Me esforcé por percibir el menor ruido entre la oscuridad que me rodeaba. De pronto distinguí un suave chasquido ¿tal vez en el vestíbulo? Contuve la respiración y me mordí el labio. Un chirrido en el suelo de mármol y cerca de la entrada. ¿Se trataría de Birdie? No, aquel sonido correspondía a alguien de más tamaño. Volví a percibirlo: un suave roce como producido en la pared, no en el suelo. Demasiado alto para un gato.
Una imagen de África surgió en mi mente. Una excursión nocturna en Amboseli. Un leopardo paralizado ante las luces de los faros del jeep, agazapado, con los músculos en tensión, las fauces aspirando aire, que silencioso se aproximaba a una gacela desprevenida. ¿Dominaría de igual modo mi asaltador la situación entre las sombras y buscaría un camino hasta mi habitación? ¿Me privaría de vías de escape? ¿Qué hacía en aquellos momentos? ¿Por qué habría regresado? ¿Qué debía hacer yo? ¡Tenía que hacer algo! ¡No podía permanecer tendida y esperar! ¡Debía actuar de algún modo!
¡El teléfono! ¡Intentaría hacer funcionar el teléfono! Había patrullas de policía en la calle a las que llegaría el mensaje. ¿Lograría alcanzarlos sin descubrirme? ¿Valía realmente la pena? Separé las ropas del lecho con lentitud y giré la espalda. El crujido de las sábanas sonó estrepitoso en mis oídos.
Algo rozó de nuevo la pared, en esta ocasión más intenso y más próximo. Como si el intruso se sintiera más seguro de sí, menos inclinado a mostrarse prudente.
Con todos los músculos y tendones en tensión avancé hacia la parte izquierda del lecho. La absoluta oscuridad de la habitación me dificultaba poder situarme. ¿Por qué habría bajado la persiana? ¿Por qué habría desconectado el teléfono para descansar un poco más? ¡Qué absoluta necia había sido! Debía encontrar el cordón y el enchufe y marcar el 911 a oscuras. Hice inventario mental de los objetos que había en la mesita de noche, imaginando el trayecto que debía seguir con la mano. Luego tendría que deslizarme hasta el suelo para buscar la conexión telefónica.
En la parte izquierda del lecho me apoyé en los codos. Traté de distinguir algo de cuanto me rodeaba pero me fue imposible captar ni siquiera los contornos, con la excepción de la puerta que se hallaba tenuemente iluminada por algún electrodoméstico de dial luminoso. No se recortaba ninguna figura en ella.
Más animada me dispuse a apoyar la pierna izquierda en el suelo. En aquel momento una sombra cruzó por la puerta dejándome paralizada en un terror catatónico.
Pensé que aquél era el fin. Moriría sola en mi propio lecho sin que los cuatro policías que montaban guardia en el exterior se enterasen siquiera. Recordé a las otras mujeres, sus huesos, sus rostros, sus cuerpos destrozados. El desatacasdor, la estatua. «¡No! -gritó una voz en mi interior-. ¡Yo no, por favor!» ¿Cuántas veces conseguiría gritar antes de verme dominada? ¿Antes de que el asesino me silenciara con un tajo en la garganta? ¿Suficientes para alertar a la policía que se encontraba afuera?
Paseé la mirada a uno y a otro lado frenética, como un animal que ha caído en una trampa. Una negra masa ocupó el marco de la puerta: una figura humana. Permanecí muda, inmóvil, incapaz siquiera de proferir mis últimos gritos.
La figura vaciló como si se sintiera insegura de efectuar su próximo movimiento. No distinguí sus rasgos: sólo se veía su silueta recortada en la entrada, en el único acceso y salida. ¡Dios!, ¿por qué no dispondría de una pistola?
Transcurrieron lentamente unos segundos. Tal vez aquel personaje no distinguía mi contorno en el borde del lecho. Tal vez la habitación pareciera vacía desde la puerta. ¿Llevaría el desconocido una linterna? ¿Encendería la luz de la habitación?
Mi mente se liberó de su parálisis. ¿Qué me habían enseñado en las clases de autodefensa? Huye cuando te sea posible. No era mi caso. Si te arrinconan, lucha con todas tus fuerzas: muerde, golpea, propina patadas, hiere al contrincante. Primera regla: procura que no te abata en el suelo. Segunda norma: que no te inmovilice debajo. Sí, sorpréndelo. Si consiguiera llegar a una de las puertas de salida, los policías que estaban afuera me salvarían.
Ya tenía el pie izquierdo en el suelo. Aún tendida de espaldas, impulsé la pierna derecha hacia el borde de la cama, milímetro a milímetro, girando sobre mis nalgas. Tenía ambos pies en el suelo cuando aquella sombra hizo un movimiento brusco y me dejó cegada por el resplandor de la luz.
Me protegí los ojos con la mano y me abalancé sobre el desconocido en un esfuerzo desesperado de apartarlo a un lado y huir del dormitorio. Pero se me enredó un pie con la sábana y caí de cabeza en la alfombra. Rodé rápidamente a la izquierda, me puse en seguida de rodillas y me volví hacia mi asaltante. Tercera regla: nunca des la espalda a tu enemigo.
El desconocido se encontraba en el otro lado de la habitación, apoyada aún la mano en el interruptor de la luz. Pero ahora tenía rostro, un rostro distorsionado por alguna confusión interior que yo no podía imaginar. Era un rostro conocido. En cuanto al mío, exhibía una sucesión de expresiones: terror, reconocimiento, confusión. Fijamos una en otra largamente nuestras miradas sin movernos ni decir palabra. Nos miramos de un extremo al otro de la habitación.
Entonces me eché a gritar.
– ¡Maldita seas, Gabby! ¡Eres una condenada estúpida! ¿Qué haces aquí? ¿Se puede saber qué te he hecho? ¡Maldita necia!
Me senté sobre mis talones con las manos en los muslos sin controlar las lágrimas que bañaban mi rostro ni los sollozos que me sacudían.