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El primer encuentro con Teresa Serrat tuvo lugar en la verja del jardín de su casa, en San Gervasio. Sucedió un jueves, a eso de las diez de la noche, y el extraño comportamiento de la universitaria había de confundir tanto al murciano que éste sufriría una vez más aquel suplicio de no comprender, la sensación de extravío mental que a menudo le aquejaba al oír expresarse a los ricos. Durante los cinco minutos que duró la escena, Teresa Serrat permaneció distanciada, envuelta en las prestigiosas sombras de su’ jardín y aparentemente al abrigo de cualquier mirada de admiración que pudiese inspirar su soberbia presencia (todo el rato inmóvil y con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, como si estuviera empeñada en respetar una imaginaria línea de luz), por lo que él apenas si pudo leer nada en aquel bello rostro bronceado. Quizá por eso mismo, más que por el descarado tono de niña bien que Teresa utilizó para llamar la atención de la criada, Manolo se mostró particularmente incorrecto con ella. Además, acababa de pasar una tarde tormentosa con Maruja, una vez más él se había negado a formalizar sus relaciones y la chica había llorado, y cuando esto ocurría, la mala conciencia le obligaba a acompañarla hasta casa. Ya se había despedido y se alejaba -Maruja aún le miraba, llorosa, con la mano en la verja, sin decidirse a entrar-cuando le llegó la voz de Teresa llamando a la criada desde el jardín:

– ¡Maruja!… Maruja, pero ¿qué haces ahí? ¡Es tardísimo! Ya verás mamá…

Oyeron sus pasos precipitados sobre la grava y en seguida la vieron llegar corriendo. Se paró repentinamente, a unos metros de la verja, bajo un árbol: brazos cruzados y una gabardina blanquísima echada con descuido sobre los hombros, sobre un vestido de falda acampanada que lanzaba fulgores cobrizos, destemplada, graciosamente estremecida por el frío, su esbelta silueta, al inmovilizarse, quedó nimbada por la luz que le llegaba desde atrás, desde el farolillo colgado en el porche y desde las ventanas iluminadas de la planta baja. Toda su persona desprendía un cálido efluvio adquirido sin duda en algún salón iluminado y lleno de gente, había una temblorosa, estremecida disposición musical en sus piernas, la excitación juvenil que anuncia una fiesta o una feliz sorpresa, y a él le hizo pensar en una de esas muchachas alocadas que a veces veía en las películas americanas saliendo, acaloradas y jadeantes, de un baile familiar para tomar el fresco de la noche en el jardín y, en una pausa emocionante, anunciarle a papá su felicidad y su alegría de vivir. Apareció corriendo y envuelta en ese pequeño desorden personal que revela la existencia del sólido y auténtico confort -el cinturón de la gabardina a punto de desprenderse y rozando el suelo con la hebilla, un rojo pañuelo de seda colgando de un bolsillo, los rubios cabellos caídos sobre el rostro y ajustando al pie, con movimientos nerviosos, un zapato que se le había desprendido al correr- esa encantadora negligencia en el detalle que es claro signo de despreocupación por el dinero, de confianza en la propia belleza y de una intensa, apasionada y prometedora vida interior: en los seres mimados por la naturaleza y la fortuna, un encanto más.

Pero lo que la hizo pararse tan repentinamente y, sobre todo, suavizar el tono irritado de sus palabras, no fue solamente el que se le hubiese desprendido un zapato, sino el haber descubierto la inesperada presencia del novio de la criada. Visiblemente sorprendida, Teresa bajó la voz para llamarle la atención a Maruja sobre la hora que era y, en un familiar tono de reconvención, recordarle que tenían invitados a cenar y que mamá estaba preocupada. Balbuceando una disculpa, Maruja se disponía a entrar cuando el Pijoaparte, con las manos en los bolsillos y la mirada altanera, dio media vuelta y le ordenó que esperase. El muchacho se acercó lentamente a la verja, se paró, con una especie de manotazo le dio una vuelta más a la gruesa bufanda que llevaba al cuello y levantó los ojos para mirar a Teresa. Preguntó que, bueno, qué narices pasa con tanta prisa, ¿se quema la casa?, y a continuación cometió el primer error: dijo que, si tanta prisa tenían, que se hicieran servir la cena por la cocinera. El convencimiento, ligeramente teñido de un orgullo viril, que hacía aún más evidente el despropósito, y la seriedad con que lo dijo, provocó la risa de Teresa, una risa clara, afectuosa, espontánea, de ningún modo burlona, sino más bien solidaria, pero terriblemente cargada -incluso él se dio cuenta- de razón.

