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– Muy pequeño. En el campus tenemos muy pocos animales para estudio. Carecemos de espacio y cada especie debe mantenerse en lugares separados.

– ¿Sí?

– Sí. El CCPA ha establecido pautas específicas en cuanto a control de temperatura, espacio, dieta, parámetros sociales y de comportamiento, en fin, ya sabe.

– ¿El CCPA?

– El Consejo Canadiense para la Protección Animal publica una guía sobre la protección y utilización de animales con fines experimentales que constituye nuestra biblia y a la que debemos atenernos cuantos trabajamos con ellos: científicos, criadores e industriales, y asimismo comprende la sanidad y seguridad del personal que trabaja con ellos.

– ¿Y qué especifica en cuanto a seguridad?

– Las normas son muy concretas.

– ¿Qué medidas seguía usted en ese sentido?

– Ahora trabajo con picones, peces.

Se volvió y señaló el pescado de la pared con el bolígrafo.

– No requieren grandes exigencias. Algunos colegas se dedican a los ratones que tampoco son complicados. Los defensores de animales no suelen ponerse nerviosos con los peces y los roedores.

Su rostro expresaba una extraordinaria sequedad.

– Alma era mamífera, por lo que la seguridad era muy estricta. Disponía de una pequeña habitación que manteníamos cerrada. Y, desde luego, cerrábamos la jaula y la puerta del laboratorio.

Se interrumpió.

– He pensado en ello muchas veces. No logro recordar quién fue el último que salió aquella noche. Me consta que mi clase no era nocturna por lo que no creo que fuese muy tarde. Probablemente algún alumno realizó la última comprobación. La secretaria no comprueba las puertas a menos que se le pida de manera específica.

Hizo una nueva pausa.

– Supongo que debió de entrar alguna persona ajena al proyecto. No es imposible que se dejen las puertas abiertas. Algunos estudiantes son menos fiables que otros.

– ¿Y qué me dice de la jaula?

– La jaula, desde luego, no constituía un problema. Sólo disponía de un candado que nunca encontramos. Supongo que debieron de arrancarlo.

Intenté abordar la siguiente cuestión con delicadeza.

– ¿Llegaron a encontrarse las partes que faltaban?

– ¿Las partes que faltaban?

– Alma había sido… -De nuevo busqué la palabra adecuada-: mutilada. Algunas partes de ella que no estaban en el bulto no se encontraron. Me preguntaba si apareció algo de ello por aquí.

– Como, por ejemplo, ¿qué faltaba?

Su pálido rostro reflejaba el mayor asombro.

– Su mano derecha, doctor Bailey. La diestra había sido cortada por la muñeca. No estaba allí.

No tenía por qué hablarle de las mujeres que habían sufrido recientemente la misma violación, la verdadera razón que me llevaba allí.

Guardó silencio. Uniendo las manos tras la cabeza, se recostó hacia atrás en su asiento y se centró en algo que estaba por encima de mí. Sus mejillas enrojecieron aún más. Un pequeño reloj de radio sonó quedamente dentro de su archivador.

– De modo retrospectivo, ¿qué cree usted que sucedió? -insistí tras prolongado silencio.

No respondió en seguida. Cuando ya estaba convencida de que no lo haría, exclamó:

– Creo que probablemente fue una de las formas de vida mutante que se han desarrollado en el pozo negro alrededor de este campus.

Creí que había acabado. La fuente de su respiración parecía haberse sumido en la profundidad de su pecho. Entonces añadió algo, casi en un susurro, que yo no capté.

– ¿Cómo dice? -le pregunté.

– Marie Lise merecía algo mejor.

Me pareció un comentario extraño. También Alma, pensé, pero me abstuve de expresarlo. De improviso una campanilla interrumpió el silencio agitando todo mi sistema nervioso. Consulté el reloj: eran las diez de la noche.

Esquivé su pregunta acerca de mi interés por una mona muerta hacía cuatro años y, tras agradecerle el tiempo que me había dedicado, le rogué que me llamase si recordaba algo más sobre el particular. Y allí se quedó sentado, otra vez centrado en lo que podía haber flotado sobre mi cabeza. Imaginé que se remontaba en el tiempo, no en el espacio.

Como no me resultaba familiar el territorio, aparqué en la misma calle que la noche en que había deambulado por el Main. Hay que insistir en lo que funciona. Había llegado a considerar aquella excursión como el Gran Tanteo de Gabby. Parecía que hubieran pasado eones y sólo hacía dos días de ello.

Aquella noche era más fresca y caía una suave llovizna. Me subí la cremallera de la chaqueta y regresé a mi coche.

Al salir de la universidad había caminado hacia el norte de St. Denis, pasando junto a una sucesión de boutiques y bistros a gran escala. Aunque a escasas manzanas al este, St. Denis es el sitio adecuado para encontrar algo: un vestido, pendientes de plata, un compañero, el ligue de una noche… Es la calle de los sueños. La mayoría de las ciudades tienen una semejante. Montreal cuenta con dos: Crescent para los anglófonos y St. Denis para los francófonos.

Mientras aguardaba a que cambiase el semáforo en Maisonneuve pensaba en Alma. Bailey probablemente tenía razón. Frente a mí y a mi derecha se encontraba la estación de autobús. Quienquiera que la hubiese matado no habría llegado tan lejos para deshacerse del cuerpo. Aquello sugería un local.

Observé a una pareja joven que salía de la estación de metro Berri-UQAM. Corrían bajo la lluvia, muy abrazados, como calcetines recién salidos de la lavadora.

