Manolo reflexionaba. Aplastó el cigarrillo en el cenicero.
– Lo que yo digo es que no hay que mezclar la obligación con la devoción. Hay un momento para todas las cosas, ¿estamos? Porque vamos a ver, ¿tú qué querías del Rafa, prestarle libros o besarle?
Teresa quedó un rato en suspenso, luego se echó a reír.
– ¡Qué tontería! ¿Interesa tanto lo que yo haga o deje de hacer? Porque ¡hay que ver, chico, incluso tú has tenido que enterarte! -Cerró los ojos un momento, pero sus labios seguían sonriendo-. A lo mejor hasta existe un detallado informe acerca de mí y de mis amantes. ¡Sería divertido! Y perdona que insista, pero es que me tienes intrigadísima: ¿cómo lo has sabido?
Él sonrió ligeramente: “Adelante, chaval”, se dijo, y tendió la mano por encima de la mesa, despacio, le quitó las gafas de sol, clavó sus ojos en los de ella y dijo:
– Todo se sabe en esta vida. Yo estaba más cerca de ti de lo que te imaginas. Así estás mejor.
– Que estoy hablando en serio, Manolo.
– Yo también. Pero ya pasó, dejémoslo.
– Pues el otro día, en la clínica, te portaste conmigo como un verdadero comisario político. Todavía tengo la señal en el brazo, mira. Y fue por eso, reconócelo. A que sí.
A falta de algo mejor, el murciano optó por sonreír. Teresa le miró fijamente, adelantando el rostro, y añadió:
– ¿Por qué siempre te haces el longuis? No temas, hombre, no te preguntaré nada que pueda comprometerte. Hablemos de otra cosa, si quieres. De tu familia, de tus amigos…
De nuevo recostada en la silla, alzó los brazos y se desperezó, riendo, voluptuosa. ¡Esta es la Teresa alegre y graciosa, la auténtica, la que resulta tan fácil de amar!, piensa él, y procura complacerla hablando de su barrio: adivina oscuramente, en la atención maravillada que le dispensa ahora la muchacha, no sólo una nostalgia del suburbio, sino también cierto conflicto cultural cuya naturaleza aún le es extraña. Ve en sus profundos ojos azules, soñadores y confiados, anidar esa misma luz pura y suspendida de la tarde. ¿Qué extrañas suspicacias y esperanzas, qué sentimientos y emociones flotan dentro de este cálido, envolvente fluido azul de su mirada? A ratos le escucha como una colegiala aplicada y estudiosa, de codos en la mesa y con. el mentón en las manos, otros con esa languidez rosada de la dispersión emotiva, de la evocación fugaz que ya ha pasado, siempre con su expresión serena, pura, mirándole fijamente; su actitud meditativa, ligeramente embelesada, contrasta con la simplicidad del tema y algunas incoherencias (involuntarias, por supuesto) de parte del murciano: Teresa busca no exactamente el sentido de las palabras, sino lo que flota debajo o en torno a ellas, una corriente de fondo o un tejido sutil de ideas y emociones que ella misma, sin saberlo, va trenzando con sus preguntas; busca un acorde que irá creciendo, espesándose en el aire, en medio de los dos, en el pequeño espacio (cada vez más pequeño) que les separa por encima de la mesa, y que acabará envolviendo sus cabezas como una nubecilla invisible. Hace muchas preguntas, pero son puramente sensitivas, buscan no la verdad, sino más bien un clima ideal para la verdad; no obedecen a un deseo de saber, sino a un cordial deseo de confirmación: porque Teresa Serrat ya sabe, ya tiene su idea y su dulce veredicto sobre la vida de un joven como éste en un suburbio. Así, ciertas opiniones expresadas entusiásticamente por ella (“la vida de un pecé, de todos modos, ha de ser estupenda e incluso divertida en tu barrio, las noches del verano, con los compañeros, las discusiones en el café…”) merecían, por confusas, una inmediata y rotunda negativa del murciano (“¡qué peces de colores ni qué noches de verano, si allí sólo hay aburrimiento y miseria!”), pero esta negativa no hacía sino resbalar sobre su sonrisa feliz, no la inducía a ningún cambio de criterio, a la más leve alteración en su escala de valores; su límpida y risueña mirada seguía afirmando: “Sí, qué maravilla tu barrio”.
