rosada donde siempre, siempre se ahogaría la conspiración, una fórmula que al Pijoaparte había de resultarle reveladora-: Cuando se tiene conciencia de clase, no, Manolo.

El joven del Carmelo notó un frío por dentro (“¿tan mal vestido iba hasta hoy?”, fue lo primero que pensó, y en seguida: “¡De modo que se trata de eso! ¿Adónde iremos a parar, Manolito? Pero calla y sigue haciéndote el longuis”). Teresa estaba hablando:

– …y es por ahí por donde habría que empezar, por el trato, estas son las cosas que de verdad importan, y no el que una se deje besar en un portal. Pero todo está por hacer en este país, todo está patas arriba, incluso en la oposición, como dice María Eulalia…

– ¿Quién?

– Una amiga de la Facultad.

Manolo, que se aburría con el tema favorito de la universitaria, decidió que había llegado el momento de empezar a hacer uso de aquellos extraños poderes que le otorgaban:

No hablemos más de eso, ¿quieres? Es peligroso. -Fue la música, cargada de vagas promesas, lo que le hizo aventurar una mano hacia la de ella. Teresa deslizaba el dedo a lo largo de los pliegues del mantel, pensativa, y no dijo nada-. Y mira, si hemos de ser amigos, Teresa, me vas a hacer un favor: dejemos este asunto, por ahora. Más adelante, si puedo, te contaré algunas cosas de mí que te sorprenderán… De momento no me preguntes nada, no me recuerdes nada, ¿entendido? No puedo ser más claro, chica.

Ella le miró un segundo y volvió a bajar los ojos. “Comprendo”, murmuró. Estaba hermosa en la sumisión (“la obediencia las favorece a todas -pensó él-, pero sobre todo a las niñas bien”) cuando añadió: “Tienes razón. No me hagas caso”.

Manolo sonrió afectuoso, le apretó la mano.

– Tómalo con calma. Eres muy impulsiva, Teresa.

– Estoy nerviosa, estos días no sé qué me pasa. Han ocurrido tantas cosas a la vez, no hago más que pensar y pensar y pensar…

– Estudias demasiado.

– No estudio nada.

– ¿Cuántos años tienes?

– Voy por los diecinueve. Y ahora no me preguntes si tengo novio porque no lo soporto. -Sonriendo, añadió-: Creo que pediré otra ginebra, a ver si me animo. Por cierto, qué elegante vas hoy. ¿Por qué? Estás bien, pero los blue-jeans y las camisas deportivas te sientan mejor.

– Hay que variar ¿no? Pero si tú lo dices… Una vez, en Marbella, cogí la mano de una alemana sin querer, en la playa, dentro del agua…

– ¿Has estado en la Costa del Sol? -interrumpió Teresa.

– Una temporada. La alemana…

– ¿Trabajando? ¿En qué?

– A ratos. Aquella alemana me robó una camisa rosa.

– ¿Te robó una camisa rosa?

– Sí, te lo juro -dijo él riendo-. En la playa. Una camisa descolorida. Dijo que le gustaba. Luego me dio veinte duros por ella. No valía nada.

– ¿La alemana o la camisa?

– La camisa, claro.

Se rieron. Teresa se echó para atrás en la silla, miró al muchacho durante un rato y luego dijo, descarada, con voz irónica:

– Presiento que el día menos pensado haré una barbaridad. Conozco a más de una chica de la Facultad que ya la habría hecho… ¿Nunca te han dicho que las universitarias somos muy putas? -una extraña alegría corría ahora por sus venas, y pensó oscuramente que no dejaba de ser gracioso lo que le pasaba, pues apenas había bebido; pero sin duda una cosa era beber con Luis Trías y otra con un obrero como éste, empezaba a darse cuenta-. ¿Eh? ¿Nunca te lo han dicho? Pues ahora ya lo sabes… -Se echó a reír, cambió de tono-. Bueno, no te ruborices. Hablo en broma.

Qué poco me conoces, pensó él. El culo se me ruboriza a mí. Pero lo que dijo fue:

– ¿Es que quieres impresionarme, niña, te las das de intelectual? -Extraña confusión la suya: había dado en el clavo. Teresa forzó una sonrisa, y él añadió-: Yo no sé si sois muy… eso, se me hace que como todas, cuando os interesa; lo que yo sé decir es que sois muy listas. Mira en cambio la tonta de Maruja, le faltó tiempo para contártelo todo. Tonta y sin un chavo.

– Por favor, no digas eso de Maruja. Somos muy amigas. Pero no creas, no se atrevía a hablarme de lo vuestro, casi tuve que averiguarlo por mí misma. Yo sabía que os acostabais juntos, en su cuarto… ¿Os dije nunca nada? Otra en mi lugar hubiese puesto el grito en el cielo, reconócelo… Pero tengo las ideas claras y procuro ser consecuente con ellas. -Suspiró, se miró el escote del vestido. Dejó que los cabellos resbalaran sobre su cara y luego los apartó violentamente, sacudiendo la cabeza-. No me negarás que lo del año pasado, en octubre, fue sonado.

– Sí, no estuvo mal -concedió él, orientándose a duras penas. Nuevamente quería desviar la conversación-. Qué rico el cuba-libre. ¿Quieres otro?

– Dime la verdad, Manolo: ¿la querías?

– ¿A Maruja? Todavía vive ¿no?… Pues sí, nos hemos querido, pero a nuestro modo. Siempre hemos deseado ser libres, ¿comprendes?

– Ella está muy enamorada de ti. Lo sabes ¿no?

– Tampoco hay que exagerar. Es que ella es muy buena, la pobre. Pero lo nuestro sólo era asunto de cama. Bueno, a ti ya no hay que explicarte ciertas cosas, ya eres una mujer.

– No le tengas miedo a las palabras, hombre.

– Mira, yo soy muy franco. Me gusta cumplir cuando hay que cumplir, pero ahora no vayas a creer que sólo busco eso en las mujeres… No, al contrario. He conocido a muchas golfas, Teresa, y nunca me ha gustado perder el tiempo con ellas. -Y en su voz había un tono de urgencia cuando, sin saberlo él, remedó a Fray Luis-: Pero una chica inteligente, que no le tenga miedo a la vida, distinguida y culta, es un tesoro, y si uno se enamora de ella, ya es rico para toda la vida. Esto es una verdad como una casa.

Se miraba en los ojos de Teresa. Anochecía. Tras ella, más allá de la veranda, al fondo, las luces de la ciudad parpadeaban. Teresa bajó los ojos, pensativa, y recuperó sus gafas oscuras:

– Tienes que prestarme algún libro, Teresa -dijo él.

– Pues claro, cuando quieras. -No parecía muy interesada. Miró su reloj-. Es tarde. ¿Nos vamos? Como estás cerca de tu casa, te dejo aquí. ¿Te importa?

– Si no hay más remedio…

Al despedirse junto al coche, algo desconcertados (un lánguido apretón de manos, un expresivo silencio) los dos tenían ese aire desfallecido y blando, como después de una ducha caliente o de una fiesta juvenil, que nace de cierta sensación de no haber acertado con el peinado ni con el tema de conversación. “Qué aburrida es la vida ¿no? -dijo ella al sentarse al volante-. Echo de menos la playa, con este calor…” Cuando el coche arrancaba y Teresa volvió la cabeza para mirarle, Manolo agitó fervorosamente la mano vendada.

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