El murciano apartó los ojos de Teresa con aire confuso y murmuró:

– Me gustaría saber por qué se ríe esta tonta.

Y lo asombroso fue que la rubia, no sólo no replicó en el tono digno y ofendido que él esperaba -y deseaba-, sino que incluso, balbuceando un perdón que apenas se oyó; inclinó la cabeza (los cabellos, resbalando como una miel, se partieron dulcemente en dos sobre su nuca) y se puso a mirar las puntas de sus zapatos como una colegiala a la que hubiesen pillado en falta. Eso al Pijoaparte le hizo cierta gracia, pero poca: no era tan estúpido como para creer que había conseguido impresionar a aquella señorita sólo por mostrarse duro con ella, y cambió una mirada interrogativa con Maruja. A causa de ello no pudo ver que ahora en las comisuras de los labios de Teresa Serrat asomaba una sonrisa imperceptible, apenas un mohín, un amago gozoso de misteriosa procedencia.

Maruja, por toda respuesta, clavó en Manolo sus pobres y enfermos ojos colorados, llenos de reproche, y dijo: -Ahora mismo voy, señorita.

– Un momento -repuso el Pijoaparte, cogiéndola del brazo-. Es tu día libre ¿no?

– Vaya, estoy muerta de frío… -empezó Teresa con una voz distinta, repentinamente vulnerable, una voz que pretendía obtener algo de ellos. Y siguió allí, hablando del tiempo, inmóvil, con las piernas muy juntas y ligeramente temblorosas, los puños cerrados bajo las axilas. Manolo se las arregló para aprovechar convenientemente algunas miradas, que arrastraba por los suelos sin ningún interés aparente por nada, y comprobar que la muchacha seguía teniendo aquella deliciosa piel color tabaco y aquellos maravillosos ojos azules que una vez le habían golpeado el corazón. A pesar de la poca luz pudo también distinguir el borrón de la boca, una rosada nebulosa, la leve hinchazón del labio superior -los dos vértices centrales deliciosamente levantados, como si la nariz airosa tirase de ellos- que esparcía por su rostro un aire mimado, un candor aburrido, una mezcla de malhumor aristocrático y de terquedad infantil.

Sonriendo, Teresa concluyó:

– Tenemos unos invitados pesadísimos y mamá está algo pocha. Una lata. Hay que ir a la farmacia, Maruja…

Lo mismo que en su mirada azul, que una particular inercia de los párpados lisos y puros detenidos a mitad de su caída hacía somnolienta, dotándola de una extraña vida estatuaria (sus pupilas, mientras hablaba, estaban fijas en la tosca bufanda de lana que Manolo llevaba colgada al cuello con descuido) también en sus palabras había ahora, excusándose medio en broma por tener que llevarse a Maruja, como un intento de expresar algo más, de establecer una complicidad, una especie de conexión con un poder oculto que podía disculparla y que daba por seguro que el muchacho también conocía, una estrategia de enlace cuyo secreto sólo conociesen ellos dos y que dejaba de lado a la pobre Maruja, o mejor, pasaba piadosamente por encima de ella: era algo cuyo significado él tardaría aún algún tiempo en comprender, y que por el momento, debido a uno de esos misterios de la emoción femenina, se realizaba a través de su tosca bufanda de lana (bufanda, que, en contra de lo que la rica universitaria creía, no había sido amorosamente tejida por las humildes y laboriosas manos de la madre del muchacho, sino que era, dicho sea de paso, un delicado y artero regalo del Cardenal).

En sí, el encuentro hubiese carecido de importancia de no ser porque ya contenía el germen de lo que iba a suceder meses después. Pero el Pijoaparte pensaba en otras cosas; mientras escuchaba aquella voz desmayada, descuidada, un poco nasal, en la que el singular acento catalán se mostraba en todo momento no como incapacidad de pronunciar mejor, sino como descarada manifestación de la personalidad, Manolo, ajeno por completo a estas realidades que no se ven, sólo intuyó que saber enfadarse convenientemente con la servidumbre es realmente una ciencia difícil e importante. Le pareció también que la hermosa rubia alardeaba de un extraño desprecio para consigo misma y para el obligado ejercicio de su condición de señorita.

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