Esa venda en los ojos favorecía no poco al joven del Sur en los momentos que, pese a su gentil esfuerzo por satisfacer aquella nostalgia de arrabal que irradiaban las preguntas soñadoras de la muchacha, al evocar la verdadera y sórdida faz de su barrio y de su casa aparecía de pronto su ancestral mala sangre y su voz, cansada de fingir, amenazaba con disolver aquella nubecilla preñada de roces emotivos que les envolvía a los dos. Todo lo cual, sin embargo, no impidió que lo pasaran muy bien: sus rodillas se rozaban de vez en cuando por debajo de la mesa, y este simple roce hacía que el mundo resultara de pronto infinitamente más real y coherente que lo que las palabras pretendían expresar. Gustosamente, poco a poco, se dejaron ganar por el silencio. Habían transcurrido más de dos horas sin que se dieran cuenta. Ahora Teresa bebía ginebra con hielo. El murciano había ya recuperado aquella temeraria confianza en sí mismo, nada hacía sospechar una vuelta al tema de la conspiración, terreno siempre resbaladizo, cuando, de pronto, un incidente fortuito, la suerte negra que le perseguía (esta vez en forma de taza de café ardiendo y en equilibrio sobre la trémula mano de un camarero) vino inesperadamente a plantear de nuevo la cuestión de aquella extraña personalidad que Teresa Serrat parecía empeñada en colgarle, revelándose con ello, por fin, la naturaleza política del conflicto cultural de la universitaria. Ocurrió que el camarero (un viejo lleno de achaques y puñetas que hablaba solo, cascarrabias, pero encantador, en opinión de Teresa) al pasar junto a Manolo tropezó y volcó la taza de café sobre su traje nuevo. El líquido, ardiendo, mordió su cuello y el chico botó en la silla.
– ¡Animal! ¿Es que no guipas?
– Ay, ay, que me caigo… -dijo el viejo.
En efecto, llevaba aún el impulso del tropezón, y si Manolo no lo agarra por el cuello de la chaqueta se da de narices contra el canto de la mesa.
– ¡Joder, abuelo, qué bromas gastas! -exclamó el murciano-. ¡Mira cómo me has puesto el traje, me cago en tus muertos!
Desfiló toda la parentela del viejo. Ya estaba lanzado y no pudo parar la lengua, se olvidó incluso de Teresa, y sólo cuando acabó la larga letanía de insultos (mientras el pobre hombre se retiraba refunfuñando, frotándose la rodilla, después de haber rociado la americana del chico con sifón) y miró a Teresa, descubrió su expresión-de reproche.
– Qué -dijo él, frotándose la solapa con el pañuelo-. ¿No. tengo razón? Si le tiemblan las manos, pues que le jubilen. Digo. Fíjate cómo me ha puesto, el gracioso. Y conste -mintió con descaro- que no lo digo por el traje, sino por la cosa en sí…
Ella tenía los ojos bajos, el vaso en la mano, agitando su contenido, mirándolo como si su aspecto la decepcionara profundamente.
– En fin -añadió el murciano, aunque sospechaba que ya era demasiado tarde-. Ya está olvidado.
– Este hombre trabaja -dijo la estudiante progresista. -Bueno -contestó el ladrón de motocicletas-. Todos trabajamos.
– Precisamente, Manolo. En otro no me habría extrañado, pero en ti sí.
– ¿Por qué?
– Es un número de señorito.
Un poco mosca, Manolo seguía frotándose la solapa con el pañuelo. No miraba a Teresa.
– Puede que yo sea un señorito. Sobre todo cuando se me trata mal, cuando me queman… Puede que ya esté muy harto.
– Supongo que no hablarás en serio. -La voz de Teresa se hizo doctoral-. No irás a decirme que nunca te has formulado ciertos principios, no serás tan cínico, supongo. Culpa del viejo, de acuerdo, pero hay muchas maneras de hacer las cosas y…
Él la miró acercando el rostro por encima de la mesa, con el ceño fruncido (dos arrugas suaves, imprecisas, apenas dibujadas, aparecieron de pronto en lo alto de su frente morena y le prestaron un mórbido vigor mental, una potestad que tal vez no tenía: ventajas de la belleza). Teresa pudo calibrar también, debido a la proximidad del rostro, la perfección amarga de la boca, la extraña dureza de las comisuras. Manolo la interrumpió para decir: