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La poderosa voz de la especie, ese vasto zumbido de sensatez y cordura que la hembra reducida al silencio a veces emite, sugiere algo del desasosiego fundamentalmente materno, que toda mujer siente respecto al futuro del hombre; contra todo pronóstico, esa voz ancestral habló de pronto por boca de la criadita y el joven delincuente se asustó: la brutal revelación de sus fechorías, de sus robos de motos, no sólo no significó ningún rudo golpe para la muchacha sino que reafirmó en ella aquel poder de rescate que ya había empezado a adquirir en los abrazos.

Llegó el invierno, y en la ciudad, lejos de la Villa y de sus resonancias adormecedoras, el temor de perder definitivamente a Manolo obligó a la muchacha a ir a buscarle con frecuencia a su barrio. Él nunca quiso decir dónde vivía, pero ella supo muy pronto cómo encontrarle: en el bar Delicias, junto a la estufa y jugando a la manilla con tres viejos jubilados -entre los que su juventud contrastaba de una manera inquietante-, ensimismado, olvidando o despreciando quién sabe qué placeres a cambio de la sabiduría de las cartas y de los viejos, rindiendo con ellos ese solemne culto al silencio y a la parsimonia de gestos y miradas para lo cual el joven del Sur estaba particularmente dotado, sobre todo en invierno, y cuyos motivos habría que buscar no sólo en el diario trato con el frío, con el paro y la indigencia que pululan en los suburbios y que a él le eran familiares desde niño, sino también en el hecho de que su rara disposición a la aventura, frustrada en parte por el invierno, aquí se podía sustituir momentáneamente por hieráticas formas expresivas; con las cartas en la mano, o en la butaca de un sofocante cine de barrio,- invernando como una flor trasplantada, evocaba lances en días más soleados y propicios: mientras sostenía las cartas, rumiando la jugada, ante sus ojos surgían a veces los uniformes de rayadillo, los delantales y las cofias colgando en la percha, bajo la luz rosada de un amanecer en la costa.

En sus tardes libres, los jueves y los domingos, Maruja tomaba un autobús que la dejaba en la plaza Sanllehy y luego subía a pie por la carretera del Carmelo, pasando junto al Parque Güell; antes de llegar a la última revuelta, cortaba por un sendero, caminando entre rastrojos quemados y un terraplén de escombros donde se deslizaban los niños como por un tobogán, y jadeando, con las mejillas encendidas y los ojos arrasados por el viento, llegaba a lo alto. Los habitantes del Carmelo se acostumbraron pronto a ver en sus calles aquella figura tímida bajo un paraguas azul, envuelta en un corto abrigo a cuadros pasado de moda y con una banda de terciopelo granate en los cabellos. Llegaron a ser familiares sus paseos fingidos, sus pacientes idas y venidas cuando no encontraba a Manolo. Siempre, antes de entrar en el bar Delicias, se daba unos toques al pelo y a la falda demasiado corta, y una vez dentro se quedaba de pie junto a la puerta, a prudente distancia de la mesa de juego, quieta, avergonzada, juntando las rodillas con fervor y deliciosamente obscena, encantadoramente vulgar en su espera -deseando descaradamente pertenecer a alguien, allí estaba, exactamente igual que aquel día en la verbena, cuando le esperaba a él al fondo del jardín mientras le veía desembarazarse de los señoritos- hasta que Manolo notaba su presencia. Fuera, a veces, llovía, y a través de los cristales empañados por el vaho de la taberna se veían borrosas siluetas encorvadas de vecinos afanándose contra el viento. Y dentro se refugiaba él, silencioso, taciturno, sucio, descuidado, replegado y vencido por el invierno como una serpiente esperando escondida en la espesura los luminosos días de sol, pero todavía con cierta palidez dorada en la piel, todavía envuelto, al igual que esas herrumbrosas carrocerías que dormitan en los cementerios de coches y que en tiempo fueron rutilantes y majestuosas máquinas, en el aire de su pasado esplendor y en los mil fantasmas de sus correrías. Jugaba siempre una última partida aunque sólo fuese por aquello de hacer esperar a Maruja el rato suficiente que le justificara ante los viejos -cuyas socarronas risitas él simulaba ignorar- pero nunca la recibía con desafecto ni le hacía esperar mucho rato. Tampoco daba muestras de entusiasmo; simplemente, aceptaba su presencia, se levantaba, la cogía de la mano y salían a la calle. Admitía estos encuentros con una curiosa deferencia, un tanto resignada, como esas personas que, equivocadas o no, creen ser en todo momento los forjadores de su propio destino y saben por ello aceptar ciertos hechos marginales derivados de aquél con un superior sentido de la responsabilidad, como si tales encuentros fuesen la prueba de algún misterioso pacto con las leyes ocultas de la vida.