O se había tratado de alguien que se desplazaba diariamente al trabajo. «De acuerdo, Brennan. Rapta un mono, coge el metro hasta casa, mátalo, descuartízalo y luego llévatelo a cuestas en el metro y abandónalo en la parada del autobús. ¡Una gran ocurrencia!»

Cuando cambió la luz crucé St. Denis y fui en dirección oeste a Maisonneuve recordando todavía mi conversación con Bailey. ¿Qué había en él que me molestaba? ¿Que mostrara excesiva emoción hacia su alumna y muy poca por la mona? ¿Que me hubiera parecido tan… negativo por el proyecto Alma? ¿Que no estuviera enterado de la pérdida de la mano? Pelletier me había dicho que Bailey había examinado el cadáver. ¿No habría reparado en que le faltaba aquella extremidad?

Los restos le habían sido entregados y se los había llevado del laboratorio.

– ¡Mierda! -exclamé en voz alta mientras me daba una palmada imaginaria en la frente.

Un hombre con chándal se volvió a mirarme con aprensión. Iba descalzo y llevaba una bolsa de compra entre los brazos cuyas desgarradas asas formaban extraños ángulos. Le sonreí para tranquilizarlo, y él se alejó arrastrando los pies y agitando la cabeza ante el estado de la humanidad y del universo.

Me censuré por ser constantemente un Colombo. ¡Ni siquiera había preguntado a Bailey qué había hecho con el cuerpo! ¡Vaya detective estaba hecha!

Tras mis autoincrepaciones me propuse reparar el mal hecho procurándome un perro caliente.

Como me constaba que de todos modos no podría dormir, me decidí por ello. De aquel modo podría atribuirlo a la comida. Entré en el Chien Chaud de St. Dominique y encargué un bocadillo aderezado, patatas fritas y una coca cola light.

– No tenemos coca cola: ha de ser pepsi -me dijo un tipo parecido a John Belushi, con densa cabellera negra y pronunciado acento.

Pensé que la vida imita con fidelidad el arte.

Mientras comía en un reservado de plástico rojiblanco examiné los carteles de anuncios de viajes que se desprendían de las paredes. Pensé que sería fantástico encontrarse en uno de aquellos lugares de cielos excesivamente azules y cegadores edificios blancos de Paros, Santorini y Mykonos. Sí, sería fantástico. Los coches comenzaban a atestar las calzadas mojadas. El Main se estaba animando.

Entró un hombre en el establecimiento, al parecer griego, y entabló ruidosa conversación con Belushi. Sus ropas estaban mojadas y olían a humo, grasa y a una especia que no reconocí. Tenía la espesa cabellera salpicada de gotas de agua. Al advertir que lo observaba me sonrió, enarcó una poblada ceja y se pasó lentamente la lengua por el labio superior con el mismo aire con que hubiera podido mostrarme sus hemorroides. Rivalizando con su nivel de madurez le hice un gesto obsceno y concentré mi atención en el escenario que aparecía tras el escaparate.

A través del cristal mojado por la lluvia distinguí una hilera de comercios en la otra acera, oscuros y silenciosos en la víspera de un día festivo. La Cordonnerie la Fleur. ¿Cómo podía llamar un zapatero «la flor» a su establecimiento?

La Boulangerie Nan. Me pregunté si sería el nombre de la panadería, del propietario o sólo un anuncio de pan indígena. A través de los cristales distinguí las estanterías vacías, dispuestas para la entrega matinal. ¿Fabrican pan los panaderos en las fiestas nacionales?

La Boucherie St. Dominique. Sus escaparates estaban cubiertos por anuncios de especialidades semanales. Lapin frais, boeuf, agneau, poulet, saucisse. Conejo fresco, ternera, cordero, pollo, salchicha… mono.

¡Eso es! ¡Ya había vuelto a lo mismo! Tiré el envoltorio arrugado en la bandeja de papel que soportaba mi perro caliente. Los objetos por los que destruimos los árboles. Añadí mi lata de pepsi y deseché todo el conjunto en la basura antes de marcharme.

El coche estaba donde lo había dejado y como lo había dejado. Mientras partía mi cerebro conectó de nuevo con los asesinatos.

Cada giro de los limpiaparabrisas me enviaba una nueva imagen. El brazo truncado de Alma, un giro, la mano de Morisette-Champoux sobre el suelo de la cocina, otro giro, los tendones de Chantale Trottier, nuevo giro, los huesos del brazo con los extremos inferiores rebanados…

¿Era siempre la misma mano? No podía recordar. Tendría que comprobarlo. Las manos humanas no habían desaparecido. ¿Simple coincidencia? ¿Tendría razón Claudel y me estaría volviendo paranoica? Tal vez el raptor de Alma coleccionaba zarpas de animales. ¿O sería simplemente un seguidor demasiado entusiasta de Poe? Giro del limpiaparabrisas. ¿O se trataría de una mujer?

A las once y cuarto entraba en mi garaje. Estaba agotada hasta los tuétanos: llevaba dieciocho horas levantada. Aquella noche ningún perro caliente me mantendría despierta.

Birdie no me había esperado. Según acostumbraba cuando estaba solo, se había enroscado en la pequeña mecedora de madera, junto al hogar. Cuando entré me miró, y sus amarillos ojos parpadearon al verme.

– ¡Hola, Bird ! ¿Qué tal te has portado hoy? -le dije rascándole la barbilla-. ¿No hay nada que te mantenga despierto?

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