Y porque, además, ya estaba solo: Bernardo Sans se había casado a principios de invierno con la Rosa, que pronto iba a tener un hijo (definitivo, fulminante rayo de la muerte) y su ya desmembrada banda de descuideros había terminado por deshacerse del todo. De su relación con el Cardenal, y, sobre todo, de su vida familiar, Maruja sólo sabía lo que él le había contado, que era muy poco, y acerca de su casa, Manolo le dijo en una ocasión: “cuando llueve se va la luz”, y eso fue todo. Le irritaban extraordinariamente las preguntas de ella sobre este particular, y más de una vez amenazó con plantarla si insistía. Parecía empeñado en pasar por huérfano.

– Manolo ¿nunca has pensado en…? -empezaba ella.

– ¡No, no pienso cambiar de vida! Anda, ven, vamos a dar un paseo.

El descubrimiento del Carmelo significó para la criada una esperanzadora afirmación de principios: la misma materia degradada y resignada de la cual estaba hecho su amor parecía haber conformado aquel barrio casi olvidado, aislándolo, confinándolo fuera de la ciudad, reduciendo todos sus sueños a uno solo: sobrevivir. Paseaban por los senderos de la ladera occidental, entre los pinos y los abetos del Parque Guinardó, remontaban la colina, y en lo alto se paraban a mirar a los niños que manejaban sus cometas; contemplaban el Valle de Hebrón, Horta, el Tibidabo, el Turó de la Peira y Torre Baró gris por la distancia y las brumas del invierno. Iban en silencio o discutiendo (allí fue donde ella empezó a hablar de casarse) y terminaban casi siempre enlazados detrás de algún matorral. A veces, el frío o la lluvia les empujaba hacia pequeños y espesos cines de barrio o apretujados bailes de da mingo, olorosos y cálidos como un armario, y Maruja se esforzó durante todo el invierno por neutralizar y sujetar a su propio cuerpo aquel áureo fluido de nostalgia incurable, aquel ronroneo de lujoso gato encelado que trascendía de las entrañas del Pijoaparte.

Por lo demás, dejando de lado lo que para el joven delincuente fue una verdadera desdicha profesional (perder a Bernardo Sans, su último compinche), nada ocurrió este invierno digno de mención, excepto, tal vez, algunas fugaces visiones ciudadanas de Teresa Serrat. “¡Mira, la señorita!”, decía Maruja apuntándola con el dedo: vista y no vista desde un tranvía (la señorita en la puerta de la Universidad, con montgomery y bufanda a cuadros y libros bajo el brazo, fumando y hablando con un grupo de estudiantes), o desde la acera de la Vía Augusta, un día que él acompañó a la criada hasta su casa (Teresa y su coche deslizándose lentamente junto al bordillo, frente a un bar, llamando a alguien con el claxon), o desde el anfiteatro de un cine de estreno (acompañada de un joven y atlético negro, avanzando por la suave pendiente alfombrada de la platea). En otra ocasión, Maruja se la mostró fotografiada en las páginas de la revista Hola, sentada en medio de un alegre ramillete de jovencitos con smoking y muchachas vestidas de blanco: la puesta de largo de una amiga de la señorita -le informó la criada, añadiendo algo que al murciano le resultó incomprensible-: Teresa estaba furiosa por haber salido en aquella foto, y no quería que nadie la viera ni le hablara de la fiesta, hasta tal punto que había roto la revista. “Pero yo he comprado otra”, concluyó Maruja.

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